Hay escritos que son pórticos hacia otros universos. Sorprenden, cautivan, conmocionan. Hay pocas cosas que nos dejen tan perplejos como leer una visión de la realidad que está tan alejada de la nuestra que parece traspuesta, como un calcetín del revés. Sobre todo si, en apariencia, parte de los mismos supuestos, o si se alimenta del mismo sustrato que la nuestra. Bien porque usa las mismas palabras, porque encadena las frases en melodías que nos suenan conocidas, porque parece que nos habla a nosotros o, sobre todo, porque explica las mismas cosas que nosotros mismos nos intentamos explicar. Pero de otro modo. De ese modo fascinante en el que un ángulo inadvertido resulta iluminado.

A la luz de ese tipo de obras las concatenaciones y relaciones parecen evidentes, si bien hasta hace solo unos minutos eran invisibles. Descubrimos otra naturaleza en las cosas, otro propósito en las acciones. Incluso las personas y los hechos históricos parecen mirar y mirarse de otro modo. Con otros motivos, con otros desenvolvimientos internos.17

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Las grandes tecnológicas llevan décadas espoleando a la población para que genere contenido en internet. Primero fueron los blogs, luego las redes sociales y ahora nos dedicamos a dar saltitos más o menos ridículos al son de la música que toca TikTok, la primera red social que solo es red. Una red de arrastre, para ser precisos.

El caso es que ahora todo ese material se ha convertido en un descomunal abrevadero para los sistemas de inteligencia artificial generativa. Hay que ser muy ingenuo para no ver la relación entre ambos fenómenos.

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La conciencia es como un lienzo que se pinta con una idea diferente a cada instante. Es un fenómeno que ocurre miles de veces al día. En un momento estamos pensando en el informe que debemos hacer por la tarde y, al segundo siguiente, nuestra mente vuela y se posa en el hecho de que necesitamos comprar yogures. Y a continuación traemos a nuestra memoria a Pilar, una amiga del instituto con la que nos encontramos el otro día al bajar del metro.

Si nos concentramos en algo, por ejemplo en una película o en el estudio de un problema, logramos mantenerlo fijo en nuestra conciencia durante unos minutos. A veces durante más tiempo. Pero en cuanto dejamos de esforzarnos el flujo de conciencia toma el mando y nos vuelven a cruzar asuntos de lo más diversos cada pocos segundos.

Nadie sabe por qué se nos aparecen unos pensamientos y no otros. Es un mecanismo que habita en nuestra mente no consciente y que a veces parece aleatorio. O caprichoso. Aunque lo cierto es que sabemos que no lo es, porque todas nuestras grandes ideas dependen de él. De hecho, todas las grandes ideas de la humanidad están basadas en este inadvertido aunque sofisticado ingenio.

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Es muy sorprendente cómo esa palabra, “perfecto”, se ha convertido en el sustituto de cualquier afirmación:

– ¿Quedamos mañana?

– Perfecto.

– ¿Te envío el informe por la tarde?

– Perfecto.

– ¿Puedes comprar yogures si pasas por el supermercado?

– Perfecto.

Lo usamos como si la conclusión de todas esas preguntas fuera un olimpo que gozara de todas las bondades. Al decir o escuchar “perfecto” nos sentimos como si todo encajara, como si el universo se colocara en su sitio, como si todos los nudos flojos del mundo, de repente, se apretaran. Nos da seguridad.

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Uno de los grandes placeres con el que gozamos las personas es recordar los mejores momen tos de nuestra vida. Al volver la mirada atrás redescubrimos bellos paisajes, vivencias emocionantes, triunfos, abrazos y celebraciones. El cerebro, ese gran escultor de nuestro pasado, ha ido dando forma a través del tiempo con mano delicada a cada uno de ellos, pespunteándolos con los demás y tejiendo así ese colorido tapiz que llamamos biografía. En la que, por supuesto, también hay fragmentos oscuros y ásperos. Aunque nuestra mente, de nuevo, se ha esforzado en relegarlos a un segundo plano para que no nos hagan tanto daño. Si recordáramos de golpe todo lo malo que nos ha pasado se haría casi imposible seguir viviendo. Por eso recordamos más y mejor lo bueno que lo malo. Y no solo eso, sino que en nuestras evocaciones siempre somos el protagonista central, el bueno. Raro es que alguien sea el malo de su propia película (aunque, por cierto, todos lo somos en la de algún otro).

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Empezaba a brotar la cruda verdad, como un perro rabioso que asoma la cabeza tras la esquina. Los creadores interesados de relatos llevaban décadas manipulando a la humanidad. Los más blandos, los bobalicones, habían caído los primeros. Sus chillidos eran estentóreos y por eso se fueron abriendo paso entre la multitud. Quizá lo más maquiavélico fue eso: que el poder en la sombra no gritara, sino que manejara los círculos de influencia para que un montón de marionetas de cabeza hueca recogieran su lenguaje y lo lanzaran como propio, vociferando como tonto que ha descubierto la nieve. Y fueron esas personas, los codiciosos, los interesados por el dinero y la popularidad los que infectaron a los demás. Con sus profecías de buenos y malos en los que había que renovarse o morir. Y la masa tragó. Tragó porque quien se lo estaba diciendo era un vecino, un amigo, un profesional de confianza de toda la vida.

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