Sin categoría / 20.09.2023

La conciencia es como un lienzo que se pinta con una idea diferente a cada instante. Es un fenómeno que ocurre miles de veces al día. En un momento estamos pensando en el informe que debemos hacer por la tarde y, al segundo siguiente, nuestra mente vuela y se posa en el hecho de que necesitamos comprar yogures. Y a continuación traemos a nuestra memoria a Pilar, una amiga del instituto con la que nos encontramos el otro día al bajar del metro.

Si nos concentramos en algo, por ejemplo en una película o en el estudio de un problema, logramos mantenerlo fijo en nuestra conciencia durante unos minutos. A veces durante más tiempo. Pero en cuanto dejamos de esforzarnos el flujo de conciencia toma el mando y nos vuelven a cruzar asuntos de lo más diversos cada pocos segundos.

Nadie sabe por qué se nos aparecen unos pensamientos y no otros. Es un mecanismo que habita en nuestra mente no consciente y que a veces parece aleatorio. O caprichoso. Aunque lo cierto es que sabemos que no lo es, porque todas nuestras grandes ideas dependen de él. De hecho, todas las grandes ideas de la humanidad están basadas en este inadvertido aunque sofisticado ingenio.

Sigue leyendo en Dirigentes Digital —>>>>

 

Sin categoría / 19.07.2023

Es muy sorprendente cómo esa palabra, “perfecto”, se ha convertido en el sustituto de cualquier afirmación:

– ¿Quedamos mañana?

– Perfecto.

– ¿Te envío el informe por la tarde?

– Perfecto.

– ¿Puedes comprar yogures si pasas por el supermercado?

– Perfecto.

Lo usamos como si la conclusión de todas esas preguntas fuera un olimpo que gozara de todas las bondades. Al decir o escuchar “perfecto” nos sentimos como si todo encajara, como si el universo se colocara en su sitio, como si todos los nudos flojos del mundo, de repente, se apretaran. Nos da seguridad.

Sigue leyendo en Dirigentes Digital —>>>>

Sin categoría / 21.06.2023

Uno de los grandes placeres con el que gozamos las personas es recordar los mejores momen tos de nuestra vida. Al volver la mirada atrás redescubrimos bellos paisajes, vivencias emocionantes, triunfos, abrazos y celebraciones. El cerebro, ese gran escultor de nuestro pasado, ha ido dando forma a través del tiempo con mano delicada a cada uno de ellos, pespunteándolos con los demás y tejiendo así ese colorido tapiz que llamamos biografía. En la que, por supuesto, también hay fragmentos oscuros y ásperos. Aunque nuestra mente, de nuevo, se ha esforzado en relegarlos a un segundo plano para que no nos hagan tanto daño. Si recordáramos de golpe todo lo malo que nos ha pasado se haría casi imposible seguir viviendo. Por eso recordamos más y mejor lo bueno que lo malo. Y no solo eso, sino que en nuestras evocaciones siempre somos el protagonista central, el bueno. Raro es que alguien sea el malo de su propia película (aunque, por cierto, todos lo somos en la de algún otro).

Sigue leyendo en Dirigentes Digital —>>>>

Sin categoría / 17.05.2023

Empezaba a brotar la cruda verdad, como un perro rabioso que asoma la cabeza tras la esquina. Los creadores interesados de relatos llevaban décadas manipulando a la humanidad. Los más blandos, los bobalicones, habían caído los primeros. Sus chillidos eran estentóreos y por eso se fueron abriendo paso entre la multitud. Quizá lo más maquiavélico fue eso: que el poder en la sombra no gritara, sino que manejara los círculos de influencia para que un montón de marionetas de cabeza hueca recogieran su lenguaje y lo lanzaran como propio, vociferando como tonto que ha descubierto la nieve. Y fueron esas personas, los codiciosos, los interesados por el dinero y la popularidad los que infectaron a los demás. Con sus profecías de buenos y malos en los que había que renovarse o morir. Y la masa tragó. Tragó porque quien se lo estaba diciendo era un vecino, un amigo, un profesional de confianza de toda la vida.

Sigue leyendo en Dirigentes Digital —>>>>

Sin categoría / 19.04.2023

Las personas livianas son como los vestidos negros o las camisas blancas. Como los bolígrafos de cristal y las gafas de sol. Son sencillas, ligeras. Se posan en una conciencia como las caricias y acompañan con apenas un murmullo el discurrir de una vida. Las personas livianas poseen ideas claras y bien enlazadas y las explican en trazos limpios y despejados. Sus gestos son breves o duraderos aunque siempre intencionales, sin faltas ni sobrantes.

Las personas livianas tienen la mirada limpia y el alma siempre ordenada, porque en ella solo habita lo que en verdad es trascendente. Las personas livianas contrastan con las personas densas, siempre cargadas de dramas y disquisiciones, enrevesadas y carentes de puntos finales. Las personas densas son pesadas en el hablar y en el hacer. Con todo tropiezan, en todo se atascan. Son seres grávidos, tendentes a detenerse ellos y a detener a los demás, a sentar sus posaderas en la existencia ajena lastrándola y evitando que avance. Sus planteamientos se embarullan y apelotonan como hormigas en una miga de pan. Las personas densas aploman y apelmazan todo aquello en lo que se hacen presentes.

Sigue leyendo en Dirigentes —>>>>

Sin categoría / 22.03.2023

Todos sabemos que nadie está en posesión de la verdad, que cada uno ve una parte del conjunto y que, en general, cuando reñimos, es porque cada uno está viendo su parte de esa verdad y, por tanto, tiene su parte de razón. Pero, al parecer, el mero hecho de saberlo no ayuda a erradicar las situaciones conflictivas de nuestra vida.

Sería todo más fácil si comprendiéramos que hay dos tipos de personas: las que cuando dicen A quieren decir A (los simples), y las que cuando dicen B, quieren decir C (los dobles). Hay otro tipo de persona, aunque aquí entramos ya en el ámbito de la toxicidad, que cuando dice A en realidad quiere decir B pero, cuando se entra en detalle, se descubre que no era B sino X, o bien cambia de opinión sobre la marcha. Es conveniente no relacionarse con este tipo de personas para nada que sea importante. Dar un paseo o tomar alguna cerveza no está mal, pero no mucho más.

Sigue leyendo en El HuffPost —>>>>

Sin categoría / 15.02.2023

Conforme el mundo se hace más complejo, más necesidad tenemos de buscar formas de manejarlo. Y, como somos de la especie homo narrator, lo mejor que sabemos hacer es usar palabras y frases. Es evidente que podríamos buscar las nuestras propias pero, con el auge y la popularización de los medios sociales, resulta mucho más sencillo apropiarnos de las que el incesante torrente de contenido va generando. Y así ha nacido la fiebre de la etiqueta, otro de los signos de nuestro tiempo.

Sigue leyendo en El HuffPost —>>>>

Sin categoría / 18.01.2023

Definición.

Afectación que agrupa una serie de síntomas, siendo el principal de ellos deslizar el dedo sobre la pantalla de un teléfono móvil de arriba abajo o de abajo arriba. Si la persona está necesitada de amor también puede ocurrir de izquierda a derecha o de derecha a izquierda.

Síntomas.

  • La persona invierte una gran cantidad de tiempo deslizando el dedo por la pantalla con movimiento concomitante de los globos oculares.
  • Suele cursar con dolor, picor o enrojecimiento de los ojos que no se alivia con medicación.

Sigue leyendo en El HuffPost —>>>>

Sin categoría / 21.09.2022

Hay personas líquidas y personas sólidas. Las personas líquidas siempre tienen en su hechura interna varios hilos sueltos. Se hacen preguntas y luchan por responderlas, pero, a menudo, cuando han resuelto un asunto, se les desata otro. Las personas sólidas están completas en su constitución. Tienen todas sus tuberías internas bien ensambladas y no se hacen preguntas. Al menos no del tipo que suelen inquietar a las personas líquidas.

Las personas líquidas suelen estar en búsqueda permanente. Buscan sin cesar ideas que las remuevan o que las convenzan. Y también las producen. Vibran alistándose en causas, aunque, en ocasiones, esas causas no les duran mucho. Y también suelen cambiar bastante de afición. Y a veces hasta de amigos y trabajo. Es como si, cada cierto tiempo, mudaran de piel y tuvieran que comportarse de una manera nueva, si bien siempre intentando completarse. Las personas sólidas siempre se comportan igual. Ya sea con sus amigos, con su familia o en su trabajo. Llevan desayunando lo mismo toda la vida y han tenido pocas parejas. O solo una. No porque hubieran querido tener más amantes, sino porque no los han necesitado. Y tampoco precisan viajar mucho. A veces lo hacen, pero más bien porque algo externo tira de ellas, no porque necesiten esa experiencia de manera vital. Que es lo que les ocurre a las personas líquidas.

Sigue leyendo en El Huffpost —>>>>

Sin categoría / 05.01.2022

Vivimos en la era del más: tener más seguidores, estar más en forma, aprender más habilidades, ganar más dinero, tener una casa más grande, correr más, comprar más accesorios para nuestras aficiones, encontrar más chollos. E incluso realizarnos más, encontrarnos más a nosotros mismos, ser más conscientes, profundizar más en nuestro propósito vital, ser más felices. De un tiempo a esta parte nos hemos subido a una escalera en la que siempre estamos ascendiendo. Y lo malo es que esa escalera es, en realidad, una cinta sin fin. Como las ruedas por las que corren los ratones apresados en jaulas. Una cinta que jamás se detendrá mientras estemos vivos.

Nos descubrimos eternamente faltos, constantemente enfermos, permanentemente incompletos.

La peor forma de ser esclavo es serlo de uno mismo. Nadie nos obliga, por ejemplo, a buscar la felicidad hasta la caricatura y, sin embargo, es lo que últimamente nos autoimponemos. Pasando por alto el contrasentido que implica la felicidad forzada. Y, en el colmo del absurdo, nos negamos a nosotros mismos emociones básicas como el dolor y el duelo, el echar de menos, la natural, aunque inesperada, tristeza que nos puede sobrevolar cualquier día de otoño porque sí, porque somos humanos.

Nuestra descarriada lógica nos lleva a querer estar más aquí que ahora que aquí y ahora, a perseguir hasta la extenuación que nuestro cuerpo esté más sano que sano, erradicando esto y aquello o comiendo solo esto o aquello, o ayunando una y otra vez para ver si nos curamos de algo que, en realidad, nadie es capaz de definir con precisión.

El mayor problema de cualquier búsqueda es cuando se esclerotiza, cuando se cronifica y solo queda eso: la búsqueda.

Nos descubrimos eternamente faltos, constantemente enfermos, permanentemente incompletos. Y así vamos, devorando libros y vídeos mientas subimos los peldaños de nuestra particular escalera, siempre sin descanso, siempre sin ver el final. Porque no lo hay. Y por eso es muy poco común encontrar en nuestras conversaciones alguien que diga que sí, que ya llegó. Que ya está en paz consigo mismo. Que se tolera, que se acepta, que se quiere. Nada más. Nada menos. Sobre todo porque, cuando lo hay, siempre hay también quien le dice que se ha descubierto un nuevo método, o un nuevo ungüento, o una nueva práctica, o una nueva forma de exprimirse a sí mismo un poco más. Que no se aparte, que no desfallezca, que siga subiendo. Que lo hacemos todos. Que se puede tener la piel más tersa que tersa, que aún se pueden ganar centésimas de centésimas por vuelta, que se puede ser más optimista que optimista. Olvidando así que cuando decimos que el ser humano carece de límites se trata tan solo de una metáfora.

Y quizá por eso estamos siempre cansados, agotados. Quizá sea eso y no el tráfico, ni el trabajo, ni las cargas del cuidado familiar que cada uno soporta. Ni los jefes. Quizá no sean las noticias y ni siquiera tenga toda la culpa esta impertinente pandemia que no nos deja ni a sol ni a sombra. Quizá sea nuestra machacona tendencia a escudriñarnos buscando el error, la falla, lo que aún no somos o tenemos, en esa obsesiva e intransigente manera de perseguir ya no se sabe qué. El mayor problema de cualquier búsqueda es cuando se esclerotiza, cuando se cronifica y solo queda eso: la búsqueda. Pero ya no el destino, ni el sentido, ni la plenitud. Y por supuesto ya no el disfrute ni la dicha inherente a cualquier aventura.

Lo que es nuevo en este comienzo de siglo es el yugo autoimpuesto de la mejora constante, como si el ser humano fuera una máquina

Cierto es que el ser humano vive dentro de un permanente interrogante que le interpela sobre su sí mismo y sobre su lugar en el mundo. Pero, que se sepa, en ningún sitio está escrita una ley que diga que para contestar a esa pregunta uno tiene que consumirse hasta el marasmo. Por eso es hora de plantearse si el paradigma del trabajo, que tanta productividad y riqueza trae a nuestro mundo profesional, es también funcional en el terreno del desarrollo personal. Visto desde la adecuada perspectiva, puede que contestar a nuestras preguntas últimas violentándonos hasta la extenuación no sea el mejor enfoque para encontrar lo que quiera que sea que buscamos. Al menos cuando rebasamos ese punto de inflexión en el que comenzamos a sentir más frustración que disfrute. Momento que, con toda seguridad, llegará tarde o temprano. Porque es imposible llegar a una meta que corre en el mismo sentido que nosotros y a la misma velocidad.

Cualquier mirada retrospectiva hacia nuestros ancestros revelará que, en las épocas de mayor florecimiento humano, nadie vivía autoexplotado por su propia exigencia de ser más. Muy al contrario, aquellas sociedades se dejaban ir, se esparcían y disfrutaban de la dicha de ser simplemente quienes eran. Su perspectiva era a menudo lúdica, serena, contemplativa. Aun con los mismos interrogantes sobre la vida, lo que es nuevo en este comienzo de siglo es el yugo autoimpuesto de la mejora constante, como si el ser humano fuera una máquina que se pudiera optimizar hasta la excelencia. Esa palabra que ha producido tantas quimeras como frustraciones.

Y así es que hemos sustituido el diálogo por el dato. Como si tener más información nos hiciera más sabios.

Este siglo nuevo nos ha traído un trabajo más complejo y ubicuo y un ocio en el que también trabajamos en subir nuestra particular escalera. Siendo nuestros propios jefes, los más duros que existen. De ahí viene la permanente necesidad de desconexión que a veces es irreprimible: de nuestra permanente conexión a una autoexigencia constante. Ya no hay ocio pleno, descanso sin más, aburrimiento, dolce far niente. Porque, incluso, cuando parece que no hay nada que hacer, siempre aparece una serie de televisión inoculándonos la necesidad ansiosa y urgente de ver el siguiente capítulo. Y cuando esa serie acaba, aparece una recomendación para engullir la siguiente. Que, en general, es el mismo perro con distinto collar. Nada acaba. Siempre hay más. Otro peldaño. Y así hasta el infinito, como las escaleras de Escher.

Ni en los restaurantes descansamos, porque siempre hay que demostrar conocimiento televisivo sobre los ingredientes o los emplatados. Y muchas conversaciones interesantes acaban abruptamente en la vulgar Wikipedia, porque nuestra hambre de detalles insustanciales y efímeros no puede reposar tranquila sin cobrarse otra presa. Ante la incertidumbre y el vacío hay que hacer algo de manera urgente, con la misma precipitación con la que compramos el último objeto inútil para que nos lo sirvan en veinticuatro horas. No se puede simplemente dialogar ni transitar por la duda: hay que sentenciar, haciendo de las sillas cátedras y de las sobremesas espacios congresuales. En estas conversaciones nunca se llega al final de nada porque siempre se llega de manera prematura al aparente final de todo. Y así es que hemos sustituido el diálogo por el dato. Crudo, frío, aislado. Como si tener más información nos hiciera más sabios.

Sería interesante probar a ocupar nuestro propio espacio con plenitud, refugiarnos en ese yo que ya somos, en ese que hemos sido siempre, para demorarnos en nuestra singular sustancia y ganar arraigo ante la vida. Sin más. Sin atolondrarnos, sin angustiarnos, sin que vivir signifique una carrera eterna en una cinta sin fin, en una escalera infinita. Quizá entonces, sólo quizá no nos sentiríamos siempre como si hubiéramos perdido otra oportunidad más de ser como las mareas: que, aunque no se detienen, siempre habitan el mismo lugar.