La vida media de una empresa es de aproximadamente 15 años. Pero eso, en sí mismo, no es más que un dato. Porque todos conocemos entidades muy longevas que, casi de la noche a la mañana, mueren y desaparecen. También vemos a diario organizaciones que están entrando en una espiral de problemas crecientes que atentan contra su viabilidad.

¿Qué es lo que provoca el fin de una empresa? Estadísticas aparte, hay una función que cada vez es más necesaria en el liderazgo de cualquier equipo: discernir qué es lo esencial y atender a ello de manera prioritaria. El asunto es que no es fácil saber qué es lo esencial. En primer lugar, porque el ruido de fondo es cada vez más fuerte. Y las distintas tendencias luchan con uñas y dientes por hacerse con la hegemonía del pensamiento empresarial. Pero también porque existe un fenómeno muy peligroso dentro de las organizaciones, sobre todo porque es prácticamente indetectable. Se llama superioridad racional. Y ocurre cuando un equipo, del tamaño que sea, siente que sus capacidades bastan y sobran para resolver cualquier problema. Un fenómeno que puede verse acrecentado cuando la organización considera que su core business es la solución a cualquier problema. Por ejemplo, cuando un banco piensa que el producto financiero es el remedio para todo. O cuando un hospital cree que en la ciencia médica está la solución a todos sus males, nunca mejor dicho. O cuando una universidad piensa, ingenuamente, que sobrevivirá con solo educar bien o investigar bien.

Lo cierto es que ya no estamos en la economía de los productos. Ni siquiera en la de los servicios. Hay fuertes presiones de mercado que están golpeando a las organizaciones y haciendo más necesario que nunca que se fortalezcan en otros ámbitos: el de la innovación, el de la digitalización, el de la experiencia de cliente y empleado. Vamos hacia un mundo en el cual las organizaciones deben convertirse en ambidextras, sosteniendo en una mano la espada de lo que mejor saben hacer y en la otra el acero que les permite avanzar por la selva de un mercado en constante cambio.

Muchas empresas recurren a asesorías externas. Consultores que, aparentemente, están en posesión de la verdad. El problema surge cuando ellos también adoptan una postura de superioridad racional, o cuando la solución que brindan es la que tienen en cartera, en lugar de la que necesita la organización. Al igual que un médico jamás diagnosticará una enfermedad que no conoce, la consultoría corre el riesgo de vender soluciones prefabricadas para rentabilizar su producción, en lugar de escuchar de verdad y solucionar de verdad.

Cuenta un viejo relato que la primera vez que una rana que siempre había vivido en el fondo de un pozo vio el océano le explotó la cabeza. Porque ella pensaba que no podía haber agua más abundante que la que había en su hogar. No es que fuera ignorante: es que estaba ciega respecto a otras realidades. En un contexto organizacional de superioridad racional las empresas se vuelven ciegas. Porque confían tanto en sí mismas que desconocen incluso los riesgos a los que se exponen.

Es muy difícil curar a una empresa de su superioridad racional. Desde luego, cultivar todas las diversidades sirve de ayuda porque permite ver la realidad desde diferentes ópticas. Y también aceptar la disconformidad como un compañero de camino más. Y, desde luego, establecer mecanismos de observación constante que permitan detectar y auscultar las tendencias que van apareciendo en el horizonte. Todo esto es positivo. Pero lo que de verdad puede suponer la cura es, precisamente, lo que muchas de las empresas y sus dirigentes parecen no ser capaces de hacer: aceptar una duda razonable sobre sus planteamientos y ver las cosas desde la humildad de quien sabe que puede estar equivocado.

 

Originalmente publicado en www.dirigentesdigital.com

Digan lo que digan, la carga de trabajo es una experiencia subjetiva. Sobre todo porque depende mucho de la capacidad de quien ejecuta ese trabajo. Hay quien responde a un email complejo en unos minutos mientras que otra persona necesita el doble o el triple de tiempo. Bien porque tarda en enfocar la respuesta, porque no se concentra o simplemente porque escribe más despacio o sale a fumar cada dos por tres. Es cierto que las empresas han tratado de nivelar perfiles y, al menos en la teoría, personas con capacidades similares deberían acometer tareas similares.

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Dice el diccionario que entrenar es prepararse para la práctica de un deporte. Sin embargo, un porcentaje sustancial de las personas que realizan actividad física (por cierto, siempre demasiado pocas) no practican ningún deporte. Van al gimnasio, se ejercitan con un entrenador personal o simplemente hacen tablas de ejercicios en su casa. Y muchas de ellas llaman entrenar a ese tipo de actividad, aunque no tenga como objetivo ninguna competición o deporte. ¿No deberían llamarlo de otro modo? ¿Por ejemplo, simplemente hacer ejercicio?.

La respuesta es que no.

 

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Una de las tareas más fecundas que se pueden emprender es convertirse en abuela de alguien. Así, como suena.

Las abuelas son el único colectivo que, sin ningún tipo de activismo, ha conseguido una posición de notoriedad e influencia en nuestra sociedad. De puertas para afuera todos somos muy adultos y muy autosuficientes, pero frente a nuestras abuelas nos enterramos en la blandura. Su calculada mezcla de croquetas, aforismos y cuidados nos retornan a ese estado algodonoso de la infancia en el que, gracias a ellas, nos sentíamos los más rápidos, las más listas, los más guapos.

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En 1950 dos americanos escribieron The Lonely Crowd, un libro que explicaba que las personas tenemos tres maneras básicas de conducirnos por la vida: o dependemos de la tradición, o buscamos en nosotros mismos la inspiración para pensar y actuar, o bien acatamos las consignas del exterior.

En su análisis indicaban que, tras el advenimiento de la sociedad de consumo, los estadounidenses comenzaron a gravitar cada vez más hacia una manera de vivir que se apoya largamente en el contexto, en lugar de en la brújula interior de cada uno. Pues bien, no solo es muy evidente que esto es una tendencia global sino que, además, y de manera creciente, nos comportamos como si la vida se basara en comprar en un supermercado los rasgos que nos definen, en ese otro signo de nuestro tiempo que es la construcción del yo a través del consumo. Es decir, no solo nos dejamos influir por el contexto en la elaboración de nuestra identidad sino que, en buena medida, somos lo que compramos.

 

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A veces vas a cruzar una calle por un paso de cebra cuando un coche que debería parar no lo hace. Y casi te atropella. A pesar del susto miras fugazmente en su interior y a menudo ves la misma estampa: un conductor, hombre o mujer, con la mirada fija, como si estuviera ido y no viera lo que tiene justo enfrente, que es el paso de cebra y a ti sobre él. Pero no es una mirada cualquiera: es una mezcla de tensión y preocupación, como si esa persona condujera angustiada, sobrecogida: es El rictus. Ni siquiera te preguntas si es que no te ha visto, porque es evidente que no lo ha hecho. Ese conductor, prodigiosamente, va al volante sin ver la carretera ni a los peatones. A veces ni los semáforos. Por eso ha estado a punto de atropellarte.

Otras veces ocurre en la cola del supermercado. Estás pacientemente esperando con tus compras y de repente…

 

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