Conforme el mundo avanza se hace más incierto y, conforme más incierto se vuelve, más certezas queremos tener. Es por eso que buscamos incesantemente gurús, principios o recetas. Escrutamos el horizonte, que es cada vez más laberíntico, esperando encontrar hojas de ruta, caminos iluminados o, al menos, una brújula que nos diga dónde está el norte. Y, al hacerlo, no nos percatamos de dos hechos importantes. El primero es que la certeza como valor es algo que pertenece al siglo pasado. El segundo es que, en lugar de intentar que las cosas se queden quietas, lo que deberíamos estar haciendo es aprender a amar la incertidumbre.

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Además del número de preguntas, uno de los nuevos criterios de éxito en cualquier conferencia, hoy día, es el número de teléfonos móviles que se alzan sobre la audiencia para sacar una fotografía de una diapositiva. Cuando vemos una información relevante, una forma clara y sencilla de expresar un concepto complejo o, simplemente, algo que tiene pleno sentido en nuestro mundo profesional, buscamos capturarlo para conservarlo. La gran pregunta es qué hacemos luego con esas imágenes.

Aparte de compartirlas en las redes sociales, nadie duda que puede haber quien con posterioridad las ordene colocándolas en algún archivo, incluso etiquetándolas. Tampoco que pueda haber personas que se interesen por ese asunto y se dediquen a buscar más información para ampliar su conocimiento. Es incluso posible que haya quien desarrolle sus propios esquemas o ideas a partir de una de esas instantáneas.

Sin embargo, la sensación es que, en la mayoría de los casos, esas fotografías que tan inevitablemente queríamos capturar en aquel momento que experimentamos como pleno de significado, se quedan simplemente ocupando espacio en la memoria de nuestro terminal. Junto a las que sacamos para recordar dónde hemos aparcado, las que enviamos desde el supermercado a nuestra pareja para comprobar si estamos ante el producto que debemos comprar, o las que remitimos desde el atasco a nuestro jefe para explicarle por qué llegaremos tarde.

Ya en los tiempos de la fiebre por la fotocopia decía Umberto Eco que la posesión de material en ese formato no debía eximir de su lectura, pues a veces atesorar información transmite la falsa sensación de poseer conocimiento. Algo muy parecido a lo que ocurre hoy cuando solicitamos la presentación después de haber asistido a un curso, que es básicamente lo mismo que cuando hacemos una fotografía de una diapositiva en una conferencia. Buscamos poseer ese material, como si el hecho de tenerlo almacenado fuera equivalente a incardinarlo en nuestra constelación de conocimientos.

Si la información nunca sustituirá a la sabiduría, es evidente que la mera posesión de esa información, sin que sea procesada por su nuevo propietario, está aún más lejos de provocar siquiera el mínimo efecto en su mapa de conceptos. Con fotocopia o sin ella, y con fotos o sin ellas, la mente humana funciona exactamente igual que desde los albores de la humanidad: solo las experiencias intensas generan aprendizaje en los adultos.

Por tanto, tal vez, si tras hacer esa fotografía no vamos a hacer nada con ella, es decir, si simplemente, se va a quedar ocupando espacio junto a imágenes anodinas o insustanciales, acaso sería mejor dejar el teléfono a un lado y concentrarnos en lo que estamos escuchando y viendo. Y dejarnos empapar por la sustancia verdadera que constituyen las ideas que nos llegan. Ni enseñar es comunicar ni aprender es escuchar. Ambos significan agitar, retar, participar e intercambiar. Desde luego, actividades que tienen poco que ver con fotografiar diapositivas.

 

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Vivimos tiempos extraños. Tiempos en los que hay que justificar lo evidente y en los que lo obvio brilla por su ausencia. Tiempos en los que muchos profesionales sanitarios no miran a los ojos de sus pacientes, absortos por lo que quiera que ocurra en sus pantallas, con las que sí se relacionan. Tiempos en los que en las salas de espera, cada vez más desamparadas e impersonales, se exhiben impunemente esos monitores impávidos que otorgan turnos, a veces peor diseñados que los que se encuentran en muchas carnicerías. Tiempos en los que casi cualquier teléfono de un hospital o compañía de seguros repite, en atormentador bucle, una sintonía tan insustancial como finalmente desquiciante.

El disparate de estos tiempos nuestros, tan aparentemente digitales y ultramodernos, está en que nos vemos obligados a añadir la palabra humanización al concepto de cuidado de la salud. Que es como hablar de humanización de la fe o de la educación. Nadie se imagina un mundo en el que haya que pedir turno para asistir a una celebración religiosa. Y quizá sea ese uno de los pocos reductos donde la vida aún sigue siendo de verdad humana. Porque la educación, al menos la universidad, está muy cerca, si es que no ha llegado ya, de generar más documentos en procesos de acreditación y aseguramiento de la calidad que en artículos de investigación. Quizá algún día topemos con el absurdo de que también hay que humanizar la universidad.

Hablar de humanización de la salud es como hablar de transparencia política o de rigor científico. La ciencia debe ser rigurosa. Si no, no es ciencia. De la misma manera que la política debe ser transparente. Y si no, tampoco es política. Es un disparate. Exactamente igual que lo que ocurre en la prestación de muchos servicios de salud hoy día.

¿En qué momento dejamos de ser personas para ser denominados siempre pacientes? ¿En qué momento la marea de recetas, volantes y autorizaciones comenzó a ocultar a las dolencias? ¿Y en qué momento las dolencias comenzaron a ocultar a las personas?

Es verdad que enfermamos menos y vivimos más. Y se dirá que esto es a cambio de aquello. Nada más falso. Porque el precio de una mejor salud no puede ser la deshumanización de la sanidad. Sobre todo si es para llenar bolsillos o escatimar presupuestos. O, aún más grave, si se hace con la ceguera de la torpe eficiencia, que es la que finalmente acaba produciendo más dolor que el que intenta aliviar. La industrialización inteligente, cuando hablamos de personas, debería ir siempre acompañada de una extraordinaria vocación de servicio y de una memorable experiencia de paciente.

Hoy día hablamos de humanización de la salud. Y no deja de ser irónico, o lamentable, que esto ocurra en medio de una flamante cuarta revolución industrial que nos promete día a día la verdadera y buena vida, en otro espejismo provocado por una nueva escalada, aún más vertiginosa y acelerada que la anterior, por la curva ascendente del ciclo de sobreexpectación. Si no frenamos a tiempo llegará un día en que tendremos que hablar de humanizar la familia, de humanizar la amistad o de humanizar la vida. Nuevos disparates para tiempos nuevos. Extraños tiempos.

 

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Hoy, desde la perfección y el brillo del mundo digital, vemos con ternura o con desdén la imperfección de la tecnología audiovisual analógica, el tosco acabado de los atuendos de los artistas de aquella época y casi nos da vergüenza ajena ver a cantantes que sudaban en televisión. Hoy pensamos que sudar ante la audiencia es antiestético. Hoy ningún artista suda ni se despeina. Y ninguna voz se sale de tono. Todo es perfecto.

Sin embargo, de aquel entorno imperfecto, de alguna manera, brotó el mundo actual. ¿Cabe pensar que en esta, aparentemente mejor, versión del mundo en que vivimos hoy se podrá engendrar uno aún más evolucionado? No parece probable. Porque, con independencia de la influencia que tuvieran todas las constelaciones de movimientos alternativos que, a partir de mediados del siglo pasado, hicieron del no militar en las filas de lo oficial y establecido la base de sus creencias, hay dos hechos ciertos.

ese es nuestro tiempo, esa es nuestra era: la de las recomendaciones y las resucitaciones

El primero es que los jóvenes de aquella época no recibían una cantidad tan abrumadora de contenido diario. Hoy día, el concepto de ubicuidad tecnológica no representa ya tanto la idea de poder tenerla a mano cuando se necesita, como la ininterrumpida presencia de un flujo de estimulación. Por otro lado, los jóvenes de aquellas generaciones tampoco eran enfrentados constantemente a productos y servicios colocados frente a su mirada por quienes sabían a ciencia cierta lo que les gustaba. Nuestra era es la de un mercado acosado por la necesidad de crecimiento, en el que el cortoplacismo de muchas organizaciones repite con fervor un peligroso mantra: solo sale al mercado lo que se sabe que funcionará. Y eso solamente permite dos vías: o una recomendación sobre algo similar a lo que gusta o la resucitación de algo que se sabe que ha gustado. Y ese es nuestro tiempo, esa es nuestra era: la de las recomendaciones y las resucitaciones.

los algoritmos parecen tratar con el mismo triste automatismo todos los elementos de nuestra vida: hay pocas cosas menos eróticas que un algoritmo

La cara oculta de estas ideas es tan rotunda como obvia: si lo que vemos delante de nosotros ocupa todo nuestro campo consciente y, además, está basado en nuestros deseos, cada vez nos sorprenderá menos y cada vez nos daremos menos cuenta de ello. Por definición, nos embruja lo nuevo y lo diferente, lo que se sale del guion, lo que lleva a nuestra mente a la curiosidad y la interrogación. La diferencia entre la pornografía y el erotismo es que la primera lo muestra todo, mientras que la segunda solo lo sugiere, dejando tras de sí un espacio infinito para la imaginación.

Lejos de esa idea, hoy día el insistente bucle de las recomendaciones y las resucitaciones deja poco lugar para lo diferente y lo disruptivo. Para lo sorprendente. Hoy nos recomiendan de todo: desde películas hasta amigos, pasando por aspiradoras y un montón de objetos que, reconozcámoslo, muchas veces adquirimos antes de saber si realmente los necesitamos. Hasta posibles parejas nos recomiendan. Y es que los algoritmos parecen tratar con el mismo triste automatismo todos los elementos de nuestra vida. Son eficientes, pero no seductores. Hay pocas cosas menos eróticas que un algoritmo.

hay quien se lamenta de que haya hoy día tanto talento desperdiciado en conseguir que una marca aparezca en los primeros resultados de un buscador

En el otro extremo, el de las resucitaciones, observamos con pasmo como el panorama ante nuestros ojos se satura de muertos vivientes, de personajes, objetos y modas que vuelven a resucitar como zombies. Seres en cuya mirada de ojos inyectados a veces parecemos percibir su necesidad de descanso eterno. Algo que no lograrán mientras no haya quien produzca ideas realmente nuevas.

Quizá por eso cada vez más cosas nos interesan menos. Y quizá por eso rápidamente buscamos con ansiedad un reemplazo para mitigar el síndrome de abstinencia que padecemos ante la falta de estímulos verdaderamente fascinantes. Y es que el embrujo más seductor que existe es que ejerce sobre nosotros una idea realmente original. Ya hay quien se lamenta de que, frente a aquello en lo que se ocupaban las mentes de generaciones anteriores, que soñaban con que el hombre podría volar, haya hoy día tanto talento desperdiciado en conseguir que una marca aparezca en los primeros resultados de un buscador, o en ganar reputación a base de mensajes de doscientos ochenta caracteres. Para muchos, la escasez de sueños verdaderamente extraordinarios para la humanidad es el resultado de una malversación del talento.

debemos pensar cómo vamos a hacer para ayudar a los jóvenes de hoy a inventar ese mañana con el que todos soñamos

Los creadores de nuestro mundo no vivían inundados por falsas novedades que, de tan obvias, aún dejan ver el repintado que se ha hecho sobre la capa anterior, que también es un frito de un refrito. Tampoco estaban sometidos a una dieta de ideas, productos o servicios basada exclusivamente en consumir exacta y solamente aquello que adoraban.

¿Es este mundo de hoy el de aquellos que engendraron el nuestro? Sin duda no. El desafío más importante para cualquier generación es cómo inventar el futuro. Por eso, debemos pensar cómo vamos a hacer para ayudar a los jóvenes de hoy a inventar ese mañana con el que todos soñamos. Ese mañana que no brotará de la fría asepsia de un algoritmo de recomendación, ni de arrancar de su sepultura a una moda ya muerta y enterrada. Un mañana que solo puede nacer de la genuina capacidad humana para provocar una ruptura y hacer nacer algo que realmente fascine y entusiasme: algo verdaderamente nuevo.

Somos animales. Y tenemos poco de racionales. Quizá cada vez menos. Pese a lo que digamos a otros o nos digamos a nosotros mismos. Nadie admitiría que es víctima de una adicción a su teléfono móvil y, sin embargo, cada vez tenemos más datos que nos muestran, con claridad rotunda y meridiana, que nosotros, la criatura teóricamente suprema de la creación, estamos siendo controlados por esta miniaturizada tecnología que, por otro lado, resulta tan conveniente y versátil.

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