Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Psicología del éxito / 07.07.2015

En los años 60 y 70, a lomos de la revolución creada por la Generación Beat, y recogiendo y amplificando su mensaje, los hippies popularizaron una cultura basada en la concordia y la fraternidad. Se bautizó a aquella época como la era de acuario. En el epicentro de este concepto se situaba una canción que formó parte del musical Hair, estrenado en Broadway en 1967, y que hablaba de confianza y entendimiento. Resulta sugerente preguntarse cómo hemos podido pasar de la era de acuario a la era del selfie.

Con mayor o menor éxito técnico, siempre ha sido posible hacerse un autorretrato con una cámara fotográfica, pues desde hace décadas éstas incorporan temporizadores y botones de disparo remotos, aunque fueran rudimentarios. Sin embargo, nunca hasta este momento ha sido tan importante la tendencia a hacerse fotos a uno mismo, tanto que ha acabado por aparecer en el mercado ese adminículo ahora casi ubicuo que permite alargar el brazo para hacerse un selfie con mayor efectividad. Y cuando creíamos que ese tipo de retrato era ya el colmo del narcisismo, aparecieron las braggies (de brag, alardear), que son las fotografías que una persona hace, normalmente durante sus vacaciones, para presumir ante su red social. Las instantáneas del bikini bridge, captadas y difundidas con la clara intención de hacer alarde de moreno y delgadez, representan el punto álgido de este fenómeno tan extraño y sorprendente.

Aparentemente atravesamos una época en la que lo colaborativo parece vivir un momento de particular efervescencia. Por todos lados escuchamos mensajes que refuerzan la fe en el equipo como algo más que la suma de sus miembros, al tiempo que fenómenos como el consumo colaborativo, el crowdfunding y los espacios de coworking parecen mostrar que realmente se trata de algo más que un pensamiento superficial o una moda.

Sin embargo, existe un fuerte contraste entre estas manifestaciones con la marcada cultura de lo individual y egocéntrico, que también parece estar fuertemente arraigada en nuestra sociedad. La tendencia a la personalización, demanda ya irrenunciable de la mayoría de los consumidores, la proliferación de blogs personales de toda índole, el concepto de marca personal y todos sus sucedáneos, las apabullantes ventas de cámaras subjetivas y, desde luego, la epidémica moda del selfie, hacen dudar de que realmente la popularización de lo cooperativo sea una de las señas de identidad actuales.

¿Debemos pensar que a día de hoy las personas utilizan lo colaborativo como base para potenciar su individualidad, y por tanto la creación de una red social sirve fundamentalmente a los efectos de crear audiencia? ¿O se trata de personas distintas, unas que defienden el valor del grupo y otras que abogan por sacar brillo a su individualidad? ¿O todas las personas son individualistas pero se valen de lo colaborativo porque no les queda otro remedio en estos tiempos de dificultades económicas? ¿Son incompatibles la cultura de la cooperación y la de la individualidad?

Contestar a estas preguntas no parece trivial ni es sencillo. Sin embargo, sea como sea, da la impresión de que el selfie no es solamente una moda que pasará tarde o temprano, sino también una manifestación de un síntoma social subyacente. Un síntoma de una cultura que busca constantemente la demostración pública de la actividad y, más allá de ello, el culto narcisista al sí mismo como protagonista. Resulta inspirador imaginar qué pensarían aquellos hippies de la era de acuario al ver que, en cualquier actividad, la mayoría de la gente invierte hoy día un tiempo considerable en hacerse fotos para demostrar que participó en ella en lugar de vivirla intensamente, que es lo que hacían ellos.

Artículo originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com

Dirigentes, Jesus Alcoba / 02.06.2015

En los últimos tiempos la palabra innovación se ha extendido de tal manera que ha pasado a significar tanto que ya apenas significa nada. Hoy todo es innovación: el desarrollo de negocio, el lanzamiento de nuevos productos, la mejora continua, la creatividad y hasta el diseño. A menudo se olvida que innovar es, solamente o nada menos, convertir una idea en producto, y ese producto en resultado. Y su gran reto es repetir ese ciclo de forma sostenible. De ello, con toda seguridad, sabe mucho Madonna.

Uno de los malentendidos frecuentes es tender a pensar que la innovación es simplemente la generación de una idea nueva. Sin embargo, esto en sí mismo no constituye una innovación, y ello por dos motivos. En primer lugar, porque una idea en si misma, por genial que sea, no aporta nada al mercado. Por eso una simple idea no se puede patentar ni registrar. Se patentan las marcas y los inventos y se registran las creaciones originales, pero no las ideas. En segundo lugar porque, aunque la idea ya haya tomado forma como invención o creación, en sí misma no es un producto, puesto que no está incorporada a una cadena de valor. No se debe olvidar que la clave de una innovación está, en último término, en su capacidad para generar un resultado, es decir, para crear valor económico.

El segundo malentendido importante es considerar que la innovación consiste en generar resultados a través de una disrupción en el mercado. Es decir, en la creación de un producto o modelo de negocio que tenga poco o nada que ver con lo que hasta el momento se conoce. Con independencia de que este enfoque olvida la innovación incremental (aquella que no es disruptiva sino progresiva), lo realmente importante es que para que la innovación produzca resultados a largo plazo, y por tanto genere valor constante, es que tiene que ser recurrente. Y este es el verdadero problema.

El mejor ejemplo para explicar esta idea es la música, donde a menudo vemos cómo nuevos artistas debutan en el mercado provocando una disrupción considerable que sin embargo se apaga con el paso del tiempo, bien porque no hay una segunda propuesta, o bien por que sí la hay (y una tercera y una cuarta), pero el artista o la banda se desactualizan respecto a las tendencias sociales y no logran captar nuevos seguidores.

Para que un artista logre generar valor de manera constante y creciente, como cualquier empresa, debe hacer que su público aumente. Y para eso debe innovar. Bien mirado, hay muy pocos artistas que lo hayan logrado de manera sostenible. La mayoría de ellos están vigentes solo durante un tiempo, bien lo están durante décadas pero no logran incrementar su número de fans. Madonna es una de esas pocas excepciones cuyo público se extiende en un arco amplio desde casi la adolescencia hasta prácticamente la tercera edad. Hay escasos artistas que hayan logrado semejante éxito: Madonna, Michael Jackson, los Rolling Stones, los Beatles, y muy pocos más.

Incursionar en el mundo de la moda o el cine, colaborar con artistas que se dirigen a un público más joven, crear concursos creativos para atraer la atención del público a sus conciertos, y desde luego una muy activa gestión de la comunicación han hecho que, con más de 300 millones de discos vendidos sea la solista de más éxito del globo. Y la clave está en la reinvención constante. No en vano una de sus giras se llamó precisamente Re-Invention World Tour. Pero lo más relevante es que su carrera acumula ya más de 30 años en el mercado, como prueba evidente de que su estrategia funciona. Si se considera que la vida media de una empresa hoy día es de 15 años, enseguida se comprenderá que la capacidad innovadora de Madonna está por encima de la de la mayoría de las empresas.

Artículo originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com

Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 12.05.2015

En el imaginario popular de muchos adultos que fueron jóvenes durante los años ochenta está una serie de televisión llamada “Fama” (spin-off de la de la película del mismo nombre, dirigida por Alan Parker en 1979), en la que una exigente profesora de baile de la New York City High School for the Performing Arts les recordaba a sus alumnos que la fama cuesta, y que allí era donde iban a empezar a pagar… con sudor.

Forman parte también de ese mismo acervo la película Rocky y todas sus secuelas, cuyo tema central “Eye of the tiger” se cuenta aún hoy día entre los temas motivacionales más poderosos de todos los tiempos, y por supuesto Karate Kid, cinta en la que un sabio maestro Miyagi obligaba a su pupilo a esforzarse hasta la extenuación para aprender el ancestral sistema de combate japonés.

De aquellas y otras producciones de ficción los jóvenes sacaban dos conclusiones: la primera, que es el esfuerzo lo que conduce al éxito. La segunda, que el esfuerzo, el coraje, la fuerza de voluntad, el sudor y las lágrimas, resultan en sí mismos heroicos y admirables. No fueron malos mensajes para una generación que, tan solo unos años después, a comienzos de los noventa, tuvo que enfrentar una crisis de considerables proporciones. Aunque seguramente incorrecto y desafortunado, resulta tentador hacer un paralelismo y fantasear sobre cómo pueden estar enfrentando la crisis actual algunos integrantes de la generación que creció con Harry Potter, el niño que lo conseguía todo a golpe de varita, sin siquiera despeinarse.

Durante años el paradigma de la sobreprotección ha campado a su aire, pretendiendo alejar a los niños del sufrimiento y la frustración. Tanto que se ha acuñado la expresión “padres helicóptero”, para nombrar a ese tipo de crianza en la que los progenitores sobrevuelan constantemente por encima de sus hijos con toda la artillería cargada, por si en algún momento tienen que entrar en combate para defenderlos. Pendientes en todo momento, estos padres no solo pretenden saber más que los profesores de sus hijos, sino que les matriculan en la universidad y les acompañan a las entrevistas de trabajo.

Por motivos que posiblemente tienen que ver con el funcionamiento del cerebro y de la necesidad de supervivencia, el ser humano sigue siendo una criatura resistente al cambio. Y por ello muchos de los objetivos que se plantean las personas fracasan. No porque sus planteamientos de base sean erróneos, sino porque para lograr resultados significativos en algunos de ellos, sobre todo en los importantes, hay que invertir meses o años, y por tanto ni la sobreprotección ni desde luego la magia resultan eficaces.

Al final, lograr nuestras metas es algo que depende de un único momento, aunque repetido muchas veces, en el que, después de anhelar un objetivo o un cambio, de buscar cómo lograrlo y de, al fin, trazar un plan, todo lo demás pasará a un segundo plano y, en el último momento, quedarán únicamente el individuo y su tarea: la persona enfrentada a aquello que debe hacer. Y en ese momento de soledad, en realidad, no hay nada que pueda contribuir más al éxito que el simple pero difícil trance volitivo de esforzarse, ese ancestral acto humano de movilización de la energía hacia un objetivo concreto. Sabemos que hay personas que poseen fuerza de voluntad y que hay quien no la tiene, e incluso conocemos algunos principios sobre cómo funciona y cómo desarrollarla. Sabemos muchas cosas. Sin embargo, ninguna de ellas oculta, ni ocultará nunca, el sencillo y descarnado hecho que siempre será cierto, y es que el éxito cuesta. Y que, por supuesto, en algún momento hay que empezar a pagar. Con sudor, sí.

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Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba / 21.04.2015

La productividad sigue siendo uno de los grandes retos de nuestra vida profesional. A veces sentimos que no abarcamos todo lo que nos gustaría, que la lista de tareas se descontrola, o que la bandeja de entrada se desborda. Con el advenimiento de una disrupción económica de extraordinarias proporciones, quizá equívocamente identificada al comienzo como una crisis más en el ciclo económico, nuestra vida se ha convertido en una montaña rusa de plazos, agendas, prioridades y prisas. En este contexto todos nos preguntamos cómo podemos ser más productivos y lograr nuestros objetivos.

Quizá fue el Renacimiento el primer momento en el cual la Humanidad volvió sus ojos al pasado para recobrar valores y concepciones de la vida que se consideraban olvidadas. Desde entonces encontramos siempre útil y provechoso retroceder décadas o siglos para buscar sabiduría en épocas pasadas. En el caso particular de la productividad, puede que lo que Miyamoto Musashi escribió a mediados del siglo XVII nos resulte inspirador.

Musashi fue uno de los samuráis más célebres, pues resultó vencedor en innumerables combates durante décadas. Pero, sobre todo, es conocido por el legado de su «Libro de los Cinco Anillos», un compendio de los conocimientos que deben caracterizar a un buen samurái. Entre ellos hay desde técnicas meramente instrumentales, como la manera correcta de empuñar un sable o la manera de ponerse en guardia, hasta cuestiones de corte más filosófico.

Una de las cualidades que para Musashi debía tener el buen samurái es tan simple como profunda, y encierra una competencia tan difícil de cultivar como provechosa para el éxito: no hacer nada inútil.

«No hacer nada inútil» es un pensamiento que encierra un concentrado de sabiduría y un claro potenciador de la productividad. Posiblemente si a lo largo de un día anotáramos todas y cada una de las ocupaciones en las que estamos involucrados, encontraríamos rápidamente que se pueden categorizar en tres tipos básicos: las tareas que están alineadas con nuestro rol y objetivos, y por tanto son útiles, las tareas en las que nos involucramos pero no tienen que ver con nuestra misión profesional o marca personal, y por último aquellas ocupaciones que son simplemente inútiles y nos hacen perder el tiempo. El pensamiento de Musashi viene a decir que lo que tendríamos que hacer es lograr que todas las tareas fueran del primer tipo. Es decir, intentar garantizar que en todos y cada uno de los minutos del día estamos haciendo algo que es útil, es decir, algo productivo y que tiene que ver con los objetivos últimos que pretendemos como profesionales.

Evidentemente verlo de esa manera puede inducir cierta presión porque parece deducirse que de lo que se trata es de dedicar todo el tiempo disponible a trabajar, pero en realidad la interpretación más sensata y útil no es esa, sino más bien prestar atención plena a lo que hacemos en cada momento y ver si está alineado con nuestros objetivos. Ese algo evidentemente puede ser trabajar, descansar, pensar o soñar. De lo que se trata es de que todos los movimientos de nuestra conducta sean intencionales y realmente estén conectados con lo que pretendemos en la vida o esperamos de ella.

 

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Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba / 18.03.2015

Es llamativo que en estos tiempos en los que se habla tanto de innovación se hable tan poco de creatividad, y sobre todo de cuáles son los métodos que presumiblemente pueden favorecerla en las personas y en las empresas. Es llamativo porque, aunque a veces se nos olvida, no habría innovación si no hubiera creatividad. La creatividad es el primer paso en el ciclo de la innovación, en el que se genera la idea que luego se convertirá en valor, y por fin en resultado.

Uno de los motivos por los cuales quizá se hable poco de la creatividad es porque aún sigue siendo una habilidad ciertamente enigmática. Se sabe que ciertas condiciones la favorecen, como por ejemplo los entornos diversos, la ausencia de crítica y los ambientes lúdicos, pero en el fondo se desconoce cómo se produce esa chispa en el sistema de ideas de un ser humano que logra conectar dos o más conceptos muy lejanos entre sí, cuya combinación sin embargo soluciona un problema o resuelve una necesidad.

Cuanto más lejanos sean esos conceptos y cuanto mayor sea el problema o la necesidad, mayor es el salto creativo y mayor valor tiene. Posiblemente uno de los mayores ejemplos de esta capacidad humana se dio durante la misión Apolo XIII, séptima misión tripulada del Programa Apolo y la tercera que se lanzó con el propósito de pisar la luna cuando, aproximadamente a 300.000 kilómetros de la tierra, una explosión en un tanque de oxígeno comprometió de manera fatal la misión. Debido a los daños producidos, los astronautas tuvieron que abandonar el módulo de mando y pasar al módulo lunar, que contenía una reserva de aire muy limitada. El destino mostró su ironía más oscura cuando quedó claro que, a pesar de que se habían preparado para solucionar problemas altamente complejos, sus vidas iban a estar gravemente comprometidas solamente porque a nadie se le había ocurrido que un día se necesitaría comunicar los sistemas de ventilación de ambas naves entre sí, como fue el caso. Lentamente el aire se iba haciendo irrespirable, y el desafío consistía en conectar ambos sistemas utilizando únicamente el material que tenían a bordo. Alguien debía encontrar una solución a un problema aparentemente irresoluble, pues su diseño los hacía incompatibles. Afortunadamente uno de los miembros del control de misión en tierra encontró la solución a tiempo, regalándonos uno de los saltos creativos más geniales de la historia de la Humanidad. Buscando nuevas funciones para piezas que en origen habían sido diseñadas para otro cometido, al final fue posible conectar ambos sistemas de ventilación y los astronautas lograron salvar sus vidas.

El ejemplo es particularmente significativo no solo porque las piezas que se utilizaron no habían sido diseñadas para la función que al final ejercieron, sino porque en cualquier situación es ciertamente difícil concebir un sistema estanco y, sobre todo, porque la necesidad era abrumadoramente perentoria, dado que era la vida de los astronautas lo que estaba en juego.

Si pudiéramos comprender en profundidad cómo se generan estos saltos creativos, y si supiéramos diseñar programas de formación que garantizaran que todas las personas en una organización disponen de esta capacidad, la arena empresarial cambiaría significativamente, y por supuesto la sociedad también. Por eso, hoy que tanto se habla de innovación resulta sorprendente que exista comparativamente menos investigación sobre la creatividad y la forma de generarla que en el siglo pasado. Quizá ahora que los avances en neurociencia están evolucionando a pasos agigantados, y que tenemos una creciente capacidad para comprender el funcionamiento del cerebro que opera debajo de la mente, podamos ir adquiriendo un creciente conocimiento sobre esta enigmática capacidad del ser humano, que constituye la base de la innovación y de la creación de valor, y por tanto del progreso.

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Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba / 19.02.2015

Uno de los factores que más afecta nuestra vida diaria son nuestras emociones. Por algún motivo en el fondo desconocido, nuestro estado emocional determina nuestro bienestar y felicidad casi por encima de cualquier otra variable. Por eso es tan importante saber cómo controlar la manera en la que nos sentimos. Lo cual, aunque parezca sorprendente, no debería ser tan difícil.

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Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba / 06.02.2015

En la remota isla de South Georgia, bien custodiada por leones marinos, se encuentra el monolito que señala el lugar donde descansa el legendario explorador Ernest Shackleton. En él está inscrito el célebre verso de Browning: «Sostengo que un hombre debe luchar hasta el límite por aquello que se ha propuesto en la vida». No sabemos a ciencia cierta porqué las frases célebres nos impactan tanto, aunque es muy posible que sea porque encierran una profundidad que la lectura superficial no revela pero que intuimos, y ese misterio nos atrae.

En el caso de la frase de Browning hay al menos dos ideas importantes que, si bien son centrales en la vida, no son fáciles de llevar a la práctica. La primera de ellas es que el éxito tiene que ver con algo que una persona se ha propuesto. Lo cierto es que si nos levantáramos cada mañana y nos preguntáramos qué es lo que nos hemos propuesto en la vida, muchas veces no sabríamos qué contestar. Progresar profesionalmente, tener un buen salario, formar una familia, cuidar de ella, y así sucesivamente, no son sino patrones predefinidos, argumentos preexistentes que en general seguimos más o menos todos. Pero una cuestión muy diferente es qué es lo que cada individuo, como persona única e individual, persigue como aspiración genuina, como misión en esta vida. La ciencia nos dice que una de las claves de la felicidad es que en nuestra vida haya esperanza, sentido y un propósito. Si no sabemos a dónde vamos es muy difícil que sepamos interpretar si lo que nos pasa es malo o bueno, y mucho más saber cuándo hemos llegado.

La segunda idea es que para lograr lo que uno se propone es preciso luchar hasta el límite. En esta llamada sociedad del bienestar hemos acabado identificando como bueno todo lo que es sencillo, lo que no cuesta trabajo y lo que es confortable. Hemos desterrado a la cultura del esfuerzo a la última de nuestras preocupaciones, porque todo lo que es imprescindible, y muchas veces lo que no lo es, está al alcance de la mano. Sin embargo esto crea una perspectiva errónea, porque como bien saben la mayoría de las personas, todo lo que en realidad tiene valor cuesta un gran esfuerzo, a veces un esfuerzo titánico. Nunca nada grande se hizo de la noche a la mañana, ni por un golpe de suerte. Sobre todo aquellos logros que tienen que ver con nosotros mismos, con lo que realmente buscamos en esta vida, sea personal o profesionalmente.

Evidentemente esto no es ni mucho menos fácil. Hay que empezar por intentar visualizar el futuro y pensar en qué punto quiere cada uno encontrarse dentro de dos años, o cinco o diez. Y luego, quizá más difícil aún, darse cuenta de que nada ocurre súbitamente, y de que por tanto a diario debe haber acciones que conduzcan a donde se quiere llegar. Si ninguna de las acciones que una persona hace en un día le conduce a objetivo que pretende, y eso se repite durante varios días, es fácil saber sin demostración alguna que nunca llegará a conseguirlo. Los futuros se construyen en los presentes: es la única manera.

Es bastante probable que pueda conseguir lo que una persona se propone si tiene claro de qué se trata y lucha por ello hasta el límite. Shackleton es una de las pocas personas que logró convertir un fracaso rotundo (el naufragio de un barco en la Antártida, con la consiguiente e irremediable imposibilidad de acometer la expedición que tenía planteada), en un éxito absoluto (regresar con todos sus hombres sanos y salvos dos años después de haber partido). Pero para eso fue necesaria una meridiana claridad en sus objetivos y un espíritu de sacrificio fuera de lo común que puso al servicio de la misión, todos y cada uno de los días que duró. Al admirar la increíble gesta del que posiblemente es uno de los más grandes líderes de todos los tiempos, resulta imprescindible preguntarse cómo lo consiguió. La respuesta, al menos una de ellas, está escrita en la piedra del monolito bajo el cual descansa: «sostengo que un hombre debe luchar hasta el límite por aquello que se ha propuesto en la vida.»

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Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba / 13.01.2015

La cantidad de mensajes e imágenes que nos llegan a diario brindándonos ese tipo de felicidad hueca que se parece a una careta sobre el rostro o a una mueca dibujada en la cara es abrumadora. Es verdad que en tiempos difíciles hay que intentar sobreponerse y ser positivo, pero entre la auténtica mentalidad positiva y ese optimismo ñoño y hueco que nos circunda hay importantes diferencias.

Hay poco futuro en sonreír frente al espejo cada mañana afirmándonos -sin más- que todo saldrá bien, que las dificultades pasarán como pasan las nubes, o que hay que ser feliz y estar contento porque uno lo vale. El optimismo ñoño es ese tipo de felicidad artificial que sólo dura un segundo porque al segundo siguiente se ha olvidado ya. Se viste de frases poéticas supuestamente pronunciadas o escritas por algún prohombre, y se adorna con sobrecogedores y remotos paisajes captados al amanecer o al anochecer. El más extremo viene empaquetado con colores, lazos, diminutivos y una buena dosis de edulcorante encapsulado en metáforas de escaso valor literario. En este mundo contemporáneo de conferenciantes motivacionales, de estudios aparentemente científicos sobre la positividad, de coaching mal entendido y de, en el fondo, necesidad de pintar un futuro esperanzador, han proliferado desmesuradamente todo este tipo de mensajes de ánimo tan cándidos como vacíos. Por eso es bueno volver a reflexionar sobre qué es el optimismo en realidad, y por qué es importante en la vida de las personas.

El optimismo es una manera de ver la vida y se basa en lo que llamamos estilo explicativo, que es la manera en que buscamos las causas de lo que nos ocurre. Todos recordamos de nuestra época de estudiantes que cuando superábamos un examen decíamos que lo habíamos aprobado, pero cuando no era así decíamos que nos habían suspendido. Es decir, si el resultado era positivo era mérito nuestro, pero si era negativo era el profesor el artífice del desastre. Eso es un estilo explicativo.

La cuestión es que en el estilo explicativo pesimista las personas tienden a pensar que si les ha pasado algo malo es por una causa interna, estable, y global. Es decir, la causa de los acontecimientos negativos está en un déficit de su persona, que durará siempre y que afecta a todas las áreas de su vida. En el otro extremo están los optimistas, que piensan lo contrario, es decir, que lo malo que les ocurre obedece a causas que ellos pueden modificar.

Mucho más interesante es la consideración de los acontecimientos positivos, puesto que mientras los optimistas piensan que sus causas son permanentes, los pesimistas creen que son transitorias. De modo similar, los optimistas piensan que un éxito logrado en un área puede contribuir a triunfar también en otros, mientras que los pesimistas piensan lo contrario: si algo sale bien en un ámbito, eso es debido a factores específicos que de ningún modo se pueden aplicar a otras esferas.

La diferencia entre ambos estilos explicativos es significativa, y se resume en que los optimistas tienen la idea de que pueden actuar sobre el entorno para obtener los resultados que buscan. Cuando algo les sale mal reflexionan sobre qué es lo que ha podido pasar, y cuando creen encontrar la causa vuelven a intentarlo hasta que les sale bien. Y cuando esto ocurre, se felicitan por el éxito en lugar de atribuirlo a una coincidencia que no se repetirá, que es lo que haría un pesimista. Los optimistas poseen un tipo de mentalidad activa que implica reflexionar sobre lo que les ocurre, buscando sus causas y activando modificaciones en su comportamiento para lograr sus objetivos. Los optimistas no se rinden porque siempre piensan que hay algo que se puede hacer para conseguir el éxito, y cuando lo logran se felicitan y toman nota de lo que han hecho bien. Como se puede ver, este tipo de planteamiento está muy lejos del optimismo ñoño, ese que hace que las personas se pinten una sonrisa bobalicona en el rostro y cierren los ojos esperando a que pase la tormenta.

Artículo originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com

Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba / 11.12.2014

Hemos bautizado el mundo en el que vivimos los países desarrollados, y al que posiblemente aspiran los que están en desarrollo, como sociedad del bienestar. Y a menudo usamos palabras como confort, facilidad, comodidad y términos similares para describir lo que buscamos: lo sencillo, lo desahogado, lo relajante, lo que está al alcance de la mano y lo que no cuesta esfuerzo alguno es siempre lo esperado. Inadvertida pero implacablemente, sin embargo, ese rechazo al esfuerzo nos está debilitando.

Los seres humanos somos criaturas pensadas para ahorrar energía. Ni la más sofisticada ingeniería de eficiencia energética puede compararse a la inteligencia con que ha evolucionado nuestra especie, que tiene la capacidad de autorregularse en todas las circunstancias para garantizar su supervivencia. Ahora ya no somos conscientes de ello, pero en épocas remotas no resultaba tan sencillo obtener comida o descanso. Por eso nuestro organismo se fue adaptando al medio, hasta resultar un engranaje casi perfecto en su optimización energética.

Por eso el concepto de sociedad del bienestar cuadra bien con nuestra anatomía: siempre que podamos evitar un esfuerzo lo evitaremos, y así tranquilizaremos a nuestro cerebro ancestral, ese que presiente que si derrocha energía puede que no encuentre con que recargarla en el futuro inmediato. Y así es que no nos gusta madrugar, ni esperar colas, ni estar de pie, ni sacar la basura, ni nada que implique salir de nuestro confortable estado. Antes el manejo de un automóvil requería algún esfuerzo para accionar la ventanilla, pero ahora los elevalunas eléctricos y otros adelantos hacen que el único esfuerzo que requiere conducir es el de girar el volante y, por si acaso esto resulta demasiado agotador, cada vez más modelos incluyen reposabrazos de serie.

Sin embargo, la sociedad del bienestar es una ilusión. Siempre lo fue. Aprender una profesión conlleva muchas horas de estudio y prácticas, la crianza de un hijo implica innumerables sacrificios, las jornadas laborales no se entienden sin que haya que madrugar, y desde luego mantener una mínima forma física es sinónimo de esfuerzo y renuncia a muchas tentaciones. Es posible que hoy no tengamos que matar para comer y que no tengamos que defender nuestra tribu de vecinos beligerantes, pero hoy, como siempre, para conseguir nuestros objetivos necesitamos luchar. Y a veces luchar duro. Todos admiramos la belleza que hay en la música y la danza, pero cualquiera de estos profesionales hablaría durante tiempo indefinido de la abrumadora cantidad de horas que ha invertido en perfeccionar cada nota y cada gesto, y un tiempo no menor de las dolencias, a veces crónicas, que han de entregar a cambio del virtuosismo que exhiben. Y esto se aplica igualmente a deportistas, a emprendedores y en general a todas aquellas personas que han conseguido algo que realmente pueden mirar con orgullo.

Afortunadamente hoy día estamos empezando a reconocer de nuevo el valor que tiene la fuerza de voluntad, el esfuerzo y el sacrificio, que fueron expulsados de nuestros mapas conceptuales para que pudiéramos seguir disfrutando de nuestro particular paraíso en la tierra. Y cada vez son más las voces que afirman que, nos pongamos como nos pongamos, en el trabajo duro está la respuesta a muchas de nuestras preguntas y aspiraciones, y que no podemos esperar a que ningún maná caiga del cielo o brote de la tierra, sino que lo que tenemos que hacer es coger el toro por los cuernos y mirarle fijamente a los ojos sin esquivar ni eludir su dura mirada. Una mirada en la cual está recogida con admirable perfección evolutiva la única lección que la naturaleza ha cincelado sobre piedra, y es que todas las especies deben luchar para sobrevivir.

Artículo originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com

Dirigentes, Jesus Alcoba / 09.12.2014

Un impactante estudio revela que muchas personas no disfrutan pasando un rato de diez minutos a solas con sus pensamientos. Más interesante aún, algunos de los participantes en el estudio preferían la administración de descargas eléctricas a quedarse solos simplemente pensando. Es tan apabullante el flujo de interacciones al que estamos acostumbrados que cuando la corriente se interrumpe sufrimos. Podríamos llamarlo síndrome de abstinencia conectiva.

La ansiedad por la conexión es ya omnipresente. Cuando interactuamos en internet queremos que la respuesta sea inmediata a nuestra petición: obtener información de un producto, calcular un presupuesto, comprar un artículo o descargar una aplicación deben ser tareas con un resultado instantáneo que por supuesto deben poder realizarse a cualquier hora del día o de la noche, ya sea en día laboral o en festivo.

A veces esta ansiedad nos lleva a situaciones absurdas, como por ejemplo escribir un email y luego comentárselo al destinatario cuando nos lo encontramos o, quizá peor, escribir el email y tras un tiempo que juzgamos excesivo llamar por teléfono para ver si ha llegado y obtener una respuesta. El hecho de tener tantos canales accesibles nos llega a utilizarlos como vías redundantes para lograr conectar cuanto antes.

Es posible que la velocidad en el flujo de la conexión y el vértigo que a veces implica no sea en sí ni positiva ni negativa, sino simplemente un signo de los tiempos. Pero al igual que el consumo excesivo de muchas substancias genera una tolerancia que al interrumpir la ingesta produce estragos en las personas adictas, estudios como el arriba citado deberían hacernos reflexionar sobre si la hiper-conexión en la que vivimos está alcanzando niveles tóxicos.

Curiosamente, una de las tendencias últimamente más extendidas, la práctica de la llamada atención plena o mindfulness, persigue crear un espacio y un tiempo en el que nuestra mente esté concentrada en un único punto. Sin hacer nada más, y regresando una y otra vez a ese punto cada vez que un pensamiento ajeno se introduzca sin permiso en nuestra conciencia. La meditación, además, implica realizar este ejercicio en solitario, y por tanto en total desconexión social. Si no fuera porque parece existir una creciente evidencia en favor de este tipo de técnicas, el mundo podría seguir sin reparos su camino hacia la multiconectividad ubicua.

Y es que, como ha ocurrido en el pasado en muchas ocasiones en las que ha existido una tendencia social abrumadora, y con excepción de algunas voces críticas que con el tiempo pasarán al olvido, existe una aún demasiado escasa investigación sistemática sobre los efectos de estas prácticas. Aunque conocemos los efectos del síndrome de abstinencia conectiva, porque lo experimentamos en primera persona y porque lo vemos en los demás, no sabemos a qué nos conduce exactamente una población que vive constantemente en la multiconexión instantánea. Ante esta situación, es posible que se pueda suplir la ausencia de investigación con un poco de reflexión y capacidad analítica. Paradójicamente, sin embargo, esto se antoja complicado en las condiciones actuales, puesto que la reflexión quizá debería ser individual, y eso parece estar fuera del alcance de esta sociedad hiperconectada. Una sociedad que, ante el síndrome de abstinencia conectiva, debería ser, si no escéptica, acaso un poco más crítica frente al aparentemente imparable avance de la conexión constante.

Artículo originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com