“Se tiraron los soberanos y se guardaron las fotografías.” Cuando el legendario explorador polar Ernest Shackleton aceptó, de mala gana, la limitación a dos libras de peso en pertenencias personales por cada miembro de su tripulación, escribió estas palabras en su diario. Era el 30 de Octubre de 1915 y hacía tres días que su barco, el Endurance, había quedado destrozado por los témpanos de la Antártida. Se imponía una desesperada expedición hacia el norte, hacia mar abierto, en la que utilizarían como trineos los botes salvavidas del Endurance. En ellos llevarían únicamente lo imprescindible: solo dos libras por hombre.

Es notable el paralelismo que, aunque de manera metafórica, tiene esta situación con la vivencia del confinamiento durante la pandemia del COVID19. Verdaderamente estamos viviendo momentos de retorno a lo esencial, a lo auténtico, a lo que de verdad importa. Nos hemos quedado sin las salas de cine, sin los restaurantes y sin los viajes. Sin poder ir a la peluquería, sin el moreno de playa y sin las tiendas de moda. Nos hemos quedado sin casi todos los ropajes que vestían nuestra vida apenas anteayer. Y, cuando los soberanos han desaparecido, solamente nos han quedado las fotografías. Nos hemos quedado con nosotros, con nuestras familias y seres queridos, si es que están sanos y salvos y, junto a ellos, nos ha quedado la esperanza de un futuro mejor.

Mucho se escribe en estos días sobre cómo será el futuro inmediato, esa nueva normalidad que todo el mundo nombra pero que en realidad nadie conoce. Es llamativo cómo a veces las palabras nos tranquilizan, aunque sean sinónimos de incertidumbre. Exactamente igual que cuando pensamos que nuestra dolencia ha sido claramente identificada si los médicos la califican de idiopática, que precisamente quiere decir de origen desconocido.

No sabemos cómo será esa nueva normalidad, esta es la única verdad. Pero ojalá este tiempo de fotografías vivientes, de aplausos esperanzados y de creatividad solidaria nos haga mejores. Ayudándonos  a erradicar lo lesivo y a atemperar lo que de impostado, de frívolo o de excesivo había en nuestra vida. También en nuestra vida dentro de las organizaciones.

Ojalá en la empresa caiga por fin el aparentar antes que el hacer, la política de oficina y el liderazgo basado en el nepotismo. Ojalá se ponga en cuarentena a los profesionales tóxicos, se deje de escuchar a quien propaga rumores y cotilleos y se ponga freno a la procrastinación. Ojalá regresen de su despido interior quienes hace tiempo dejaron de estar entre nosotros y ojalá se desintegre, por fin, la lacra del acoso, de cualquier tipo de acoso.

Ojalá, también, nos quedemos con lo esencial de la arena empresarial, que no es otra cosa que el intercambio de valor auténtico entre seres humanos. Ojalá aprendamos a amortiguar el ruido impertinente de los falsos apóstoles de la vida digital, y de esos gurús apócrifos que se pasan la vida anticipando lo que en realidad ignoran.

Ojalá, como consumidores de experiencias o de ideas, encontremos nuestro propio rumbo entre cámaras de eco, burbujas de filtros y mentes colmena. Ojalá, en medio de toda esa marea alienante, sepamos encontrar nuestro propio juicio y nuestro propio ser, militando más en el consumir sabio que en el amontonar compulsivo.

Y ojalá en esa nueva normalidad, tan nombrada como en realidad inédita, nos desprendamos definitivamente de los soberanos y guardemos las fotografías. Ojalá nos quedemos solamente con lo que de verdad importa.

 

Originalmente publicado en www.dirigentesdigital.com

Conforme la disponibilidad de los datos y nuestra capacidad de análisis han ido aumentando, hemos ido experimentado un acelerado auge de los futurólogos, profesionales o aficionados. Y ya estábamos acostumbrados a que nos detallaran, a ciencia cierta, los efectos del cambio climático, a que nos aseguraran el impacto que, sin duda alguna, tendrá la robótica en nuestras vidas, o a que nos certificaran, con exactitud máxima, lo que será tendencia mañana y en el mañana de mañana. Sin embargo, con la crisis desatada por el Covid-19 la futurología está adquiriendo matices esperpénticos.

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Llevamos décadas leyendo libros de autoayuda, atendiendo a sesiones de coaching y reflexionando sobre la resiliencia y la superación. Hemos construido auténticas capillas sixtinas de conocimiento, a veces solvente y a veces no tanto, acerca de los factores que, presumiblemente, tienen que ver con nuestro crecimiento personal, muy especialmente en lo que tiene que ver con el afrontamiento de las adversidades. Y más o menos todos nos hemos proclamado dueños de esos conceptos pensando que, además, dominábamos las habilidades y actitudes que los completan.

Y así fue que llenamos las redes sociales con frases geniales de Charles Dubois y de Benedetti. De Bertolt Brecht, de Henley o de Roosevelt. De Boecio y hasta de Jim Morrison. Sacrificar lo que somos, no rendirse, luchar toda una vida, ser dueños de nuestro destino y capitanes de nuestra alma, luchar en la arena, no esperar nada ni temer nada y, por supuesto, exponernos a nuestros miedos más profundos. Todo un catálogo de pensamientos de consenso pleno con los que, pensábamos, estábamos vacunados contra el advenimiento de cualquier adversidad.

Y de repente, sin previo aviso, como una de esas tozudas excepciones que hacen sonrojar a futurólogos y autoproclamados gurús del algoritmo predictivo, apareció en el horizonte una pandemia de proporciones bíblicas. Una inquietante crisis que, de nuevo, convocó al miedo e hizo temblar los profundos cimientos que, en teoría, sostenían nuestra capilla sixtina de aforismos sobre la adversidad.

La gran diferencia entre la teoría y la práctica es que la primera no existe realmente sin la segunda, porque deriva de ella. Los conceptos que no cobran vida en la existencia real son solo eso: conceptos, ideas, sueños. Humo. Por eso, ahora que un virus pandémico nos ha expulsado de la zona de confort como Adán y Eva fueron expulsados, es decir, del paraíso, es cuando hay que sacar pecho y enseñar los dientes.

Según la ciencia, las personas experimentamos una media de aproximadamente ocho acontecimientos realmente adversos a lo largo de nuestra vida (situaciones como enfermedades graves, pérdida de seres queridos, problemas financieros serios o desastres naturales). Y en todas ellas tenemos la oportunidad de aprender que, mientras luchamos con los problemas, nuestra manera de proceder puede construir o bien puentes o bien muros hacia un futuro mejor.

Ya nos dijo Viktor Frankl que “la última de las libertades humanas” para cada uno es “la elección de la actitud personal que debe adoptar frente al destino.” El ser humano es una criatura que reacciona frente a la construcción de sentido. Cuando no comprendemos nuestra vida o lo que nos pasa, entonces surge el sufrimiento y la desesperanza. Sin embargo, si vemos significado en nuestras vidas, en lo que hacemos, en lo que está por venir, nuestra existencia es razonablemente serena y feliz.

Por eso, es hoy cuando hay que intentar engranar todo lo que hemos aprendido con lo que nos toca vivir. Es ahora cuando hay que ver los acontecimientos a la luz de todas esas enseñanzas que hemos acumulado. Es en este preciso instante cuando hay que consolidar la teoría con la práctica en una única vivencia. Solo así saldremos de esta crisis fortalecidos. Más sanos. Más sabios.

 

Originalmente publicado en www.dirigentesdigital.com

Las personas evidenciamos cómo somos en cada cosa que hacemos. Ya se trate de la manera de saludar, de la forma en que dialogamos o de la ropa que escogemos. Y el trabajo a distancia no es una excepción. No hay dos maneras de teletrabajar iguales, porque no hay dos personas iguales. Unos seguirán un horario estricto y una rutina estudiada, mientras que otros irán despachando tareas de una manera más caótica. Habrá quien se arregle para trabajar en casa exactamente igual que cuando acudía a la oficina, y también quien escogerá el chándal y las pantuflas como uniforme de teletrabajo. Y lógicamente habrá quien se afanará más, incrementando su productividad, y también quien aprovechará la falta de control para ponerse un poco de perfil y evitar así hacer las tareas más tediosas.

Sea como sea, posiblemente la mejor manera de intuir la personalidad de alguien a través del teletrabajo es por la forma en que aparece ante la cámara durante una videoconferencia. No solo porque esta actividad incorpora nuestra presencia, sino porque es, posiblemente, la herramienta más interactiva y dinámica de las que usamos cuando trabajamos en casa. He aquí algunas de las situaciones que revelan distintos tipos de personalidad en el teletrabajo:

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Cada vez que tenemos que quedarnos encerrados en casa, en general por una enfermedad, comenzamos a hacernos preguntas: ¿en qué voy a ocupar mi tiempo? ¿acabaré aburriéndome? ¿voy a poder con esto? Todas ellas y muchas otras tienen que ver con la activación en nuestro cerebro de uno de los guiones universales más interesantes. Uno de esos argumentos esenciales que nos representan desde el origen de las civilizaciones y de los que podemos aprender mucho.

Desde tiempo inmemorial hemos participado de narrativas de cautiverio, de historias de náufragos y de leyendas sobre protagonistas atrapados en laberintos reales o mentales. Lo que todos estos relatos tienen en común es la misma sustancia que nos impregna cuando nosotros mismos estamos recluidos: una mezcla de falta de movilidad, incomunicación, restricciones alimentarias, inactividad y ausencia de rutinas. Y todo ello inflamado por los muchos cuestionamientos que nos hacemos sobre nuestra capacidad para superar el trance.

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¿Puede cualquier persona ser más inteligente? ¿El líder se nace o se hace? ¿Todos podemos ser más creativos? Sea cual sea el terreno por el que transitemos surgen cuestiones de este tipo que, a pesar de parecer distintas, en realidad son la misma. Y, de manera nada sorprendente, todas ellas tienen la misma respuesta.

El ser humano parece una criatura orientada al éxito. Es posible que llevemos grabada en nuestra médula espinal la idea de ganar. Ya sea frente a otros oponentes en un proceso de selección o encontrando un chollo en las rebajas. Es probable que sea una tendencia atávica de nuestro pasado más animal, en el que ganar significaba vivir. Por tanto, el mismo ímpetu que, en la sabana o en la selva, nos ayudaba a vencer a otras criaturas, hoy nos empuja a buscar un mejor aspecto, una casa más grande o un salario más abultado.

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