De repente, contra todo pronóstico, Alexa tiene problemas. Y no puede ejecutar la orden que le hemos dado. Y claro, nosotros, comprensivos, lo intentamos más tarde. O la reiniciamos. O buscamos en Google la solución.

¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿Cómo hemos aceptado ser empáticos con las máquinas? El motivo fundamental por el que admitimos de buen grado su irrupción en nuestras vidas, desde el ferrocarril hasta la inteligencia artificial, es que siempre estaban disponibles, nunca se equivocaban y jamás se cansaban. Pero estas son ventajas que están empezando a perder. ¿Debemos seguir siendo comprensivos con ellas?

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Es imposible que no se nos vayan los ojos cuando vemos por la carretera uno de esos coches míticos que han hecho historia. Un Ford Mustang de los 50 (posiblemente el coche que más veces ha aparecido en el cine), un Porsche 911 original o un Aston Martin DB5 (el primer automóvil que tuvo James Bond). Y no digamos ya si tenemos la suerte de ver circulando un DeLorean DMC-12 (el coche de Regreso al Futuro). Sin embargo, de un tiempo a esta parte esto pasa más bien poco, no solo porque esos modelos han ido envejeciendo y desapareciendo sino, sobre todo, porque cada vez hay menos sustitutos. ¿Cuál es el motivo?

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Contamos los días hasta que las vacaciones se acaban. Cinco, tres, uno. Y al día siguiente suena el despertador y parece que el cielo se está desplomando sobre nuestras cabezas. Un café, un zumo o nada, según gustos, y regresar. A la oficina, a la clínica, al taxi, a donde quiera que sea que trabajemos.

Hay una fantasía común en todas nuestras vacaciones y es imaginar que nos quedamos para toda la vida en el sitio donde hemos estado: en esa ladera de la montaña donde veíamos amanecer desde el camping, en el pueblecito del interior donde comprábamos el pan cada mañana o, en la mayoría de los casos, en esa playa llena de risas donde la brisa suave del atardecer nos hacía sentirnos tan vivos.

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Vivimos en la era del más: tener más seguidores, estar más en forma, aprender más habilidades, ganar más dinero, tener una casa más grande, correr más, comprar más accesorios para nuestras aficiones, encontrar más chollos. E incluso realizarnos más, encontrarnos más a nosotros mismos, ser más conscientes, profundizar más en nuestro propósito vital, ser más felices. De un tiempo a esta parte nos hemos subido a una escalera en la que siempre estamos ascendiendo. Y lo malo es que esa escalera es, en realidad, una cinta sin fin. Como las ruedas por las que corren los ratones apresados en jaulas. Una cinta que jamás se detendrá mientras estemos vivos.

Nos descubrimos eternamente faltos, constantemente enfermos, permanentemente incompletos.

La peor forma de ser esclavo es serlo de uno mismo. Nadie nos obliga, por ejemplo, a buscar la felicidad hasta la caricatura y, sin embargo, es lo que últimamente nos autoimponemos. Pasando por alto el contrasentido que implica la felicidad forzada. Y, en el colmo del absurdo, nos negamos a nosotros mismos emociones básicas como el dolor y el duelo, el echar de menos, la natural, aunque inesperada, tristeza que nos puede sobrevolar cualquier día de otoño porque sí, porque somos humanos.

Nuestra descarriada lógica nos lleva a querer estar más aquí que ahora que aquí y ahora, a perseguir hasta la extenuación que nuestro cuerpo esté más sano que sano, erradicando esto y aquello o comiendo solo esto o aquello, o ayunando una y otra vez para ver si nos curamos de algo que, en realidad, nadie es capaz de definir con precisión.

El mayor problema de cualquier búsqueda es cuando se esclerotiza, cuando se cronifica y solo queda eso: la búsqueda.

Nos descubrimos eternamente faltos, constantemente enfermos, permanentemente incompletos. Y así vamos, devorando libros y vídeos mientas subimos los peldaños de nuestra particular escalera, siempre sin descanso, siempre sin ver el final. Porque no lo hay. Y por eso es muy poco común encontrar en nuestras conversaciones alguien que diga que sí, que ya llegó. Que ya está en paz consigo mismo. Que se tolera, que se acepta, que se quiere. Nada más. Nada menos. Sobre todo porque, cuando lo hay, siempre hay también quien le dice que se ha descubierto un nuevo método, o un nuevo ungüento, o una nueva práctica, o una nueva forma de exprimirse a sí mismo un poco más. Que no se aparte, que no desfallezca, que siga subiendo. Que lo hacemos todos. Que se puede tener la piel más tersa que tersa, que aún se pueden ganar centésimas de centésimas por vuelta, que se puede ser más optimista que optimista. Olvidando así que cuando decimos que el ser humano carece de límites se trata tan solo de una metáfora.

Y quizá por eso estamos siempre cansados, agotados. Quizá sea eso y no el tráfico, ni el trabajo, ni las cargas del cuidado familiar que cada uno soporta. Ni los jefes. Quizá no sean las noticias y ni siquiera tenga toda la culpa esta impertinente pandemia que no nos deja ni a sol ni a sombra. Quizá sea nuestra machacona tendencia a escudriñarnos buscando el error, la falla, lo que aún no somos o tenemos, en esa obsesiva e intransigente manera de perseguir ya no se sabe qué. El mayor problema de cualquier búsqueda es cuando se esclerotiza, cuando se cronifica y solo queda eso: la búsqueda. Pero ya no el destino, ni el sentido, ni la plenitud. Y por supuesto ya no el disfrute ni la dicha inherente a cualquier aventura.

Lo que es nuevo en este comienzo de siglo es el yugo autoimpuesto de la mejora constante, como si el ser humano fuera una máquina

Cierto es que el ser humano vive dentro de un permanente interrogante que le interpela sobre su sí mismo y sobre su lugar en el mundo. Pero, que se sepa, en ningún sitio está escrita una ley que diga que para contestar a esa pregunta uno tiene que consumirse hasta el marasmo. Por eso es hora de plantearse si el paradigma del trabajo, que tanta productividad y riqueza trae a nuestro mundo profesional, es también funcional en el terreno del desarrollo personal. Visto desde la adecuada perspectiva, puede que contestar a nuestras preguntas últimas violentándonos hasta la extenuación no sea el mejor enfoque para encontrar lo que quiera que sea que buscamos. Al menos cuando rebasamos ese punto de inflexión en el que comenzamos a sentir más frustración que disfrute. Momento que, con toda seguridad, llegará tarde o temprano. Porque es imposible llegar a una meta que corre en el mismo sentido que nosotros y a la misma velocidad.

Cualquier mirada retrospectiva hacia nuestros ancestros revelará que, en las épocas de mayor florecimiento humano, nadie vivía autoexplotado por su propia exigencia de ser más. Muy al contrario, aquellas sociedades se dejaban ir, se esparcían y disfrutaban de la dicha de ser simplemente quienes eran. Su perspectiva era a menudo lúdica, serena, contemplativa. Aun con los mismos interrogantes sobre la vida, lo que es nuevo en este comienzo de siglo es el yugo autoimpuesto de la mejora constante, como si el ser humano fuera una máquina que se pudiera optimizar hasta la excelencia. Esa palabra que ha producido tantas quimeras como frustraciones.

Y así es que hemos sustituido el diálogo por el dato. Como si tener más información nos hiciera más sabios.

Este siglo nuevo nos ha traído un trabajo más complejo y ubicuo y un ocio en el que también trabajamos en subir nuestra particular escalera. Siendo nuestros propios jefes, los más duros que existen. De ahí viene la permanente necesidad de desconexión que a veces es irreprimible: de nuestra permanente conexión a una autoexigencia constante. Ya no hay ocio pleno, descanso sin más, aburrimiento, dolce far niente. Porque, incluso, cuando parece que no hay nada que hacer, siempre aparece una serie de televisión inoculándonos la necesidad ansiosa y urgente de ver el siguiente capítulo. Y cuando esa serie acaba, aparece una recomendación para engullir la siguiente. Que, en general, es el mismo perro con distinto collar. Nada acaba. Siempre hay más. Otro peldaño. Y así hasta el infinito, como las escaleras de Escher.

Ni en los restaurantes descansamos, porque siempre hay que demostrar conocimiento televisivo sobre los ingredientes o los emplatados. Y muchas conversaciones interesantes acaban abruptamente en la vulgar Wikipedia, porque nuestra hambre de detalles insustanciales y efímeros no puede reposar tranquila sin cobrarse otra presa. Ante la incertidumbre y el vacío hay que hacer algo de manera urgente, con la misma precipitación con la que compramos el último objeto inútil para que nos lo sirvan en veinticuatro horas. No se puede simplemente dialogar ni transitar por la duda: hay que sentenciar, haciendo de las sillas cátedras y de las sobremesas espacios congresuales. En estas conversaciones nunca se llega al final de nada porque siempre se llega de manera prematura al aparente final de todo. Y así es que hemos sustituido el diálogo por el dato. Crudo, frío, aislado. Como si tener más información nos hiciera más sabios.

Sería interesante probar a ocupar nuestro propio espacio con plenitud, refugiarnos en ese yo que ya somos, en ese que hemos sido siempre, para demorarnos en nuestra singular sustancia y ganar arraigo ante la vida. Sin más. Sin atolondrarnos, sin angustiarnos, sin que vivir signifique una carrera eterna en una cinta sin fin, en una escalera infinita. Quizá entonces, sólo quizá no nos sentiríamos siempre como si hubiéramos perdido otra oportunidad más de ser como las mareas: que, aunque no se detienen, siempre habitan el mismo lugar.

Si le preguntáramos a los empleados de cualquier empresa por los valores de la entidad en la que trabajan, en un porcentaje muy alto no sabrían responder. Y sin embargo las organizaciones invierten grandes sumas de dinero y esfuerzos en clarificar cuáles son sus valores y en difundirlos. A pesar de ello, con el paso del tiempo los valores se van dejando atrás, quedando escritos en las páginas web o en carteles colgados en las paredes de las oficinas que, por cierto, con el teletrabajo ni siquiera se ven.

Además: ¿qué son los valores? Tras décadas de utilizar este modelo (misión, visión, valores) tal vez hemos olvidado qué son en realidad y para qué sirven, si es que sirven para algo…

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En los años 60, en plena efervescencia de la naciente informática, cuando las computadoras llenaban habitaciones enteras y los datos se introducían mediante tarjetas perforadas, alguien se dio cuenta de que el futuro no se haría realidad si no se hacía más sencilla la relación con los nuevos habitantes del planeta. Es decir, con los ordenadores. Y así nació la interacción persona-máquina, una disciplina que nos ha hecho la vida más fácil. Desde el ratón hasta el skeumorfismo en el diseño de iconos, pasando por el muy usado (y a veces abusado) copiar-pegar, nuestra relación con las máquinas hasta el momento ha sido fluida y bastante productiva.

Sin embargo, de un tiempo a esta parte, tanto el avance de la tecnología como la excesiva dependencia que las organizaciones tienen de ella está haciendo que, cada vez más, tengamos que relacionarnos con sistemas. Y esto, unido a la creciente complejidad de los marcos normativos, como por ejemplo el referido a la protección de datos personales, está comenzando a ejercer una presión excesiva sobre algunos empleados.

Trabajadores que, en muchas ocasiones, vuelcan sus esfuerzos en intentar satisfacer las exigencias de los sistemas en lugar de utilizarlos para crear valor. Por ejemplo, a dejar constancia de las evidencias que requieren los procesos, a actualizarse en las últimas versiones de las aplicaciones o simplemente a pelearse con ellas para lograr el resultado que buscan. Algunos de estos sistemas son amables, pero seguramente la mayoría de los profesionales afirmarían que la tecnología que usan en sus empresas dista mucho de tener la funcionalidad de las grandes plataformas de consumo, donde casi todo parece poder resolverse con un simple clic o una mirada.

Decía Paul P. Maglio que el mundo no trata de robots o sistemas, sino de personas. Una afirmación que resulta tan cierta como que las organizaciones corren el riesgo de caer en lo que Brian Solis llama mediumismo, que es el excesivo énfasis en la tecnología que desaprovecha su potencial para entregar experiencias. Y es que no debe olvidarse que el fin último de las máquinas no son las máquinas en sí mismas, sino su papel en la creación de valor. Algo que, volviendo a Maglio, solo ocurre entre personas (resulta aberrante pensar en una máquina por sí misma creando valor para un ser humano faltándole, como le faltan, tanto conciencia como empatía y propósito).

Así pues, es posible que estemos regresando a la necesidad de reflexionar sobre la interacción persona-máquina, si bien desde una nueva perspectiva. Para Jacob Morgan la tecnología de una organización es una de las tres variables clave en la experiencia de empleado. Nada sorprendente si se atiende a esa ubicuidad tecnológica que hace que, dentro y fuera de las empresas, pasemos mucho más tiempo mirando la pantalla de un ordenador que el rostro de una persona, incluyendo el que invertimos mirando rostros a través de pantallas.

En concreto, Morgan cita tres aspectos para lograr que la tecnología ayude a una buena experiencia de empleado: que esté disponible para todo el mundo, que sea tan fácil de usar como las aplicaciones de consumo y que esté hecha para satisfacer las necesidades de los empleados por encima de las del negocio.

Si bien las tres son importantes, es esta última la que supone una revolución. La misma revolución que implica el concepto de experiencia de empleado en sí mismo. Es decir, dejar de mirar la organización como algo a lo que las personas están supeditadas y dar un paso firme a favor de la empatía por el trabajador. O sea, abrazar su punto de vista subjetivo y construir a partir de ahí, tal y como ya se hizo con la experiencia de cliente.

Según el informe de experiencia de empleado 2021 de la Asociación DEC, un punto de eNPS puede generar hasta cinco puntos de cNPS. En otras palabras: la experiencia de empleado ha llegado para quedarse por su capacidad de generar valor y por tanto negocio. Desde esa mirada, la tecnología puede convertirse o bien en un escollo o bien en un facilitador. Porque conforme la relación con ella es más amable y útil, mejor es la experiencia de empleado. Y por tanto mayor la capacidad de crear valor.

Estas consideraciones abren una puerta insospechada a las áreas de sistemas de información de las organizaciones. Cuando se habla de transformación digital ¿se piensa en la experiencia de empleado? ¿O solo en la eficiencia y en el negocio? ¿Se sabe que el negocio hoy día pasa por la experiencia de empleado?

Quizá nadie esperaba que la tecnología tuviera el reto de alinearse con la visión del área de recursos humanos para promover la experiencia de empleado y, sin embargo, es hacia donde las organizaciones avanzarán en el futuro inmediato. Porque cuando se habla de digitalizar una empresa, y se insiste en que hay que provocar un cambio de mentalidad, se olvida que los empleados, como clientes, utilizan masivamente tecnología para su consumo y entretenimiento. Lo que ocurre es que esta suele ser mucho más amable que los sistemas corporativos. En otras palabras: no hace falta tanto un cambio de mentalidad como una reconsideración del papel de los sistemas en la creación de valor. De esta manera, el antiguo reto de la interacción persona-máquina resurge transformado como una nueva oportunidad de potenciar el negocio a través de la experiencia de empleado.

 

Originalmente publicado en https://contactcenterhub.es/