Uno de los más exitosos memes de la era digital, que actualmente cuenta con varios perfiles en redes sociales y su propia banda sonora con vídeo incluido, es la expresión “ola k ase”, que en su origen iba acompañada de la fotografía de una llama. Una curiosa manera de expresar la pregunta que, en el fondo, habita en nuestra mente cada vez que nos asomamos a las vidas de otras personas en Internet. Lo que constantemente queremos saber de cada uno es lo que hace. No tanto lo que siente o lo que piensa sino, sobre todo, lo que está haciendo. Y, como causa y consecuencia de ello, nos hemos lanzado todos a una paroxística hiperactividad demostrativa que denota que lo más importante de nuestra vida es justamente eso: lo que hacemos. Viajar, comer, hacer deporte, y así sucesivamente. De esta manera, hacer ha pasado a ser un sinónimo de vivir.

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El debate más importante sobre la era de la digitalización ubicua no es sobre la interacción hombre-máquina, ni sobre la creación o destrucción de puestos de trabajo como consecuencia del auge de los robots. Ni siquiera es sobre la brecha digital. El debate más importante de nuestra era es sobre la libertad.

Vayamos donde vayamos, ya se trate de opciones de ocio y entretenimiento, de cultura y por supuesto de compra, nos topamos con las ubicuas recomendaciones, acechando como buitres, luchando por ganar el lienzo de nuestra conciencia para provocar una conducta que no habíamos planeado y tal vez ni siquiera imaginado.

Hoy día es casi imposible ver una película que un algoritmo no haya recomendado, comprar un electrodoméstico o unas vacaciones sin dejarse influir por valoraciones previas, o pasar más de un día sin atender a los contactos sugeridos en las redes sociales. Todo es recomendación.

En el debate más importante de nuestra era la cuestión central no es si somos libres, porque es obvio que no. La cuestión más relevante es si seguimos queriendo ser libres. En otro tiempo se invirtieron ingentes recursos y esfuerzos para conquistar espacios de libertad. No solo de determinados colectivos y grupos sociales, sino de la humanidad entera. Vivir sin ataduras se consideraba un valor. Quizá el más importante de todos.

Tal vez nunca hemos podido ser tan libres como ahora y, paradójicamente, más hemos mirado hacia otro lado para disimular el hecho evidente de que no lo somos y de que posiblemente hayamos dejado de querer serlo.

La publicidad siempre ha existido. Pero jamás los mecanismos para influir en la conducta y en el pensamiento del ser humano habían alcanzado cotas tan excesivas. Porque no se trata de la insistencia de uno solo de esos influjos, sino de la suma acumulativa de todos ellos: constantes recomendaciones de productos, servicios, amistades, de opciones ideológicas y políticas. Una atmósfera sofocante y absoluta de la que no hay donde esconderse.

Hoy, que el pensamiento crítico ha sido declarado la segunda habilidad más importante en la cuarta revolución industrial por el World Economic Forum, convendría volver a pensar sobre la libertad. Sin apenas darnos cuenta, cada vez que hemos proclamado el credo de la sociedad del bienestar, de la vida fácil, del obtener lo que sea sin apenas invertir tiempo o esfuerzo, hemos ido avanzando por una senda inquietantemente peligrosa. La que deja en manos de otros nuestra conducta y, lo que es más inquietante, nuestro pensamiento. Una senda en la que aceptamos sin apenas valorar o cuestionar.

La visión más distópica hoy día no es ya la de un mundo de robots que aniquilan o someten a los seres humanos. Es la de una humanidad con el pensamiento secuestrado, la de un mundo sin libre albedrío. La de una sociedad que sigue pulsando el botón de lo recomendado arrojando por la borda décadas, siglos de conquista del bien más preciado que teníamos y que no sabemos si hemos dejado de apreciar: la libertad.

 

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En 1977 se estrenó Pumping Iron, un documental en el que culturistas como Arnold Schwarzenegger o Lou Ferrigno (que luego se haría famoso por su papel en la primera serie sobre Hulk) se entrenaban para ser Mister Universo o Mister Olympia.

En rudimentarios gimnasios, cuyo pobre equipamiento haría sonreír a cualquier entrenador de hoy día, los aspirantes se entregaban a severas sesiones de ejercicio. Gimnasios muy parecidos al de Rocky Balboa, otro icono de la actividad físico-deportiva de la época, aunque en la ficción. En sus declaraciones, Schwarzenegger hablaba de perder el miedo al desmayo y explicaba que a la mayoría de la gente le faltan agallas para superar la barrera del dolor. Para él, esas agallas (y por tanto no el entrenamiento, la genética o la alimentación), son lo que separa a los perdedores de los ganadores. Si alguien no es capaz de superar la barrera del dolor, declaraba, es mejor que se olvide de convertirse en un campeón. Lo más importante de esto es que él no estaba hablando de dificultades, de pesadumbre o de inconvenientes variados. Estaba hablando de dolor físico y real: estaba hablando de infligirse dolor deliberadamente todos los días para alcanzar su objetivo.

Por mucho que parezca que estas declaraciones encierran un mensaje similar, lo cierto es que están a mucha distancia de esos constantes mensajes melifluos que hablan de atreverse a conquistar la vida soñada, o que a diario invitan a salir de la zona de confort. Fundamentalmente porque mientras estos últimos se refieren a algo que ocurre en el interior de la mente, y que básicamente tiene que ver con tomar una decisión, en el otro caso se habla de castigarse hasta el desmayo para conseguir un objetivo. Una gran diferencia.

Puede que el culturismo no sea una actividad que tenga muchos adeptos, y puede que para muchas personas los cuerpos de los que practican esta disciplina no resulten atractivos o estéticos. Sin embargo, sacando de la ecuación esos elementos, lo cierto es que su entrega y fuerza de voluntad están al alcance de muy pocas personas. La mayoría de las cuales, por cierto, pueden cometer el error de lamentarse de no haber llegado a cumplir sus objetivos vitales mientras siguen devorando libros de autoayuda. Libros que continúan hablando, esta vez sí, hasta la extenuación, de atreverse y de salir de la zona de confort.

Sufrir es sufrir. Y, desafortunadamente, en la mayoría de los casos, es un ingrediente fundamental del éxito. Un éxito que no viene de salir de la zona de confort sino de vivir en ella, ni de atreverse, sino de seguir atreviéndose cada día. Todos los días. Un éxito que tampoco viene, por supuesto, de priorizar la búsqueda de un propósito vital sobre cualquier otra acción.

Uno de los dramas de esta sociedad digital, particularmente en la gente joven, es que a menudo confunde apariencia con realidad. Y, de la misma manera, se confunde compartir en las redes sociales sentencias sobre el éxito con vivir de acuerdo con ellas. Lo que aquellos culturistas de los setenta, en sus pobres y destartalados gimnasios, ilustraron de forma admirable e inequívoca es eso que hoy llamamos grit: una poderosa combinación de pasión y perseverancia. Pero, sobre todo, lo que nos enseñaron de manera ejemplar es que no hay victoria sin sufrimiento.

 

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Desde tiempos inmemoriales estamos acostumbrados a una manera de contar historias en la cual, en cualquier relato, la tensión narrativa va aumentando conforme el espectador o lector avanza por la trama. Al comienzo se presentan los elementos esenciales, se plantea el nudo argumental y, a continuación, la emoción va aumentando hasta un punto, en el cual finalmente se resuelve todo y llega el final. En este proceso es importante destacar dos claves: en primer lugar, que la vinculación y el disfrute de la audiencia se hace mayor conforme avanza el relato y, además, que en general los finales gustan. En estos tiempos en los que el storytelling está tan de moda, quizá sea interesante reflexionar sobre cómo se aplican estas claves en el mundo de los negocios. En particular, en dos casos concretos que pueden fácilmente derivar en la pérdida de clientes.

El primero tiene que ver con la lógica narrativa que algunas marcas, seguramente no de manera intencionada, aplican en sus transacciones. En determinados sectores, donde la búsqueda del resultado es ansiosa y precipitada, no es infrecuente que el relato que vincula cliente y marca esté montado al revés. Es decir, se invierten muchos recursos en la comercialización, haciendo un enorme esfuerzo por captar nuevos clientes o por vender nuevos productos a los que ya existen, pero a continuación la marca fracasa en seguir aumentando la vinculación y el disfrute. Por ejemplo, cuando un producto tecnológico tiene menos funcionalidades de las anunciadas, o bien las características más interesantes son de pago. O cuando se ha prometido al cliente un asesor personal que luego resulta estar siempre ausente. O cuando el mantenimiento es más caro o complejo que el que se esperaba. Podría decirse que en todos esos casos lo que se ha gestionado mal es la expectativa, o que se está fallando en la promesa de marca. Sin embargo, y sin cuestionar ambos planteamientos, lo verdaderamente central desde la perspectiva del storytelling es que se está estableciendo una relación con el cliente que contradice la lógica narrativa a la que está acostumbrado.

Cualquier venta de un producto, cualquier prestación de un servicio y cualquier entrega de una experiencia se basan en la construcción de una relación. Y todas las relaciones son relatos. Son historias concretas que les ocurren a personas individuales. Y esas personas están acostumbradas a una narrativa que es, invariablemente, la misma. Contradecirla equivale a generar frustración, denota falta de profesionalidad y, sobre todo, deja en el cliente una sensación de falta de autenticidad, precisamente el atributo más buscado y valorado en la economía de las experiencias.

El segundo aspecto no es menos importante. Los creadores de historias saben muy bien que el final es algo sumamente relevante. Y por eso, en general, las novelas, las películas y todo tipo de relatos acaban bien, entendiendo que eso significa que la narrativa queda cerrada, que se ha entendido y que concluye de una manera coherente. Sin embargo, demasiado a menudo en la arena empresarial vemos marcas que descuidan este aspecto. Por ejemplo, cuando se actúa de manera excesivamente insistente y forzada en la retención de un cliente (desafortunado término, por otro lado). O cuando no se escuchan en profundidad los motivos por los cuales el cliente quiere irse. O simplemente cuando se permite que un cliente abandone la marca decepcionado o enfadado. Todos estos finales fallidos contribuyen a sembrar insatisfacciones y, sobre todo, generan en los clientes la sensación de que no se les escucha y menos aún se les comprende, y de que el criterio económico y cortoplacista está siempre por encima de cualquier otro.

Storytelling no solo significa un conjunto de técnicas que ayudan a crear y contar una historia. Significa también actuar con una lógica narrativa a la que el ser humano está acostumbrado desde tiempos remotos. Actuar contra esa lógica engendra perplejidad, frustración y, sobre todo, infunde en el cliente la perturbadora sensación de que no está siendo tratado como una persona. Un riesgo cada vez mayor en la era de la automatización ubicua.

 

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Dicen que un día le preguntaron por su secreto al extraordinario músico flamenco Paco de Lucía y él respondió: «Llevo desde niño practicando todos los días una media de catorce horas y a eso, en mi tierra, le llaman duende». En estos momentos en los cuales abundan tantos apóstoles del imperativo que parecen haber descubierto la piedra filosofal del éxito, es conveniente reflexionar sobre lo que, realmente, hace que una persona destaque sobre las demás.

Tendemos a pensar que la experiencia en sí misma es garantía de valor y, sin embargo, hay hechos que contradicen ese principio. Tomemos, por ejemplo, una profesión en la que cualquiera confiaría más en un profesional experimentado: la medicina. Pues bien, uno de los estudios más sorprendentes que se han realizado sobre la práctica clínica sugiere que existe una relación inversa entre el número de años de experiencia de un médico y la calidad de la atención que brinda. En otras palabras, aquellos que llevan ejerciendo mucho tiempo son peores en determinados indicadores que los que han salido de la facultad hace tan solo unos pocos años. Por tanto, parece ser que lo que hace a un buen médico no son exactamente los años de ejercicio. Frente a la creencia popular en que la práctica hace al maestro, investigaciones como esta muestran que hacer algo durante largo tiempo, incluso durante décadas, no contribuye significativamente a que una destreza mejore. En definitiva, la experiencia que meramente significa acumulación de años no tiene apenas ningún valor.

Muchas personas conocen el célebre dato de que hacen falta en torno a diez mil horas para convertirse en un experto en algo. Una cifra que nació de una investigación llevada a cabo con músicos virtuosos y aficionados por Anders Ericsson en Berlín, y que fue ampliamente popularizada por Malcom Gladwell en Outliers, uno de los libros esenciales sobre el éxito. La cuestión es que ese dato, sin contexto ni matiz, dista mucho de ser cierto. Porque diez mil horas de experiencia en algo, en sí mismas, no contribuyen a ninguna mejora ostensible.

Cualquier persona que se ate el nudo de los zapatos a diario notará que no lo hace significativamente mejor que cuando era niño. Comprobará que no lo hace más rápido, que tampoco logra un resultado más estético y que el resultado no es especialmente más difícil de desatar. Los nudos en los zapatos que hace una persona a lo largo de su vida son abrumadoramente similares. De igual forma, si los conductores que utilizan su vehículo a diario reflexionaran con detenimiento sobre ello, enseguida se darían cuenta de que, en esencia, no mejoran sustantivamente con el paso del tiempo. No conducen de manera más segura, ni usando menos combustible, y a veces ni siquiera, con el paso de los años, aprenden mucho más sobre las calles de su ciudad. Y lo mismo ocurre con numerosas personas que acuden durante mucho tiempo al gimnasio. Llegado un cierto punto de forma física observan, a veces con impotencia, cómo no mejoran ni en su capacidad aeróbica, ni en su flexibilidad ni en su fuerza.

El motivo para que no exista avance en ninguno de estos tres casos, y en muchos otros, es el mismo que en el caso de los médicos y que en muchas otras profesiones: nadie mejora en una competencia por el hecho de repetir los mismos movimientos muchas veces, sean estos motrices o mentales. La experiencia, en sí misma, no sirve para nada, porque el secreto no está en hacer algo más veces, sino en hacerlo de manera diferente.

«Elegimos ir a la Luna. No porque sea fácil, sino porque es difícil», dijo John F. Kennedy al comienzo de aquella trepidante década que no acabaría sin que el mundo entero contemplara la hazaña de los tripulantes del Apolo 11. Está ampliamente documentada la cantidad de conocimiento que generó la carrera espacial, como un ejemplo evidente de que la experiencia solo cuenta si cada vez se intenta dar un paso más, hacer algo más complicado, explorar una cumbre más alta. Por eso en ningún sitio deberían importar los años de experiencia de nadie, tanto si son pocos como si son muchos. Porque lo verdaderamente significativo es las veces que una persona, sobre todo por propia voluntad, ha decidido deliberadamente salir de lo ya conocido y repetido e ir más allá de sus propios límites.

Los médicos extraordinarios son aquellos que nunca se han cansado de buscar, los que han entregado horas a leer e investigar, los que siempre han seguido preguntándose cómo y por qué y los que, en fin, han ejercido sus profesiones a toda hora, convencidos de que siempre se podía hacer algo más por sus pacientes. Es el querer mejorar y el esfuerzo por hacerlo lo que nos convierte en excelentes, no el simple acumular años de esa sustancia, en realidad insustancial e insípida, que llamamos experiencia.

 

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La exposición El juego del arte. Pedagogías, arte y diseño, organizada por la Fundación Juan March, sugiere una interesante pregunta: ¿puede ser la escuela un entorno generador de vanguardias? A finales del siglo XIX surgió un movimiento educativo llamado Escuela Nueva que, por primera vez, reconocía a la infancia su propia identidad, defendiendo el respeto al niño y a sus intereses y promoviendo una pedagogía renovada basada en la actividad. Autores vinculados a este movimiento fueron John Dewey, Célestin Freinet, Johann Heinrich Pestalozzi, María Montessori y muchos otros. La exposición repara en la posibilidad de que creadores vanguardistas pudieran haber recibido la influencia de la Escuela Nueva durante su periodo escolar, llevándola luego a sus respectivas obras. Desde este punto de vista no parece trivial que, tal y como se recoge, en 1900 Alvar Aalto tuviera dos años, Juan Gris trece, Van der Rohe catorce, Picasso diecinueve, Mondrian veintiocho o Kandinski treinta y cuatro.

Resulta un lugar común observar una obra de arte moderno y decir que podría haberla llevado a cabo un niño.

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