Quizá fue Simon Sinek, con su persuasiva charla, el primero que quiso enseñarnos que lo que debemos pensar para tener éxito es en el porqué, luego en el cómo, y luego en el qué. Y desde entonces andamos todos a vueltas para encontrar nuestro propósito, lo que realmente nos mueve. La pregunta es si esto es imprescindible a nivel personal, es decir, más allá del mundo de las organizaciones, donde verdaderamente es vital no solo saber por qué se hacen las cosas, sino también que todo el mundo conozca y comparta ese propósito.

Es muy probable que las grandes personas que han hecho grandes cosas, tanto como las personas que no se consideran tan grandes, ni consideran que lo es lo que hacen, no puedan explicar del todo ese porqué. Es decir, no puedan expresarlo con palabras. Simplemente sienten algo que no pueden desatender y caminan hacia ese lugar, aunque no puedan definirlo con exactitud.

¿Quería cambiar el mundo Edison con su bombilla? ¿Quería Beethoven pasar a la historia de la música? ¿Sabía Einstein lo que buscaba con su teoría de la relatividad? Lo que sí sabemos es que, en un momento de su vida, hablando del camino que le llevó a uno de los más grandes descubrimientos de todos los tiempos, escribió: “los años buscando en la oscuridad una verdad que uno siente, pero que no puede expresar”. Es muy probable que, como él, muchas personas no puedan poner palabras al motivo último por el cual hacen lo que hacen.

Si se le pregunta a una recién estrenada madre por qué cuida a su bebé, lo más probable es que diga que porque le quiere. Sin embargo, esa afirmación remite a una abstracción tan elevada como incapaz de explicar el fenómeno de una manera específica. La prueba es que, si se le pregunta que por qué le quiere, diga que porque es su hijo, cosa obvia, o simplemente que, en el fondo, no lo sabe. Simplemente (nada menos) lo siente así. Y se comporta de manera acorde a ese sentimiento.

¿Por qué una persona se enamora de otra? ¿Por qué un maestro entrega su vida a sus alumnos a cambio de poco dinero y menos reconocimiento? ¿Por qué hacemos las cosas que hacemos?

La pasión y la pulsión de muchas personas nos dejan sin palabras, porque no se puede poner palabras a algo que habita en lo profundo que somos. Decía William Hazlitt que “aquellos que han producido conocimiento inmortal lo han hecho sin saber cómo ni por qué.” Suena muy bien establecer un camino que va del porqué al cómo y al qué. Tanto como frustrante puede ser no poder expresar qué es lo que, en el fondo, buscamos en la vida con nuestras acciones.

El auténtico valor de un propósito no está tanto en verbalizarlo como en sentirlo y vivir de acuerdo con él. Por eso, quizá deberíamos dedicar menos tiempo a formular nuestro propósito y más a intentar llevarlo a la práctica. Así que, si no puedes formular tu porqué, pero sientes que en esta vida estás llamado a hacer algo, no te preocupes. Simplemente hazlo: el mundo lo está esperando.

 

Originalmente publicado en www.dirigentesdigital.com

Con los rápidos avances de las tecnologías de la información y de las comunicaciones, que dibujan entornos cada vez más digitales y autónomos, daría la impresión de que la inteligencia emocional es algo del pasado. Una habilidad que era imprescindible décadas atrás, cuando las relaciones entre personas eran más frecuentes, pero cuya necesidad está empezando a desaparecer. Nada más lejos de la realidad.

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Cuando el último farero desaparezca, si es que todavía quedan, se habrá ido la última profesión que podía ejecutarse en solitario. Hoy día, incluso los desempeños más individuales, como es el caso de algunos tipos de artistas o deportistas, ya juegan en equipo y deben compartir sinergias con otros profesionales. Por tanto, la habilidad para trabajar cooperativamente ya no es un deseo ni una aspiración, sino más bien una necesidad. De hecho, el World Economic Forum, en su estudio sobre la cuarta revolución industrial, señala que el trabajo cooperativo será una de las diez competencias imprescindibles en torno a 2020.

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Existen dos tipos de innovación: la que llamamos incremental y la innovación disruptiva. La primera tiene que ver con cambios progresivos y graduales que se van haciendo respecto a una determinada idea, y habitualmente está relacionada con los ciclos de mejora continua. La segunda es la que logra crear algo completamente diferente a lo que existía antes. El contestador automático fue una innovación incremental en el mundo de la telefonía, mientras que el smartphone fue disruptivo.

Robert Gordon es un macroeconomista de la Northwestern University que lleva tiempo diciendo que la innovación que se produce, al menos en Estados Unidos, puede no ser suficiente como para impulsar un crecimiento similar al de épocas pasadas. En su opinión, aspectos como la demografía, la falta de inversión en educación, la deuda y la desigualdad, funcionan como vientos en contra que anulan el potencial de la innovación para generar prosperidad. En su análisis, la productividad total de los factores en la tercera revolución industrial fue significativamente menor que en la segunda. Es decir, inventos aparentemente simples, como la bombilla, fueron más positivos para la economía que ingenios sumamente sofisticados, como el ordenador. La conclusión de estos argumentos es directa y clara, y es que se necesita un tipo de innovación mucho más disruptiva para combatir el efecto adverso de los vientos en contra.

Sin embargo, lo cierto es que, del entusiasmo que en su día provocó la palabra innovación, se ha evolucionado a una situación en la cual es un término utilizado prácticamente para todo: desarrollo de negocio, lanzamiento de nuevos productos, adopción de tecnología e, incluso, medidas derivadas de la gestión de la calidad. La gran pregunta es si esa concepción tan mermada de la innovación logrará el crecimiento empresarial y la prosperidad que deseamos.

Hoy día observamos cómo sectores tradicionales y altamente regulados son obligados por el mercado a generar ideas nuevas, verdaderamente disruptivas, bien para posicionarse frente a la competencia o bien para explorar nuevos mercados. Por otro lado, vemos como el imparable avance de la digitalización exige a las organizaciones y a los profesionales nuevas ideas para situarse en un mundo en el que las máquinas parecen poder hacer casi de todo. Muchos ciudadanos de los países llamados desarrollados se preguntan qué hay detrás de la cuarta revolución industrial, cómo evolucionará el mundo y cómo serán su trabajo y su vida en el futuro.

En ese contexto es necesario comenzar a defender que la única innovación con verdadero potencial es la innovación disruptiva. Y para ello es imprescindible sacudirse las concepciones ya anquilosadas y obsoletas sobre la creatividad, a fin de descubrir nuevas y diferentes maneras de generar ideas. Y, por último, es urgente volver a situar a la verdadera originalidad en el lugar central que le corresponde, inyectando así en las organizaciones la ilusión y el entusiasmo que se necesita para reinventarlo todo de nuevo.

 

Originalmente publicado en www.dirigentesdigital.com

Los proyectos casi nunca triunfan o fracasan por los recursos. Tecnológicos, financieros o de cualquier otra índole. Los proyectos casi siempre triunfan o fracasan por las personas. Ese hecho, en sí mismo, es más que suficiente para abandonar esa arcaica concepción mecanicista en la que se equipara a las personas al resto de los recursos. Y, además, explica perfectamente porqué la habilidad para gestionar personas es una de las competencias imprescindibles en la Cuarta Revolución Industrial.

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Cuentan que un miembro de una delegación china que se encontraba visitando un instituto en Chicago, tras la recepción inicial por parte del personal, hizo la siguiente pregunta: «Lo que realmente queremos ver es su sala de creatividad ¿Podemos ir allí en primer lugar?».

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