Hubo un tiempo en el que en el mundo de las organizaciones triunfaban individuos que siempre hablaban más y más alto que los demás, que aparentaban una seguridad inquebrantable y que, antes de cualquier interacción, desplegaban todos sus méritos, como los pavos reales despliegan las plumas de su cola. Enfundados en sus armaduras de impoluto traje y corbata, en algunos casos rematadas por cascos fabricados con gomina, crearon una estirpe basada más en el parecer que en el ser, y mucho más en el progreso de su ego que en el desarrollo de quienes tenían a su lado.

Luego llegó la globalización y, más adelante, una disrupción económica de proporciones devastadoras cambió por completo el paisaje en el que las organizaciones habitan. A la vez, aparecieron una serie de individuos que vestían con vaqueros, alguno de ellos combinándolos con jerséis negros de Takahashi. Personas que no hablaban tanto de sus éxitos, sino que hacían que los demás lograran los suyos. Frente a aquellos senior encorbatados de los ochenta, aparecieron chavales caminando sobre sneakers que no se preocupaban tanto de su imagen, o al menos no desde los parámetros tradicionales, como de animar el imparable vigor de las empresas que imaginaron y crearon.

A lo largo de esa época de cambio la empresa empezó a hablar de personas en lugar de hablar de recursos, y apareció el interés por el desarrollo humano en las organizaciones junto con la cultura del acompañamiento, en sus múltiples enfoques y concreciones. Muchas corbatas volaron y muchos pavos reales volaron también con ellas, dando paso a un nuevo tipo de líder, cuya fuerza no radica tanto en su conocimiento como en su visión. Uno que prefiere escuchar antes de hablar, y cuyos méritos no aparecen nunca en la primera página de sus intervenciones, porque el estado natural de la materia con la que está hecho es la humildad. En la era del talento, en la que las nuevas generaciones de profesionales no están dispuestas a trabajar ni en cualquier organización ni bajo cualquier condición, ya no se concibe un liderazgo basado en la apariencia y el discurso prepotente.

Dice Sonja Lyubomirsky que la humildad tiene que ver con estar seguros de nuestra identidad, con vernos sin distorsiones, con estar abiertos a nueva información, con estar centrados en los otros y con tener creencias igualitarias. Quizá aquellos pavos reales rígidamente encorbatados del siglo pasado en el fondo no tenían tanta seguridad como aparentaban, o tal vez simplemente adolecían de una crónica falta de orientación al otro. Lo que sí parece claro es que ese tipo de liderazgo, el del pavo real, ha pasado a la historia. Y que hoy necesitamos, y cada vez más, un tipo de líder que, como hubiera dicho Lewis, no es que piense menos de sí mismo, sino que piensa en sí mismo menos.

 

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Es curioso que, cuando se quiere insinuar que alguien no está bien de la cabeza, se diga que le falta un tornillo. Si esto fuera así, ir por la vida con los tornillos flojos equivaldría a bordear la frontera de la cordura. Sin embargo, lo cierto es que las máquinas y las personas son muy diferentes, en algunos casos ciertamente opuestas. Y mientras que las máquinas, es verdad, necesitan tener todos sus engranajes bien apretados, es muy probable que con las personas sea más bien necesario lo contrario. Sobre todo, si se pretende que tengan ideas nuevas.

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Una de las grandes dificultades que tenemos como especie es que nos creemos lo que pensamos. Nos comportamos como si las ideas que tenemos acerca del mundo y de la vida fueran ciertas, sin reparar en que no son más que mapas personales. Cartografías que son resultado de biografías concretas y, por tanto, de modos de aproximarnos a la realidad peculiares y, por ende, sesgados. La subjetividad, responsable de grandes creaciones y de grandes conflictos, explica también por qué en ocasiones la formación no funciona.

Nos hemos pasado la vida asentando nuestras concepciones sobre la formación en dos supuestos erróneos. El primero es que el conocimiento declarativo, es decir, el que contiene datos y hechos, es la clave de todo. El segundo es que es posible trasladar esquemas e ideas de una mente a otra. Así pues, la mayoría de los programas de formación hasta casi el final del siglo XX se basaron en que lo importante es comprender y recordar datos y hechos, y en que estos podían ser transvasados sin más de unas mentes a otras.

Por eso aún hoy el afán de muchos formadores es hacer que los asistentes a un programa “comprendan” el contenido, como prueba palpable de que esa transferencia está teniendo lugar (la segunda parte, recordarlo, ya no es tan necesaria, porque para almacenar datos ya tenemos los soportes digitales). En muchos de los casos, además, en ese empeño el formador confunde su propio recorrido en la comprensión de un concepto con el que deben seguir sus alumnos. De ahí la exagerada proliferación de “introducciones”, “conceptos básicos”, “aclaraciones preliminares” y toda suerte de innecesarios prolegómenos que desgraciadamente acompañan a muchos programas de formación.

Con todo, el mayor error no está en intentar esa comprensión como objetivo prioritario, sino en la asunción de base, que es creer que es realmente posible desgajar un fragmento del mapa del mundo de una persona e implantarlo en otra, como si de un esqueje se tratara, sin percatarse de que ese mapa es solo una interpretación personal y subjetiva de la realidad.

La formación no consiste en hacer que alguien comprenda algo, ni mucho menos en implantarle el esquema nacido de otro recorrido vital. La formación implica, por encima de todo, adquirir competencias. Y para ello el alumno ha de tener una relación experimentada y ejercitada con aquello que desea aprender. Solo así se puede superar el raquítico enfoque de la comprensión para abrir la puerta a la adquisición de competencias, que es la clave del desarrollo profesional.

Es más, una vez adquiridas esas habilidades hay que seguir ejercitándolas, pues de otro modo se irán debilitando hasta perderse. El ejemplo más claro de este fenómeno es el aprendizaje de otra lengua: si no se practica, lo aprendido se desvanecerá.

Aprender no es comprender un concepto, ni mucho menos trasladarlo de una mente a otra: es tener la oportunidad de adquirir una habilidad y poder incorporarla al día a día, para luego seguir ejercitándola hasta la excelencia.

 

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Estamos comenzando a ver con alguna frecuencia personas perdidas en el embrujo de sus portátiles mientras que alguien trata infructuosamente de involucrarles en una actividad en la que deberían implicarse por sí mismos, simple y llanamente porque es la que figura en sus agendas.

Pasa mucho en los programas de formación. Cada vez con más frecuencia los formadores de empresa tienen que reclamar la atención de los participantes, pues no es raro que los asistentes a un curso acudan con sus ordenadores y que los estén utilizando cuando el programa comienza, tal vez aparentando tomar notas cuando en realidad están consultando su correo. También pasa en las reuniones, donde a veces es evidente que las intervenciones de algunas personas descontemplan lo que se ya se ha dicho, por el simple hecho de que cuando se dijo estaban enfrascados en sus tareas de pantalla en lugar de estar concentrados en el asunto sobre el cual se está dialogando.

¿Por qué ocurre este fenómeno? ¿Por qué profesionales altamente cualificados se dejan llevar por el embrujo de sus ordenadores portátiles en lugar de prestar atención a una jornada de formación o una reunión? ¿Por qué no hacer lo que está en la agenda parece ser un signo de nuestro tiempo?

Por un lado, no deja de ser sorprendente esta conducta, pues años de investigación han demostrado ya que la multitarea humana no existe. Los experimentos que se han hecho con los denominados heavy multitaskers, es decir, personas que utilizan varios medios consecutivamente, cambiando constantemente de uno a otro, muestran que son más susceptibles de ser distraídos por estímulos irrelevantes y que, paradójicamente, su habilidad para cambiar de una tarea a otra es inferior, debido a su menor capacidad de filtrar las interferencias.

Sin embargo, y por sorprendente que puedan parecer esta conducta a primera vista, en realidad no hace falta recurrir a teorías complejas para explicarla. En primer lugar, la conducta del ser humano se rige por el principio del refuerzo. Es decir: si en presencia de un estímulo un sujeto emite una conducta que es premiada (reforzada), tenderá a repetir esa conducta en el futuro. En segundo lugar, las personas se motivan cuando controlan el entorno o perciben que lo controlan. Por eso la tecnología es intrínsecamente reforzante: porque nos proporciona un entorno que dominamos. Se entiende entonces fácilmente que, a escoger entre un entorno interactivo, y por tanto motivante, y una actividad (en principio) pasiva, como puede ser escuchar a un formador o a lo que se dice en una reunión, pueda haber personas que escojan lo primero.

La solución, como en muchos otros hechos de la vida, está a medio camino: por una parte, los organizadores de las reuniones y los formadores deberían intentar dejar de reproducir clichés del pasado y reflexionar seriamente sobre la dura competencia que tienen en la tecnología. Por otro, todos deberíamos tal vez disciplinarnos un poco y levantar la mirada de nuestras pantallas. A ver si así, entre todos, retornamos las cosas a la normalidad y ocurre lo que viene ocurriendo desde hace siglos: que todos en una reunión o en una jornada de formación hacen lo que han venido a hacer.

 

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A comienzos de los 80 se lanzó al mercado el ZX Spectrum, un pequeño ordenador que había que conectar a aquellos televisores que parecían microondas gigantes, y cuyos programas se cargaban a través de cintas de audio de las que se podían rebobinar con un boli Bic (naranja o cristal). Tenía el teclado de caucho, su memoria hoy día arrancaría una sonrisa a cualquiera (había dos versiones, con RAM de 16 kB o de 48 kB) y medía 23×14,4×3 centímetros. Sin pantalla, claro. Hubo una generación entera que acogió aquel nuevo invento con una expectación sin precedentes.

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