La fatídica epopeya de la gelatina color borrego

Empezaba a brotar la cruda verdad, como un perro rabioso que asoma la cabeza tras la esquina. Los creadores interesados de relatos llevaban décadas manipulando a la humanidad. Los más blandos, los bobalicones, habían caído los primeros. Sus chillidos eran estentóreos y por eso se fueron abriendo paso entre la multitud. Quizá lo más maquiavélico fue eso: que el poder en la sombra no gritara, sino que manejara los círculos de influencia para que un montón de marionetas de cabeza hueca recogieran su lenguaje y lo lanzaran como propio, vociferando como tonto que ha descubierto la nieve. Y fueron esas personas, los codiciosos, los interesados por el dinero y la popularidad los que infectaron a los demás. Con sus profecías de buenos y malos en los que había que renovarse o morir. Y la masa tragó. Tragó porque quien se lo estaba diciendo era un vecino, un amigo, un profesional de confianza de toda la vida.

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