Seguro que te ha pasado más de una vez: no sabes cómo, pero has acabado dando con tus huesos en una de esas reuniones absurdas donde ocurren inquietantes fenómenos como el de la «muerte por Powerpoint» ante una presentación tan letárgica como carente de sentido. O peor aún, el de las intervenciones sucesivas que dibujan espirales sin fin, en las que ni se entiende lo que dicen los participantes en la reunión, ni mucho menos por qué lo dicen.

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El éxito es una aspiración universal porque, aunque la definición más extendida se centra en la posesión de lo que la sociedad valora, como por ejemplo el dinero o la fama, en realidad la mejor manera de definirlo es decir que es la obtención de aquello que cada persona busca en la vida. Sea en la profesional o en la personal. Así, para algunas personas el éxito está en dejar de fumar, para otras tiene que ver con lograr un determinado puesto de trabajo, mientras que para otras llegará cuando por fin concluyan ese proyecto tan importante que les quita el sueño.

En general, una característica común a cualquier búsqueda del éxito es que implica, en mayor o menor medida, la necesidad de superarse. Y no prestar atención a ese hecho es precisamente el motivo por el cual muchas personas no logran lo que se proponen.

Situada en el panorama del conocimiento por Ericsson y su equipo y popularizada por Malcom Gladwell en Outliers, está ampliamente difundida y aceptada la idea de que para lograr algo verdaderamente significativo en cualquier ámbito son necesarias al menos diez mil horas de práctica deliberada. Decía Michael Phelps que cualquier cosa es posible si estamos dispuestos a realizar los sacrificios que ello implica. Y esta es precisamente la omisión que hace que muchas personas no lleguen a conseguir aquello que se proponen.

El camino hacia el éxito, cualquier éxito, implica superación y sacrificio. Y lo que aleja a muchas personas de conseguir lo que se proponen es lo que podríamos llamar la percepción de singularidad, es decir, la creencia errónea de que esa superación y ese sacrificio sólo les es requerido a ellas, y no a los demás.

Para correr largas distancias hay que entrenar mucho, y eso significa sufrir y en muchos casos madrugar. Crear una empresa conlleva preocupaciones y desvelos. Y concluir una tesis doctoral, en la mayoría de las ocasiones, implica estar trabajando mientras otros están de vacaciones. Quienes piensan que los madrugones, los desvelos o la privación de las, seguramente, muy merecidas vacaciones, son requerimientos que solo les afectan a ellos, caen en el error de singularizar o personalizar lo que en realidad es general, y es que éxitos importantes conllevan esfuerzos importantes.

Son incontables las personas que piensan que no están dotadas para los idiomas, o que su constitución física les aleja de conseguir metas importantes en el deporte. Posiblemente tantos como los que se autoconvencen creyendo que en realidad fumar les gusta, para alejar así los malos espíritus del sufrimiento que les provocaría dejarlo. En el otro lado están quienes, como Phelps y muchos otros, están dispuestos a entregarlo todo a cambio de una victoria, quienes no ven rivales sino en sí mismos, y quienes han hecho de la superación su estilo de vida. Personas que no dramatizan ni singularizan los sacrificios, y que no se sienten especiales por sufrir sus efectos durante el camino. Aunque sí por haberlos dominado y dejado atrás cuando por fin llegan a la meta.

 

Originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com

Las palabras no son simplemente vehículos para comunicarnos, ni únicamente maneras de nombrar objetos, situaciones o personas. Las palabras son las fibras con las que está tejido el mundo en el que vivimos, ese que nos hemos fabricado nosotros mismos. Están conectadas a nuestros recuerdos y a nuestras emociones, y pronunciar o escuchar unas u otras no es ni mucho menos trivial. Es por eso que somos la única criatura del universo que puede emocionarse, asustarse o rebelarse leyendo mensajes escritos. Y es por eso que el uso correcto de las palabras es una de las claves del liderazgo ultraconsciente.

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Seguramente recuerdas la memorable escena del comienzo de El diario de Bridget Jones en la que su protagonista, tras apurar de golpe una copa de vino, interpreta un desgarrador play back de All by myself, con toda probabilidad una de las canciones más tristes sobre la soledad que se hayan escrito nunca. Pues bien, nadie dice que escuchar ese tipo de música sea necesariamente dañino, ni que reflexionar sobre las pequeñas o grandes miserias de esta vida sea siempre contraproducente. Pero escuchar canciones de esa clase justo cuando estamos atravesando una mala racha es, más veces que menos, una mala idea.

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Desde tiempos inmemoriales los criterios de organización del espacio físico en las organizaciones han sido la funcionalidad y el presupuesto. Algo más adelante la idea de imagen de marca y su consecuencia natural, la arquitectura corporativa, también ganó su lugar. Desde entonces, los espacios no solo deben ser funcionales y asumibles presupuestariamente, sino que han de responder a la identidad visual de la marca. Sin embargo, solo recientemente hemos comenzado a comprender el sorprendente influjo del entorno físico sobre nuestro comportamiento. 

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Resulta extraño que haya quien se impresiona por la facilidad que tienen los niños para manejar una tablet pero no se asombra de lo rápido que aprenden a hablar. Tan insólito como que haya a quien impacta más la fascinación de los niños por la tecnología que el embrujo que les producen las personas. Es verdad que un niño puede pasar horas jugando con un videojuego, pero también hace décadas podía hacerlo con un trompo y nadie escribía titulares sobre ello.

Hoy, los oráculos pregonan en cada esquina la supremacía de la informática para educar, los adictos no tienen reparos en sumergir en tecnología hasta las pestañas a sus hijos, y algunas empresas sin escrúpulos no ven en los niños sino clientes digitales. Por eso acaso deberíamos recordarnos que no existen estudios longitudinales definitivos sobre el uso de la tecnología en la educación, por el mero y simple hecho de que esta cambia constantemente. Así pues, en la cada vez más desbocada carrera impulsada por la fascinación que inocula la digitalización, tal vez deberíamos detenernos un segundo, y plantearnos luchar por apartar a los niños de intereses puramente comerciales y de las peregrinas ambiciones de quienes sienten más atracción por las máquinas que por las personas. Nadie duda de la potencial bondad de la tecnología en el aprendizaje, ni de la nueva ni de ninguna otra. Sin embargo, un asunto muy diferente es cuál es la influencia de la digitalización en la infancia y la adolescencia. Entre otras cosas porque el término tecnología no es necesariamente sinónimo de educación, como información no lo es de saber.

En realidad, ni los niños son nativos digitales ni los adultos son inmigrantes digitales. Para todos ellos hubo un primer momento en el que la tecnología apareció en sus vidas, de la misma manera en que el cine y el teléfono también lo hicieron en otras épocas. Pero nunca nadie ha utilizado estos hechos para trazar una línea que separe de manera irreconciliable a unas generaciones de otras. Son incontables las ocasiones en que los mismos niños y adolescentes que han nacido en la era digital, y a los que no se sabe quién ha investido de una comprensión suprema de la tecnología, muestran un raquítico conocimiento sobre sus principios y una rotunda falta de capacidad crítica sobre sus contenidos y riesgos, evidenciando ese fenómeno que ya se empieza a llamar la falacia de los nativos digitales.

Décadas de investigación sobre la inteligencia parecen demostrar que las nuevas generaciones son más inteligentes, pero no necesariamente más sabias. La inteligencia que se basa en procesos psicológicos básicos, que tienen que ver de manera directa con fenómenos neuronales, es obviamente mayor en las primeras etapas de la vida. Así se explica la naturalidad con la que los niños se relacionan con la tecnología, así como la vertiginosa capacidad con la que aprenden cualquier otra cosa. Pero la sabiduría, lo que queda cuando se ha olvidado todo, sigue, y seguirá siendo siempre, patrimonio de los que, inmigrantes digitales o no, han caminado muchos senderos, se han equivocado muchas veces, y han comenzado a comprender al fin qué es la vida y cuál es el sentido de la existencia.

Alguien sabio dijo que ningún mundo merece la pena si los niños no están a salvo. Es cierto que el hecho digital constituye una disrupción sin precedentes. Precisamente por ello deberíamos contemplarlo con juicio crítico, manipularlo con solvencia científica, y posicionarnos siempre a favor de lo más valioso que tiene cualquier sociedad, que son sus generaciones más jóvenes.

Originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com