Las personas livianas son como los vestidos negros o las camisas blancas. Como los bolígrafos de cristal y las gafas de sol. Son sencillas, ligeras. Se posan en una conciencia como las caricias y acompañan con apenas un murmullo el discurrir de una vida. Las personas livianas poseen ideas claras y bien enlazadas y las explican en trazos limpios y despejados. Sus gestos son breves o duraderos aunque siempre intencionales, sin faltas ni sobrantes.

Las personas livianas tienen la mirada limpia y el alma siempre ordenada, porque en ella solo habita lo que en verdad es trascendente. Las personas livianas contrastan con las personas densas, siempre cargadas de dramas y disquisiciones, enrevesadas y carentes de puntos finales. Las personas densas son pesadas en el hablar y en el hacer. Con todo tropiezan, en todo se atascan. Son seres grávidos, tendentes a detenerse ellos y a detener a los demás, a sentar sus posaderas en la existencia ajena lastrándola y evitando que avance. Sus planteamientos se embarullan y apelotonan como hormigas en una miga de pan. Las personas densas aploman y apelmazan todo aquello en lo que se hacen presentes.

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Todos sabemos que nadie está en posesión de la verdad, que cada uno ve una parte del conjunto y que, en general, cuando reñimos, es porque cada uno está viendo su parte de esa verdad y, por tanto, tiene su parte de razón. Pero, al parecer, el mero hecho de saberlo no ayuda a erradicar las situaciones conflictivas de nuestra vida.

Sería todo más fácil si comprendiéramos que hay dos tipos de personas: las que cuando dicen A quieren decir A (los simples), y las que cuando dicen B, quieren decir C (los dobles). Hay otro tipo de persona, aunque aquí entramos ya en el ámbito de la toxicidad, que cuando dice A en realidad quiere decir B pero, cuando se entra en detalle, se descubre que no era B sino X, o bien cambia de opinión sobre la marcha. Es conveniente no relacionarse con este tipo de personas para nada que sea importante. Dar un paseo o tomar alguna cerveza no está mal, pero no mucho más.

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Conforme el mundo se hace más complejo, más necesidad tenemos de buscar formas de manejarlo. Y, como somos de la especie homo narrator, lo mejor que sabemos hacer es usar palabras y frases. Es evidente que podríamos buscar las nuestras propias pero, con el auge y la popularización de los medios sociales, resulta mucho más sencillo apropiarnos de las que el incesante torrente de contenido va generando. Y así ha nacido la fiebre de la etiqueta, otro de los signos de nuestro tiempo.

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Definición.

Afectación que agrupa una serie de síntomas, siendo el principal de ellos deslizar el dedo sobre la pantalla de un teléfono móvil de arriba abajo o de abajo arriba. Si la persona está necesitada de amor también puede ocurrir de izquierda a derecha o de derecha a izquierda.

Síntomas.

  • La persona invierte una gran cantidad de tiempo deslizando el dedo por la pantalla con movimiento concomitante de los globos oculares.
  • Suele cursar con dolor, picor o enrojecimiento de los ojos que no se alivia con medicación.

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Soy un fraude, no sé hacer nada y no merezco la vida que tengo. Es más, ni siquiera merezco que alguien me quiera. Haría mejor en largarme de aquí cuanto antes, meterme en una cueva y no salir de ella jamás. Ha sido un tremendo error considerarme igual a los demás, porque no lo soy. Ni lo seré nunca.

Línea más, línea menos, palabra más o palabra menos, esto es lo que suelen sentir a veces las personas que padecen (o padecemos, que esto está más extendido de lo que parece) el síndrome del impostor. Es la sensación de que estamos ocupando un sitio que no nos pertenece, aunque nadie parezca darse cuenta. Y de ahí el consecuente miedo de que alguien nos delate y deje al descubierto la pobre persona que, pensamos, en realidad somos.

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