Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 20.04.2016

Los seres humanos aprendemos, entre otros métodos, porque observamos e imitamos a personas a las que queremos o admiramos. Nos identificamos con ellas buscando llegar a donde han llegado para compartir sus éxitos. Ese es el proceso por el que aprendemos muchas cosas de nuestros padres, el mismo por el que los adolescentes copian el estilismo de los famosos que les fascinan. El problema es que, con el ocaso de los superhéroes, cada vez hay menos ídolos a los que querer parecerse.

Los géneros como la épica y la epopeya han cantado, desde tiempos inmemoriales, las hazañas y gestas de héroes que representaban los valores que las distintas sociedades han ensalzado y admirado. Los primeros superhéroes, con Superman al frente, mostraban a auténticos superhombres que combatían a siniestros y perversos villanos. Su comportamiento era siempre íntegro y sus ideales siempre nobles.

Sin embargo, poco a poco, el prototipo de superhéroe ha ido cambiando para mostrar un amplio espectro de debilidades que los hacen más humanos y, precisamente por ello, menos deseables como modelo. Batman, por ejemplo, vive obsesionado por los murciélagos y la oscuridad, sin poder superar la muerte de sus padres, incapaz de conectar con la gente y de mantener relaciones duraderas. Spiderman, por su parte, es víctima de un severo complejo de inferioridad, sufre importantes dudas sobre su identidad y es también incapaz de relacionarse de manera natural con el resto del mundo, salvo con su tía May. Lobezno está aquejado de personalidad antisocial y posiblemente también de trastorno por estrés postraumático, Hulk sufre trastorno de identidad disociativo y así sucesivamente.

En ese proceso de acercamiento de los modelos simbólicos se ha ido acompañando también de películas y series de televisión que muestran cada vez a personajes más cotidianos, con problemas más pequeños y mundanos, para superar los cuales muchas veces no hace falta ni gran preparación ni gran esfuerzo. En el último peldaño, las peores ediciones de los reality shows muestran en ocasiones a personajes sin oficio ni beneficio, cuyo único mérito es haber sido seleccionados para que en el programa haya suficiente grado de conflicto. Y así, imperceptible pero insidiosamente, al cabo de unas décadas hemos asistido a un completo ocaso de los superhéroes, a un momento en el cual las audiencias disponen de una gama significativamente menor de modelos a los que admirar y querer imitar.

La pregunta obvia es a quién queremos parecernos. Y a quién queremos que se parezcan nuestros hijos. Está claro que parecerse al Superman de la década de los cuarenta es un logro supremo que nunca nadie podría lograr, pero también lo es que cuanto más alto sea el objetivo que se fije una persona, más lejos llegará intentándolo.

Hace casi sesenta años Schlesinger se lamentaba de que la suya era una época sin héroes, en la que ya no existían personas de talla superlativa como Einstein o Gandhi. Decía que una sociedad difícilmente puede existir sin héroes, porque ellos son quienes más vívidamente muestran hasta dónde es capaz de llegar el ser humano, motivándonos a desarrollar nuestras más altas potencialidades. Es probable que esa tendencia haya continuado hasta nuestros días, existiendo hoy menos superhéroes, pero quizá también menos héroes a los que querer parecerse.

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 23.02.2016

Hoy día a duras penas toleramos fallos en los servicios, retrasos en los pedidos, defectos de fábrica o simplemente una atención que no sea excelente. El efecto combinado de la cultura del bienestar, a nivel social, y de la cultura centrada en el cliente, a nivel empresarial, ha dado como resultado un tipo de consumidor hiperexigente que espera siempre lo mejor, con relativa independencia del precio que pague por ello. Un consumidor que, en ocasiones, puede convertirse en un cliente feroz.

El día a día en los países desarrollados se basa en el concepto de bienestar. Con independencia de si es ética o moralmente recomendable un concepto de sociedad que busca siempre el confort, lo cierto es que el esfuerzo, la fuerza de la voluntad o la incomodidad han ido poco a poco siendo arrinconados por una colectividad que tiende a lo sencillo, a lo cómodo y al desahogo. Por otro lado, esa misma sociedad está apoyada por productos y servicios que cada vez son más complejos. Los suministros, las comunicaciones, los transportes, e incluso las vacaciones se han convertido en auténticos laberintos que requieren conocimiento y dedicación. En definitiva, gozamos de un bienestar cada vez mayor a costa de una complejidad también en aumento. El resultado es que a duras penas toleramos fallos. Un viaje que ha costado meses de ahorro y muchas horas frente al ordenador espera ser disfrutado sin el mínimo error posible, de la misma manera que el largo proceso de decisión que normalmente precede a la compra de un automóvil hace que el cliente pueda vivir como un auténtico drama un retraso en la entrega o un defecto de fábrica.

Por otro lado, la evolución de la empresa y de los mercados ha dado como resultado una cultura basada en ubicar al cliente en el centro del proceso productivo. Hoy día se le escucha más que nunca, se le tiene en cuenta más que nunca, y se le intenta agradar más que nunca. La consecuencia de ese proceso es que, al igual que hoy los niños se han convertido en auténticos emperadores domésticos como resultado de la cultura de la hiperprotección familiar, los clientes sienten el poder que tienen en sus manos y tienden a transfigurarse, en ocasiones, en auténticos tiranos que ordenan y mandan lo que desean y se enfadan cuando no lo consiguen. Hoy día da igual lo que se pague por un producto o servicio, que si no funciona a la perfección, la reacción natural del cliente es quejarse del modo más inmediato y rotundo posible.

Hace tiempo que Porter ya nos dijo que una de las fuerzas competitivas que regulan las empresas y los mercados es el poder de negociación de los compradores, que es la presión que estos ejercen para lograr productos y servicios mejores o más baratos. Hoy día, sin duda, en la gran mayoría de los sectores, el poder de negociación de los compradores es muy alto. Estamos ante un consumidor hiperexigente, un cliente en ocasiones feroz, que está dispuesto a hacer valer la abundante información de que dispone (muchas veces superior a la que posee el propio vendedor) y el poder que le confieren los medios sociales para presionar a las marcas hasta límites que van, algunas veces, más allá de lo sensato.

Es difícil aventurar cómo gestionar a este tipo de clientes y mucho más predecir cuál será su evolución. En primer lugar, porque en muchas ocasiones expresiones como calidad total o excelencia son más deseos que realidades, toda vez que cualquier sistema es, por definición, imperfecto. En segundo lugar, porque antes se contrarrestaban las pequeñas anomalías e incorrecciones a base de gestionar las expectativas con información amplia y veraz, pero hoy esto parece ya no ser suficiente. Y en tercer lugar, porque puede que estemos ante el advenimiento de un nuevo tipo de cliente que vive en la insatisfacción crónica, que vuelca en su relación con las marcas sus propias frustraciones, y cuyo estado no se explica simplemente a través de las leyes que regulan las transacciones comerciales, sino tomando en seria consideración un tipo de sociedad que ha convertido la abundancia en norma y que, en consecuencia, no sabe ya lo que quiere ni mucho menos a dónde va.

 

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 02.02.2016

En esta época, en la que tanta defensa se hace de metodologías activas y participativas, y en la que por muchos motivos, aunque quizá no todos suficientemente meditados, se intenta eliminar de la ecuación al simple y llano saber, tal vez sería bueno recordar su importancia. Obviamente no para frenar el avance de la innovación educativa, sino para recordar una gran verdad, y es que el conocimiento emociona.

Nadie ha explicado mejor que los constructivistas la incómoda sensación que produce no saber. Cuando se nos presenta un dato desconocido, que no cuadra con nuestros esquemas, o que necesitamos conocer porque es importante para lo que pretendemos, nuestra mente experimenta un estado de malestar, casi como si nos faltara algo. Y a partir de ahí se desencadenan una serie de esfuerzos para conseguir reducir la molesta sensación que produce la ignorancia. El proceso puede ser más o menos largo, pero cuando finalmente logramos desvelar la incógnita y hacernos con el conocimiento que nos faltaba, surge una emoción de satisfacción y de plenitud, y llega por fin la calma, hasta que otra nueva incógnita desequilibra la ecuación de nuevo. Eso es lo que llamamos aprender y se ha analizado mucho en su vertiente cognitiva, pero pocas veces se ha destacado su vertiente emocional. Rogers ya nos dijo hace décadas que el auténtico aprendizaje ocurre cuando hay implicación personal, cuando lo que aprendemos tiene sentido para nosotros, y cuando hay participación de las emociones. Y es muy cierto que esas dos sensaciones, la que se produce ante la dificultad de comprender algo, y la que ocurre cuando por fin lo capturamos, son las que verdaderamente guían el proceso. Porque el conocimiento, el de verdad, es emocionante.

Hay pocas sensaciones parecidas a la que ocurre cuando un ser humano está realmente conectado con aquello que hace. A través de su concepto de flow, Csikszentmihalyi ha explicado de manera ejemplar esa conexión casi mística que ocurre entre la persona y la tarea cuando está tan absorta en una actividad que ocupa casi toda su conciencia y que produce un disfrute tan profundo que el tiempo parece no transcurrir. Por mucho que una gran cantidad de experiencias de flow, quizá todas, requieran importantes dosis de esfuerzo cognitivo, ninguna se podría entender sin su vertiente emocional, sin esa vibración que ocurre en la anatomía de una persona cuando la energía que invierte es igual al desafío que se le plantea, ni sin la emoción del triunfo que casi siempre llega cuando el esfuerzo sostenido produce sus resultados.

La vocación, en fin, es otro gran ejemplo de que los aprendizajes verdaderos se construyen sobre las emociones. Muy pocas personas con profesiones vocacionales sabrían explicar, en lo profundo de sus concepciones, porqué se dedican a lo que se dedican. Podrían evidentemente dar una serie de explicaciones más o menos elaboradas, pero es posible que, al descender hacia los motivos más íntimos, lo que sienten no se pueda describir con palabras. Porque el conocimiento aplicado y acumulado a lo largo de los años se asienta, al fin y al cabo, sobre una palpitación, sobre una sensación sentida que es fundamentalmente emocional.

Quizá uno de los grandes errores en nuestra concepción de la educación es que tenemos que educar la mente y el corazón de manera separada, y que las cogniciones son una cosa y las emociones son otra. A menudo olvidamos que el aprendizaje de aquello que realmente nos interesa siempre es apasionante. Es verdad que hay un mundo emocional intrapersonal e interpersonal que es el que ha ocupado gran parte de la reflexión actual sobre las pasiones humanas, pero esta tendencia a menudo nos oculta otra gran verdad, y es que el conocimiento emociona.

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, El Economista, Psicología del éxito / 12.01.2016

En un mundo complejo caracterizado por un mercado global acelerado por la tecnología en el que la innovación es un imperativo, las ideas, sobre todo las buenas, no deben permanecer en silencio. Hoy día ya sabemos que la creatividad no es una cuestión de edad o de cargo, sino que es hija del talento y la productividad. Por tanto, una cualidad necesaria en la empresa moderna, más que nunca, es la iniciativa. 

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 09.12.2015

El éxito es una intersección entre energía y misión. Al igual que las organizaciones reflexionan sobre los motivos que alientan sus propuestas, los profesionales deben pensar en profundidad sobre hacia dónde se dirigen. También, al igual que las empresas son impulsadas por la potencia de su capacidad financiera, los profesionales han proporcionar energía a sus proyectos para concluirlos con éxito. Dependiendo de si un profesional tiene claro cuál es su misión y de si gestiona de manera eficiente su energía surgen cuatro situaciones. Y solo una de ellas conduce al éxito.

En primer lugar, si no existe claridad en los objetivos y no hay energía disponible, estaremos ante un profesional desconectado. No sabe por qué lleva a cabo sus tareas y carece del entusiasmo y la motivación necesarias para concluirlas con éxito. Está por estar, y ni aporta ni la empresa le aporta nada. Es el caso menos deseable de los cuatro.

Cuando existe un suficiente nivel de energía pero no está aplicada en la dirección correcta, porque no se conoce esa dirección, o porque es un rumbo que cambia cada día, lo que surge es una situación de desorientación. En este caso el profesional muestra un gran despliegue de potencia, pero siente que todo ese esfuerzo no vale para nada, porque si bien es posible que la empresa se beneficie de ello, él probablemente siente que está entregando su vida a una causa que no es la suya. El hecho de no tener una dirección profesional clara suele ir acompañado de una sensación de falta de sentido en el quehacer cotidiano. Son profesionales que se preguntan constantemente si lo que hacen tiene algún valor, o si no estarían mejor haciendo otra cosa. Pero como no saben cuál, perpetúan su situación día tras día sin encontrar realmente la causa de su situación y sin poder cambiarla.

En el tercer caso tenemos a un profesional que tiene claro lo que quiere hacer y sabe dónde quiere ir, pero carece de la energía necesaria para llevar a cabo sus planes. Le falta valor para ponerse en marcha, pospone reiteradamente sus proyectos, o simplemente habla de ellos en un plano teórico sin aterrizar en la práctica lo que quiere hacer. Pese a que parecen tener claro lo que quieren, estos profesionales están constantemente frustrados por no poder llevar a cabo sus sueños, y sienten que la vida pasa sin que ellos puedan realmente extraer de ella todo lo que esperan. Víctimas de la procrastinación y de excusas que no hacen sino prolongar su situación, viven esperando que las condiciones cambien para poner en práctica sus planes, sin percatarse de que lo que tiene que cambiar está en el interior de ellos mismos.

Por último, hay profesionales que saben a dónde van y disponen de la suficiente energía para llegar. Han reflexionado sobre lo que de verdad les llena, han definido su trayectoria, y caminan con ese rumbo poniendo en juego toda la energía de que disponen. Estos son los profesionales de éxito. Y no se trata solo de un éxito en el sentido exclusivo de su aportación y visibilidad en la empresa, sino también de la satisfacción personal derivada de saber que su vida profesional tiene un sentido.

El éxito surge como una poderosa combinación entre la energía vital y la misión de vida de un profesional. Y la empresa necesita a este tipo de personas, porque poseen el impulso y la visión, dos cualidades hoy ya imprescindibles para que también la empresa logre triunfar. El reto consiste no solo en captar ese talento, sino en que la organización sea capaz de sumar la energía de cada uno para promover un impulso único, y además en combinar dinámicamente la misión de cada uno en el rumbo común.

 

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 05.11.2015

Con la llegada de la economía de las experiencias algo cambió definitivamente en el mercado y consecuentemente en la arena empresarial. Los clientes pasaron de utilizar bienes a comprar productos, y de ahí a utilizar servicios. Y hoy día lo que buscan son experiencias. Por ello, los criterios de disponibilidad o calidad ya están superados, y la autenticidad es la palabra que define el criterio de compra, porque solo lo auténtico es potencialmente memorable. Los consumidores ya no compran productos o servicios por su valor económico o funcional, sino por cómo les hacen sentir.

En muchos restaurantes orientales al final de la comida es tradicional ofrecer a los clientes unas galletitas que tienen dentro un pequeño papel en el que supuestamente se les vaticina su futuro. La inmensa mayoría de las personas que acuden a estos restaurantes abren la galletita y leen lo que pone el papel. Estas galletas no son especiales ni por su valor nutricional ni por su sabor. Es más, es probable que muchas de las personas que las comen no las consideren particularmente interesantes. Es evidente que quien lo hace es debido al mensaje que contienen, a pesar de que nadie se cree que lo que pone realmente prediga el futuro. Pero el juego de la intriga y el hecho de compartir los mensajes crea un momento emocionante, diferente y divertido. Es en ese momento en el que aparece la experiencia que entrega el producto. Por eso la idea de que los clientes seleccionan las vivencias por cómo les hacen sentir se conoce con el nombre del principio de la galletita de la suerte. La cuestión es que esas experiencias guían el proceso a través del cual una marca pasa a formar parte del imaginario biográfico de los clientes, pasando a formar parte así de su identidad.

Los seres humanos describimos las experiencias verbalmente y, por tanto tras vivir una de ellas en una interacción con una marca, el cliente desarrolla una narración, una serie de palabras que utiliza tanto para explicarse a si mismo lo que ha ocurrido, como para explicárselo a los demás. Esa narración puede o no encajar con la trayectoria conceptual narrativa propia y previa del cliente, y por tanto tendrá o no un sentido para él. Los clientes tienden a utilizar productos o servicios que tienen que ver con su concepción del mundo y a rechazar los que no tienen que ver o son contrarios. No se trata de una cuestión de valor económico o funcional, y desde luego no se trata de un asunto de marketing o de calidad, sino de creación de sentido. Las vivencias que completan la forma en la que el cliente ve el mundo, es decir, las que tienen sentido para él, pasan a formar parte de su biografía. Por último, en la medida en que las experiencias generan suficiente intensidad emocional, acaban formando parte de su identidad. En suma, la trayectoria pasa por la vivencia de una experiencia que despierta una narración que crea o no sentido, y en la medida en que lo hace pasa a formar parte de la biografía y de la identidad del cliente, si es que posee suficiente carga emocional. Para que se ese proceso se lleve a cabo es necesario que las empresas comprendan que el diseño de experiencias es un terreno nuevo, caracterizado por la creación de vivencias dinámicas en las cuales están presentes los componentes cognitivo, sensorial y emocional.

Una disciplina orientada a crear puntos de contacto entre una marca y su cliente, puntos que definen la relación que existe entre ambos y que hacen que la experiencia sea auténtica, emocionante y memorable.

Artículo originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com

Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 01.11.2015

Darth Vader, Anibal Lecter y el Joker, por poner solo algunos ejemplos, son malos legendarios de la gran pantalla. Antes que ellos Drácula, Mr. Hyde, Moriarty y muchos otros han perpetrado sus hazañas en la literatura, mostrando la peor cara del ser humano, cometiendo actos horribles, contraviniendo las leyes y mostrando premeditación, alevosía y crueldad en sus actos. Sin embargo, estos seres siempre van acompañados de un halo de fascinación cuando entran en escena. Si cualidades como la honestidad, la justicia, la integridad o la bondad son aspiraciones naturales del ser humano, entonces ¿por qué nos gustan los malos?

Uno de los comportamientos más significativos del ser humano es la imitación. Las personas lo copiamos y lo reproducimos todo: ropa, expresiones, gestos, comportamientos y hasta ideas. El fenómeno de la viralización de contenidos no tendría explicación alguna sin esa tendencia humana tan genuina, como no lo tendría el mundo de la moda. El motivo por el cual esto es así es desconocido y posiblemente su explicación sería compleja. Quizá con la evolución y el paso de los siglos el ser humano ha acabado entendiendo que la fuerza de un grupo es superior a la suma de sus miembros, y así, unificando las conductas de un colectivo, calcula que puede enfrentarse de manera más contundente a la realidad, de la misma manera que los lobos cazan en manadas o que los patos vuelan en bandadas.

El mayor problema es que esa concepción no tolera a los diferentes. En una manada todos son iguales, y en una bandada también. No se puede destacar. Argumentos tan ancestrales como el del cuento del Patito Feo de Andersen están grabados en el fondo de nuestra conciencia. Todos se reían del Patito Feo, e incluso su madre no lo quería cerca de ella. Y de ahí que el miedo a ser diferente, a destacar, esté tan instalado en nuestras anatomías. Intentamos ser uno más dentro de la colectividad, sin sobresalir, porque intuimos que el grupo nos mirará mal, nos criticará o, peor aún, nos excluirá. Tendríamos que repetirnos más a menudo ese bello texto quizá erróneamente atribuido a Nelson Mandela: «Empequeñecerse no ayuda al mundo. No hay nada inteligente en encogerse para que otros no se sientan inseguros a tu alrededor. Todos deberíamos brillar, como hacen los niños».

Por eso los malos y los rebeldes nos atraen tanto. Los malos no se empequeñecen, ni disimulan, ni quieren pasar desapercibidos. Se saltan a la torera ese ancestral aunque erróneo precepto de que hay que ser una pieza más del engranaje o un ladrillo más en el muro, como en la legendaria letra de Pink Floyd. Los malos rompen el guion, son diferentes y están orgullosos de ello. No siguen las normas establecidas, crean su propio camino, innovan a su manera y, lógicamente, resaltan entre la multitud. Evidentemente hay muchas personas que destacan y cuyo comportamiento es el correcto, pero ante ellas el riesgo de sentir envidia es demasiado alto. Los malos siempre nos gustarán porque en el fondo admiramos sus cualidades, pero no sentimos envidia hacia ellos porque nos sabemos moralmente superiores.

En un mundo donde la presión hacia la uniformidad y la conformidad es desproporcionada es un disparate pensar en ser diferente y en desatender los dictados de la moda o de la opinión pública mayoritaria. Sin embargo, es muy cierto que no hay nada inteligente en hacerse pequeño y disimular para que otros no se sientan inseguros. Encogerse no ayuda al mundo porque el mundo no fue hecho por personas que dieron un paso atrás y disimularon para que nadie se fijara en ellos. No lo hicieron personas grises que eran iguales a otras muchas personas grises. El mundo lo hicieron quienes rasgaron la tela del convencionalismo y los dictados de lo establecido para mirar al horizonte e innovar de verdad. El irresistible atractivo de los malos no está en su maldad, sino en que brillan con luz propia, como hacen los niños, y como cada uno de nosotros deberíamos también brillar.

Artículo originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com

Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, El Economista, Psicología del éxito / 23.07.2015

Las excusas son uno de los inventos del ser humano que resultan más dañinos para la productividad. Una excusa es básicamente una pirueta creativa que nos aleja de lo que es nuestro deber, disminuyendo así nuestro rendimiento y alejándonos de nuestros objetivos. Están directamente emparentadas con otra importante debilidad, que es dejar para mañana lo que tenemos que hacer hoy. Excusas y procrastinación son dos aliados perversos que deberíamos erradicar de nuestro mundo profesional.

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Psicología del éxito / 07.07.2015

En los años 60 y 70, a lomos de la revolución creada por la Generación Beat, y recogiendo y amplificando su mensaje, los hippies popularizaron una cultura basada en la concordia y la fraternidad. Se bautizó a aquella época como la era de acuario. En el epicentro de este concepto se situaba una canción que formó parte del musical Hair, estrenado en Broadway en 1967, y que hablaba de confianza y entendimiento. Resulta sugerente preguntarse cómo hemos podido pasar de la era de acuario a la era del selfie.

Con mayor o menor éxito técnico, siempre ha sido posible hacerse un autorretrato con una cámara fotográfica, pues desde hace décadas éstas incorporan temporizadores y botones de disparo remotos, aunque fueran rudimentarios. Sin embargo, nunca hasta este momento ha sido tan importante la tendencia a hacerse fotos a uno mismo, tanto que ha acabado por aparecer en el mercado ese adminículo ahora casi ubicuo que permite alargar el brazo para hacerse un selfie con mayor efectividad. Y cuando creíamos que ese tipo de retrato era ya el colmo del narcisismo, aparecieron las braggies (de brag, alardear), que son las fotografías que una persona hace, normalmente durante sus vacaciones, para presumir ante su red social. Las instantáneas del bikini bridge, captadas y difundidas con la clara intención de hacer alarde de moreno y delgadez, representan el punto álgido de este fenómeno tan extraño y sorprendente.

Aparentemente atravesamos una época en la que lo colaborativo parece vivir un momento de particular efervescencia. Por todos lados escuchamos mensajes que refuerzan la fe en el equipo como algo más que la suma de sus miembros, al tiempo que fenómenos como el consumo colaborativo, el crowdfunding y los espacios de coworking parecen mostrar que realmente se trata de algo más que un pensamiento superficial o una moda.

Sin embargo, existe un fuerte contraste entre estas manifestaciones con la marcada cultura de lo individual y egocéntrico, que también parece estar fuertemente arraigada en nuestra sociedad. La tendencia a la personalización, demanda ya irrenunciable de la mayoría de los consumidores, la proliferación de blogs personales de toda índole, el concepto de marca personal y todos sus sucedáneos, las apabullantes ventas de cámaras subjetivas y, desde luego, la epidémica moda del selfie, hacen dudar de que realmente la popularización de lo cooperativo sea una de las señas de identidad actuales.

¿Debemos pensar que a día de hoy las personas utilizan lo colaborativo como base para potenciar su individualidad, y por tanto la creación de una red social sirve fundamentalmente a los efectos de crear audiencia? ¿O se trata de personas distintas, unas que defienden el valor del grupo y otras que abogan por sacar brillo a su individualidad? ¿O todas las personas son individualistas pero se valen de lo colaborativo porque no les queda otro remedio en estos tiempos de dificultades económicas? ¿Son incompatibles la cultura de la cooperación y la de la individualidad?

Contestar a estas preguntas no parece trivial ni es sencillo. Sin embargo, sea como sea, da la impresión de que el selfie no es solamente una moda que pasará tarde o temprano, sino también una manifestación de un síntoma social subyacente. Un síntoma de una cultura que busca constantemente la demostración pública de la actividad y, más allá de ello, el culto narcisista al sí mismo como protagonista. Resulta inspirador imaginar qué pensarían aquellos hippies de la era de acuario al ver que, en cualquier actividad, la mayoría de la gente invierte hoy día un tiempo considerable en hacerse fotos para demostrar que participó en ella en lugar de vivirla intensamente, que es lo que hacían ellos.

Artículo originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com

Dirigentes, Jesus Alcoba / 02.06.2015

En los últimos tiempos la palabra innovación se ha extendido de tal manera que ha pasado a significar tanto que ya apenas significa nada. Hoy todo es innovación: el desarrollo de negocio, el lanzamiento de nuevos productos, la mejora continua, la creatividad y hasta el diseño. A menudo se olvida que innovar es, solamente o nada menos, convertir una idea en producto, y ese producto en resultado. Y su gran reto es repetir ese ciclo de forma sostenible. De ello, con toda seguridad, sabe mucho Madonna.

Uno de los malentendidos frecuentes es tender a pensar que la innovación es simplemente la generación de una idea nueva. Sin embargo, esto en sí mismo no constituye una innovación, y ello por dos motivos. En primer lugar, porque una idea en si misma, por genial que sea, no aporta nada al mercado. Por eso una simple idea no se puede patentar ni registrar. Se patentan las marcas y los inventos y se registran las creaciones originales, pero no las ideas. En segundo lugar porque, aunque la idea ya haya tomado forma como invención o creación, en sí misma no es un producto, puesto que no está incorporada a una cadena de valor. No se debe olvidar que la clave de una innovación está, en último término, en su capacidad para generar un resultado, es decir, para crear valor económico.

El segundo malentendido importante es considerar que la innovación consiste en generar resultados a través de una disrupción en el mercado. Es decir, en la creación de un producto o modelo de negocio que tenga poco o nada que ver con lo que hasta el momento se conoce. Con independencia de que este enfoque olvida la innovación incremental (aquella que no es disruptiva sino progresiva), lo realmente importante es que para que la innovación produzca resultados a largo plazo, y por tanto genere valor constante, es que tiene que ser recurrente. Y este es el verdadero problema.

El mejor ejemplo para explicar esta idea es la música, donde a menudo vemos cómo nuevos artistas debutan en el mercado provocando una disrupción considerable que sin embargo se apaga con el paso del tiempo, bien porque no hay una segunda propuesta, o bien por que sí la hay (y una tercera y una cuarta), pero el artista o la banda se desactualizan respecto a las tendencias sociales y no logran captar nuevos seguidores.

Para que un artista logre generar valor de manera constante y creciente, como cualquier empresa, debe hacer que su público aumente. Y para eso debe innovar. Bien mirado, hay muy pocos artistas que lo hayan logrado de manera sostenible. La mayoría de ellos están vigentes solo durante un tiempo, bien lo están durante décadas pero no logran incrementar su número de fans. Madonna es una de esas pocas excepciones cuyo público se extiende en un arco amplio desde casi la adolescencia hasta prácticamente la tercera edad. Hay escasos artistas que hayan logrado semejante éxito: Madonna, Michael Jackson, los Rolling Stones, los Beatles, y muy pocos más.

Incursionar en el mundo de la moda o el cine, colaborar con artistas que se dirigen a un público más joven, crear concursos creativos para atraer la atención del público a sus conciertos, y desde luego una muy activa gestión de la comunicación han hecho que, con más de 300 millones de discos vendidos sea la solista de más éxito del globo. Y la clave está en la reinvención constante. No en vano una de sus giras se llamó precisamente Re-Invention World Tour. Pero lo más relevante es que su carrera acumula ya más de 30 años en el mercado, como prueba evidente de que su estrategia funciona. Si se considera que la vida media de una empresa hoy día es de 15 años, enseguida se comprenderá que la capacidad innovadora de Madonna está por encima de la de la mayoría de las empresas.

Artículo originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com