De todos los pensamientos que tenemos, los más desaconsejables son los que obstaculizan nuestro camino por la vida, porque nos infunden un estado de ánimo que nos impide avanzar y cumplir nuestros objetivos. En cierto sentido, estos pensamientos se parecen mucho a las estrellas ninja (o shuriken). Esas que, se lancen como se lancen, siempre acaban haciendo daño. He aquí una recopilación de algunos de ellos.

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Hoy día ya no queda ningún periódico ni red social que no se haga eco de noticias sobre el incontenible avance de los robots y sobre el terrible futuro que, al parecer, nos espera.

Frente a aquel humanismo post-medieval que, con el hombre de Vitruvio como bandera, situaba al ser humano como centro y medida de todas las cosas, hoy encontramos por todos los rincones un inquietante y urgente «robotismo» que adora a las máquinas e insiste en recordarnos que tenemos los días contados. En este contexto quizá sea conveniente establecer algunas líneas de reflexión.

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«No me gusta escribir.»

Esta ha sido, con diferencia, la frase más comentada de mi cuarto libro. Está en la página 233, en una especie de epílogo que suelo escribir relatando cómo ha sido mi experiencia con cada uno de ellos. No deja de llamarme la atención que lo que más a menudo se comenta sea una frase que no tiene nada que ver con su contenido. Sobre todo, porque fue una obra complicada de ingeniar y de escribir.

Acabo de publicar mi quinto libro, y sigo pensando lo mismo: no me gusta escribir, porque cuesta un gran esfuerzo. Supongo que es algo que todos los que nos dedicamos a ello sabemos, aunque en mi caso he ido dándome cuenta progresivamente, a base de muchos errores y algún que otro acierto. Sin embargo, cuando empecé no sabía lo que realmente implica el proyecto de un libro. Y precisamente por eso escribo esto: para que quien lo lea tenga algo más de información de la que yo tenía cuando inicié esta aventura.

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En una ocasión, uno de los asistentes a un programa de formación se dirigió al profesor y le dijo: “El curso ha sido fabuloso. ¿Podrías grabarme la presentación en este pendrive? Ha sido tan bueno que voy a dárselo yo a mi equipo”. Por sorprendente que parezca, es un caso completamente real.

Sin entrar en otro tipo de valoraciones, como por ejemplo la osadía de aquel tipo, la pregunta que subyace a este caso es muy simple: ¿cuánto cuesta convertirse en un experto? ¿Puede cualquier persona tomar la presentación que ha usado otra e impartir el mismo programa sin que se note que no es el autor original? ¿Y si elabora ella misma la presentación, pero todo el contenido sale de un solo libro? ¿Y si es de dos? ¿A partir de cuántos documentos consultados se considera que la curación de contenido convierte a la presentación resultante en una obra original?

Vivimos en el compás de lo veloz y de lo efímero. El conocimiento viaja a tal velocidad que las novedades de hoy estarán mañana en boca de todos. Y lo que hoy es cierto posiblemente pasado mañana ya no lo sea tanto. Los feeds de redes sociales como Twitter y LinkedIn procesan información de una manera tan vertiginosa que a veces es difícil saber cuál es la fuente original de un dato o de una idea. Tanto que es sumamente sencillo elaborar una presentación, casi sobre cualquier tema, únicamente observando lo que aparece en estas redes y traspasándolo a una serie de diapositivas. El hecho de que las intervenciones de los ponentes en los eventos cada vez sean más breves lo hace más fácil, por el solo hecho de que es más sencillo elaborar un fragmento breve de contenido que uno extenso.

En ocasiones da la sensación de que es sumamente simple convertirse en un gurú instantáneo, uno de esos autonombrados expertos que últimamente se encuentran por doquier hablando de la transformación digital o del distópico futuro que, al parecer, nos espera cuando nuestro mundo se llene hasta los bordes de robots, o bien de ese tipo de coaching buenista y melifluo cuyos vacuos consejos se encuentran ya hasta en las revistas de kiosko que reposan, indolentes y ajadas, en las salas de espera de dentistas o veterinarios.

Décadas de esa inaudita veneración por fuentes de conocimiento acaso extenso pero discutible y superficial como Wikipedia y sus me-toos, bombardeos constantes de contenido en snack tan apetecible como poco nutritivo y, desde luego, ese inquietante fenómeno que muestra que la gente cree que sabe más de lo que sabe cuando busca información en Internet, han acabado por hacer que en muchos casos cueste distinguir el contenido auténtico del copiado, las fuentes estables de conocimiento de las volátiles y, en el peor de los casos, el contenido científico del que no lo es o del que, peor aún, pretende serlo.

Cargar una presentación en un pendrive lleva apenas unos segundos. Sin embargo, los virtuosos del clásico estudio de Anders Ericsson necesitaron diez mil horas de práctica deliberada para alcanzar el nivel de dominio que les separaba de los inexpertos. Confiemos en que, en este tiempo que transcurre en el compás de lo veloz y de lo efímero, siga siendo más importante ser que parecer.

 

Originalmente publicado en www.dirigentesdigital.com

Pocas veces el arte del naming ha producido un desajuste tan amplio entre expectativa y realidad como el apelativo millenials, con el que se ha bautizado a la generación de los nacidos aproximadamente entre 1980 y 1995, es decir, los que en este momento tienen, redondeando, entre 20 y 35 años.

Millenial viene de milenio, el umbral alrededor del cual esta generación comenzó a hacerse mayor de edad. Y ese término, milenio, suena a algo significativo, casi decisivo, a algo profundamente sugerente y casi místico. Nadie duda de que esta generación tenga sus propias características, algunas de ellas sin duda envidiables. Pero quizá si se les hubiera llamado ochentistas (en relación a la década en la que mayoritariamente nacieron), dosmileros (en alusión al año en el que muchos consiguieron la mayoría de edad, pero con otro término menos misterioso) o simplemente se hubiera conservado únicamente el término Generación Y (por continuación a la X, sus predecesores) tal vez la expectativa sobre su papel en el mundo hubiera sido más moderada.

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Son muchas las personas que dicen que después de las vacaciones necesitan otras para descansar de las primeras. Por otro lado, los profesionales que están constantemente viajando de un lado para otro, haciendo de los aeropuertos su segundo hogar, refieren constantemente lo fatigoso que resulta tanto movimiento. Es verdad que muchas veces durante las vacaciones estamos más activos de lo habitual, y lo es también que vagar arrastrando la maleta por los husos horarios es agotador. Sin embargo, existe otra hipótesis que podría explicar por qué viajar cansa tanto.

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