Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, El Economista, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 07.06.2016

Los seres humanos tenemos la capacidad de soñar. Soñamos un futuro mejor para nosotros, para las empresas en las que trabajamos y para nuestras familias. Mientras que es muy evidente el valor de supervivencia que tiene para el ser humano ser capaz de prever lo que va a ocurrir en el futuro inmediato, resulta menos obvio explicar el motivo de su capacidad para imaginar un mejor porvenir. Y lo que para algunas personas parece permanecer en una constante zona de sombra es el invisible hilo que une el presente con ese futuro mejor.

Que el logro de grandes objetivos es algo que no ocurre de la noche a la mañana es un hecho tan obvio como a menudo olvidado. A menudo expresamos lo que nos gustaría que ocurriera en términos profesionales, personales o familiares. Desearíamos acaso un trabajo que nos llenara más, sufrir menos las dentelladas del estrés o ser capaces de conciliar más nuestro desempeño laboral con la vida en nuestro hogar. Sin embargo, ninguna de esas situaciones ocurrirá si no incorporamos a nuestra vida de manera práctica un hecho simple pero importante, y es que a diario debemos agregar algo, aunque sea poco, a ese objetivo que pretendemos lograr.

Con el logro de objetivos importantes ocurre que, estén lo lejos que estén, mientras que cada día avancemos un poco más, todo va bien. Lo que verdaderamente dificulta que logremos lo que queremos es estar siempre en el mismo sitio, tan solo expresando un deseo o entreteniéndonos en la simple ensoñación de uno de esos futuros en los que nos gusta vernos.

Por eso una de las preguntas más importantes que nos podemos hacer es esta: ¿qué he hecho hoy que me ayude a estar donde quiero estar mañana? Si la respuesta es nada, aun así no tiene por qué ser grave. Pero si día a día nos hacemos la misma pregunta y la respuesta es invariablemente la misma, inevitablemente podremos concluir que jamás lograremos lo que nos proponemos. Porque nada verdaderamente importante ocurre de repente. Más bien la consecución de metas realmente relevantes depende de la suma de cientos, a veces miles, de acciones cuya contribución individual, en ocasiones modesta, genera finalmente una onda expansiva que logra catapultar a la persona hacia ese mejor porvenir que busca.

De ahí que habilidades como la construcción de hábitos o valores como la constancia sean determinantes en el éxito. Si es cierto que todos los grandes viajes comienzan con un primer paso, no es menos verdadero que finalizar un trayecto depende de no detenerse, de seguir caminando con un movimiento perpetuo hacia delante que finalmente lleve nuestros pies hasta la meta. En un proyecto personal, como en cualquier otro, todo va bien mientras que se siga avanzando. Es posible que luego haya que gestionar retrasos, falta de componentes, incluso críticos, o inconvenientes de cualquier otro tipo. Pero mientras que el proyecto se siga moviendo hacia delante la posibilidad de éxito permanece.

Hay un hilo invisible que une el presente con el futuro, literalmente como un cordón umbilical que, desde el hoy, alimenta los proyectos que queremos que vean la luz mañana. El éxito siempre es acumulativo, y depende de saber alinear una larga serie de pequeñas contribuciones hacia la consecución de un objetivo final.

En este mundo de ritmo cada vez más vertiginoso existe siempre el riesgo de que nuestra mirada caiga siempre en el hoy, y de que acabemos considerando que nuestra vida es únicamente lo que ocurre entre el amanecer y el anochecer. Si eso aconteciera, se rompería el invisible hilo que une el presente con el futuro, y el mañana que soñamos jamás llegaría.

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 25.05.2016

Aunque pueda parecer un disparate, hay quienes parecen valorar más a las máquinas que a las personas. Es un hecho sorprendente cómo hay quien se fascina por la nueva pirueta, en general pueril, que es capaz de hacer el último gadget, sin reparar en que los seres humanos somos siempre criaturas mucho más fascinantes. Esas mismas personas, quizá, son quienes también se empeñan en mecanizar el mundo de las organizaciones, acaso como un intento de controlarlo, o al menos de mitigar la ansiedad que, acaso, les produce la incertidumbre del comportamiento humano.

El fenómeno de la industrialización y el enfoque de profesionales con visión miope trajo como resultado que comenzáramos a utilizar ciertos términos que equiparaban al ser humano con el resto de objetos y fenómenos que habitan las organizaciones. El primero en ser mencionado debe ser sin duda ese que nos habla de los «recursos» humanos, como si las personas pudieran gestionarse al igual que los recursos materiales, tecnológicos o financieros. Los objetos son objetos, la tecnología es tecnología, y el dinero es dinero. Y no se parecen en nada a las personas. Ninguno de ellos. En nada.

También se habla de «cadenas» de valor, como si realmente la producción de algo valioso para el cliente pudiera igualarse en todos los sectores al funcionamiento de una planta embotelladora, de «ingeniería» organizacional, igualando así las fuerzas y dinámicas humanas a las del resto de los materiales o fenómenos y, al referirse a intervenciones destinadas a que los profesionales evolucionen, algunos enfoques del desarrollo humano en las organizaciones hablan de «herramientas». No deja de ser llamativo porque, en general, las herramientas, debido a su simplicidad y al alto grado de adaptación al dispositivo donde se aplican, funcionan siempre. Sin embargo, las técnicas y procedimientos de desarrollo personal no son sino sugerencias, pistas y aproximaciones. Y por supuesto no funcionan siempre. Porque las personas se parecen poco a los tornillos, a las tuercas y a los engranajes.

Estas concepciones mecanicistas de las personas y de las empresas seguramente tranquilizan a los que las usan, quienes posiblemente imaginan en sus mentes engranajes, conductos, circuitos o conexiones que dibujan entornos organizacionales asépticos, limpios y perfectos. Sin embargo, como todo el mundo debiera ya saber, esos enfoques reduccionistas propugnados por personas que pretenden el disparate de reducir a los seres humanos a esas máquinas que quizá tanto admiran, no son sino visiones limitadas de la complejidad y grandeza del ser humano, que siempre será más inteligente que cualquier máquina y más impredecible que cualquier resorte. Afortunadamente.

Tras años de ingeniería organizacional, de reingeniería de procesos y de hablar de cadenas de valor y de herramientas de desarrollo personal, un conflicto familiar sigue pudiendo arruinar la semana de un directivo, de la misma manera que una mala noticia recibida por un comercial en un mal momento puede hacer que acabe enfadando a un cliente, perdiéndolo para siempre.

Quienes no puedan aceptar que trabajar con personas es lo más difícil que existe, que las personas deben ser la primera y la última preocupación de cualquier directivo y, por tanto, el motivo por el que todo funciona o falla, quienes insistan en hablar de engranajes dentro de las organizaciones que son ciertamente inexistentes y quienes, en definitiva, pretendan controlar la complejidad humana a base de concepciones mecanicistas de la realidad están, con toda probabilidad, abocados al fracaso en la gestión de sus equipos y objetivos y, quizá peor, a desconocer el motivo de su fracaso.

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 20.04.2016

Los seres humanos aprendemos, entre otros métodos, porque observamos e imitamos a personas a las que queremos o admiramos. Nos identificamos con ellas buscando llegar a donde han llegado para compartir sus éxitos. Ese es el proceso por el que aprendemos muchas cosas de nuestros padres, el mismo por el que los adolescentes copian el estilismo de los famosos que les fascinan. El problema es que, con el ocaso de los superhéroes, cada vez hay menos ídolos a los que querer parecerse.

Los géneros como la épica y la epopeya han cantado, desde tiempos inmemoriales, las hazañas y gestas de héroes que representaban los valores que las distintas sociedades han ensalzado y admirado. Los primeros superhéroes, con Superman al frente, mostraban a auténticos superhombres que combatían a siniestros y perversos villanos. Su comportamiento era siempre íntegro y sus ideales siempre nobles.

Sin embargo, poco a poco, el prototipo de superhéroe ha ido cambiando para mostrar un amplio espectro de debilidades que los hacen más humanos y, precisamente por ello, menos deseables como modelo. Batman, por ejemplo, vive obsesionado por los murciélagos y la oscuridad, sin poder superar la muerte de sus padres, incapaz de conectar con la gente y de mantener relaciones duraderas. Spiderman, por su parte, es víctima de un severo complejo de inferioridad, sufre importantes dudas sobre su identidad y es también incapaz de relacionarse de manera natural con el resto del mundo, salvo con su tía May. Lobezno está aquejado de personalidad antisocial y posiblemente también de trastorno por estrés postraumático, Hulk sufre trastorno de identidad disociativo y así sucesivamente.

En ese proceso de acercamiento de los modelos simbólicos se ha ido acompañando también de películas y series de televisión que muestran cada vez a personajes más cotidianos, con problemas más pequeños y mundanos, para superar los cuales muchas veces no hace falta ni gran preparación ni gran esfuerzo. En el último peldaño, las peores ediciones de los reality shows muestran en ocasiones a personajes sin oficio ni beneficio, cuyo único mérito es haber sido seleccionados para que en el programa haya suficiente grado de conflicto. Y así, imperceptible pero insidiosamente, al cabo de unas décadas hemos asistido a un completo ocaso de los superhéroes, a un momento en el cual las audiencias disponen de una gama significativamente menor de modelos a los que admirar y querer imitar.

La pregunta obvia es a quién queremos parecernos. Y a quién queremos que se parezcan nuestros hijos. Está claro que parecerse al Superman de la década de los cuarenta es un logro supremo que nunca nadie podría lograr, pero también lo es que cuanto más alto sea el objetivo que se fije una persona, más lejos llegará intentándolo.

Hace casi sesenta años Schlesinger se lamentaba de que la suya era una época sin héroes, en la que ya no existían personas de talla superlativa como Einstein o Gandhi. Decía que una sociedad difícilmente puede existir sin héroes, porque ellos son quienes más vívidamente muestran hasta dónde es capaz de llegar el ser humano, motivándonos a desarrollar nuestras más altas potencialidades. Es probable que esa tendencia haya continuado hasta nuestros días, existiendo hoy menos superhéroes, pero quizá también menos héroes a los que querer parecerse.

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 23.02.2016

Hoy día a duras penas toleramos fallos en los servicios, retrasos en los pedidos, defectos de fábrica o simplemente una atención que no sea excelente. El efecto combinado de la cultura del bienestar, a nivel social, y de la cultura centrada en el cliente, a nivel empresarial, ha dado como resultado un tipo de consumidor hiperexigente que espera siempre lo mejor, con relativa independencia del precio que pague por ello. Un consumidor que, en ocasiones, puede convertirse en un cliente feroz.

El día a día en los países desarrollados se basa en el concepto de bienestar. Con independencia de si es ética o moralmente recomendable un concepto de sociedad que busca siempre el confort, lo cierto es que el esfuerzo, la fuerza de la voluntad o la incomodidad han ido poco a poco siendo arrinconados por una colectividad que tiende a lo sencillo, a lo cómodo y al desahogo. Por otro lado, esa misma sociedad está apoyada por productos y servicios que cada vez son más complejos. Los suministros, las comunicaciones, los transportes, e incluso las vacaciones se han convertido en auténticos laberintos que requieren conocimiento y dedicación. En definitiva, gozamos de un bienestar cada vez mayor a costa de una complejidad también en aumento. El resultado es que a duras penas toleramos fallos. Un viaje que ha costado meses de ahorro y muchas horas frente al ordenador espera ser disfrutado sin el mínimo error posible, de la misma manera que el largo proceso de decisión que normalmente precede a la compra de un automóvil hace que el cliente pueda vivir como un auténtico drama un retraso en la entrega o un defecto de fábrica.

Por otro lado, la evolución de la empresa y de los mercados ha dado como resultado una cultura basada en ubicar al cliente en el centro del proceso productivo. Hoy día se le escucha más que nunca, se le tiene en cuenta más que nunca, y se le intenta agradar más que nunca. La consecuencia de ese proceso es que, al igual que hoy los niños se han convertido en auténticos emperadores domésticos como resultado de la cultura de la hiperprotección familiar, los clientes sienten el poder que tienen en sus manos y tienden a transfigurarse, en ocasiones, en auténticos tiranos que ordenan y mandan lo que desean y se enfadan cuando no lo consiguen. Hoy día da igual lo que se pague por un producto o servicio, que si no funciona a la perfección, la reacción natural del cliente es quejarse del modo más inmediato y rotundo posible.

Hace tiempo que Porter ya nos dijo que una de las fuerzas competitivas que regulan las empresas y los mercados es el poder de negociación de los compradores, que es la presión que estos ejercen para lograr productos y servicios mejores o más baratos. Hoy día, sin duda, en la gran mayoría de los sectores, el poder de negociación de los compradores es muy alto. Estamos ante un consumidor hiperexigente, un cliente en ocasiones feroz, que está dispuesto a hacer valer la abundante información de que dispone (muchas veces superior a la que posee el propio vendedor) y el poder que le confieren los medios sociales para presionar a las marcas hasta límites que van, algunas veces, más allá de lo sensato.

Es difícil aventurar cómo gestionar a este tipo de clientes y mucho más predecir cuál será su evolución. En primer lugar, porque en muchas ocasiones expresiones como calidad total o excelencia son más deseos que realidades, toda vez que cualquier sistema es, por definición, imperfecto. En segundo lugar, porque antes se contrarrestaban las pequeñas anomalías e incorrecciones a base de gestionar las expectativas con información amplia y veraz, pero hoy esto parece ya no ser suficiente. Y en tercer lugar, porque puede que estemos ante el advenimiento de un nuevo tipo de cliente que vive en la insatisfacción crónica, que vuelca en su relación con las marcas sus propias frustraciones, y cuyo estado no se explica simplemente a través de las leyes que regulan las transacciones comerciales, sino tomando en seria consideración un tipo de sociedad que ha convertido la abundancia en norma y que, en consecuencia, no sabe ya lo que quiere ni mucho menos a dónde va.

 

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 02.02.2016

En esta época, en la que tanta defensa se hace de metodologías activas y participativas, y en la que por muchos motivos, aunque quizá no todos suficientemente meditados, se intenta eliminar de la ecuación al simple y llano saber, tal vez sería bueno recordar su importancia. Obviamente no para frenar el avance de la innovación educativa, sino para recordar una gran verdad, y es que el conocimiento emociona.

Nadie ha explicado mejor que los constructivistas la incómoda sensación que produce no saber. Cuando se nos presenta un dato desconocido, que no cuadra con nuestros esquemas, o que necesitamos conocer porque es importante para lo que pretendemos, nuestra mente experimenta un estado de malestar, casi como si nos faltara algo. Y a partir de ahí se desencadenan una serie de esfuerzos para conseguir reducir la molesta sensación que produce la ignorancia. El proceso puede ser más o menos largo, pero cuando finalmente logramos desvelar la incógnita y hacernos con el conocimiento que nos faltaba, surge una emoción de satisfacción y de plenitud, y llega por fin la calma, hasta que otra nueva incógnita desequilibra la ecuación de nuevo. Eso es lo que llamamos aprender y se ha analizado mucho en su vertiente cognitiva, pero pocas veces se ha destacado su vertiente emocional. Rogers ya nos dijo hace décadas que el auténtico aprendizaje ocurre cuando hay implicación personal, cuando lo que aprendemos tiene sentido para nosotros, y cuando hay participación de las emociones. Y es muy cierto que esas dos sensaciones, la que se produce ante la dificultad de comprender algo, y la que ocurre cuando por fin lo capturamos, son las que verdaderamente guían el proceso. Porque el conocimiento, el de verdad, es emocionante.

Hay pocas sensaciones parecidas a la que ocurre cuando un ser humano está realmente conectado con aquello que hace. A través de su concepto de flow, Csikszentmihalyi ha explicado de manera ejemplar esa conexión casi mística que ocurre entre la persona y la tarea cuando está tan absorta en una actividad que ocupa casi toda su conciencia y que produce un disfrute tan profundo que el tiempo parece no transcurrir. Por mucho que una gran cantidad de experiencias de flow, quizá todas, requieran importantes dosis de esfuerzo cognitivo, ninguna se podría entender sin su vertiente emocional, sin esa vibración que ocurre en la anatomía de una persona cuando la energía que invierte es igual al desafío que se le plantea, ni sin la emoción del triunfo que casi siempre llega cuando el esfuerzo sostenido produce sus resultados.

La vocación, en fin, es otro gran ejemplo de que los aprendizajes verdaderos se construyen sobre las emociones. Muy pocas personas con profesiones vocacionales sabrían explicar, en lo profundo de sus concepciones, porqué se dedican a lo que se dedican. Podrían evidentemente dar una serie de explicaciones más o menos elaboradas, pero es posible que, al descender hacia los motivos más íntimos, lo que sienten no se pueda describir con palabras. Porque el conocimiento aplicado y acumulado a lo largo de los años se asienta, al fin y al cabo, sobre una palpitación, sobre una sensación sentida que es fundamentalmente emocional.

Quizá uno de los grandes errores en nuestra concepción de la educación es que tenemos que educar la mente y el corazón de manera separada, y que las cogniciones son una cosa y las emociones son otra. A menudo olvidamos que el aprendizaje de aquello que realmente nos interesa siempre es apasionante. Es verdad que hay un mundo emocional intrapersonal e interpersonal que es el que ha ocupado gran parte de la reflexión actual sobre las pasiones humanas, pero esta tendencia a menudo nos oculta otra gran verdad, y es que el conocimiento emociona.

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, El Economista, Psicología del éxito / 12.01.2016

En un mundo complejo caracterizado por un mercado global acelerado por la tecnología en el que la innovación es un imperativo, las ideas, sobre todo las buenas, no deben permanecer en silencio. Hoy día ya sabemos que la creatividad no es una cuestión de edad o de cargo, sino que es hija del talento y la productividad. Por tanto, una cualidad necesaria en la empresa moderna, más que nunca, es la iniciativa. 

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 09.12.2015

El éxito es una intersección entre energía y misión. Al igual que las organizaciones reflexionan sobre los motivos que alientan sus propuestas, los profesionales deben pensar en profundidad sobre hacia dónde se dirigen. También, al igual que las empresas son impulsadas por la potencia de su capacidad financiera, los profesionales han proporcionar energía a sus proyectos para concluirlos con éxito. Dependiendo de si un profesional tiene claro cuál es su misión y de si gestiona de manera eficiente su energía surgen cuatro situaciones. Y solo una de ellas conduce al éxito.

En primer lugar, si no existe claridad en los objetivos y no hay energía disponible, estaremos ante un profesional desconectado. No sabe por qué lleva a cabo sus tareas y carece del entusiasmo y la motivación necesarias para concluirlas con éxito. Está por estar, y ni aporta ni la empresa le aporta nada. Es el caso menos deseable de los cuatro.

Cuando existe un suficiente nivel de energía pero no está aplicada en la dirección correcta, porque no se conoce esa dirección, o porque es un rumbo que cambia cada día, lo que surge es una situación de desorientación. En este caso el profesional muestra un gran despliegue de potencia, pero siente que todo ese esfuerzo no vale para nada, porque si bien es posible que la empresa se beneficie de ello, él probablemente siente que está entregando su vida a una causa que no es la suya. El hecho de no tener una dirección profesional clara suele ir acompañado de una sensación de falta de sentido en el quehacer cotidiano. Son profesionales que se preguntan constantemente si lo que hacen tiene algún valor, o si no estarían mejor haciendo otra cosa. Pero como no saben cuál, perpetúan su situación día tras día sin encontrar realmente la causa de su situación y sin poder cambiarla.

En el tercer caso tenemos a un profesional que tiene claro lo que quiere hacer y sabe dónde quiere ir, pero carece de la energía necesaria para llevar a cabo sus planes. Le falta valor para ponerse en marcha, pospone reiteradamente sus proyectos, o simplemente habla de ellos en un plano teórico sin aterrizar en la práctica lo que quiere hacer. Pese a que parecen tener claro lo que quieren, estos profesionales están constantemente frustrados por no poder llevar a cabo sus sueños, y sienten que la vida pasa sin que ellos puedan realmente extraer de ella todo lo que esperan. Víctimas de la procrastinación y de excusas que no hacen sino prolongar su situación, viven esperando que las condiciones cambien para poner en práctica sus planes, sin percatarse de que lo que tiene que cambiar está en el interior de ellos mismos.

Por último, hay profesionales que saben a dónde van y disponen de la suficiente energía para llegar. Han reflexionado sobre lo que de verdad les llena, han definido su trayectoria, y caminan con ese rumbo poniendo en juego toda la energía de que disponen. Estos son los profesionales de éxito. Y no se trata solo de un éxito en el sentido exclusivo de su aportación y visibilidad en la empresa, sino también de la satisfacción personal derivada de saber que su vida profesional tiene un sentido.

El éxito surge como una poderosa combinación entre la energía vital y la misión de vida de un profesional. Y la empresa necesita a este tipo de personas, porque poseen el impulso y la visión, dos cualidades hoy ya imprescindibles para que también la empresa logre triunfar. El reto consiste no solo en captar ese talento, sino en que la organización sea capaz de sumar la energía de cada uno para promover un impulso único, y además en combinar dinámicamente la misión de cada uno en el rumbo común.

 

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 05.11.2015

Con la llegada de la economía de las experiencias algo cambió definitivamente en el mercado y consecuentemente en la arena empresarial. Los clientes pasaron de utilizar bienes a comprar productos, y de ahí a utilizar servicios. Y hoy día lo que buscan son experiencias. Por ello, los criterios de disponibilidad o calidad ya están superados, y la autenticidad es la palabra que define el criterio de compra, porque solo lo auténtico es potencialmente memorable. Los consumidores ya no compran productos o servicios por su valor económico o funcional, sino por cómo les hacen sentir.

En muchos restaurantes orientales al final de la comida es tradicional ofrecer a los clientes unas galletitas que tienen dentro un pequeño papel en el que supuestamente se les vaticina su futuro. La inmensa mayoría de las personas que acuden a estos restaurantes abren la galletita y leen lo que pone el papel. Estas galletas no son especiales ni por su valor nutricional ni por su sabor. Es más, es probable que muchas de las personas que las comen no las consideren particularmente interesantes. Es evidente que quien lo hace es debido al mensaje que contienen, a pesar de que nadie se cree que lo que pone realmente prediga el futuro. Pero el juego de la intriga y el hecho de compartir los mensajes crea un momento emocionante, diferente y divertido. Es en ese momento en el que aparece la experiencia que entrega el producto. Por eso la idea de que los clientes seleccionan las vivencias por cómo les hacen sentir se conoce con el nombre del principio de la galletita de la suerte. La cuestión es que esas experiencias guían el proceso a través del cual una marca pasa a formar parte del imaginario biográfico de los clientes, pasando a formar parte así de su identidad.

Los seres humanos describimos las experiencias verbalmente y, por tanto tras vivir una de ellas en una interacción con una marca, el cliente desarrolla una narración, una serie de palabras que utiliza tanto para explicarse a si mismo lo que ha ocurrido, como para explicárselo a los demás. Esa narración puede o no encajar con la trayectoria conceptual narrativa propia y previa del cliente, y por tanto tendrá o no un sentido para él. Los clientes tienden a utilizar productos o servicios que tienen que ver con su concepción del mundo y a rechazar los que no tienen que ver o son contrarios. No se trata de una cuestión de valor económico o funcional, y desde luego no se trata de un asunto de marketing o de calidad, sino de creación de sentido. Las vivencias que completan la forma en la que el cliente ve el mundo, es decir, las que tienen sentido para él, pasan a formar parte de su biografía. Por último, en la medida en que las experiencias generan suficiente intensidad emocional, acaban formando parte de su identidad. En suma, la trayectoria pasa por la vivencia de una experiencia que despierta una narración que crea o no sentido, y en la medida en que lo hace pasa a formar parte de la biografía y de la identidad del cliente, si es que posee suficiente carga emocional. Para que se ese proceso se lleve a cabo es necesario que las empresas comprendan que el diseño de experiencias es un terreno nuevo, caracterizado por la creación de vivencias dinámicas en las cuales están presentes los componentes cognitivo, sensorial y emocional.

Una disciplina orientada a crear puntos de contacto entre una marca y su cliente, puntos que definen la relación que existe entre ambos y que hacen que la experiencia sea auténtica, emocionante y memorable.

Artículo originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com

Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 01.11.2015

Darth Vader, Anibal Lecter y el Joker, por poner solo algunos ejemplos, son malos legendarios de la gran pantalla. Antes que ellos Drácula, Mr. Hyde, Moriarty y muchos otros han perpetrado sus hazañas en la literatura, mostrando la peor cara del ser humano, cometiendo actos horribles, contraviniendo las leyes y mostrando premeditación, alevosía y crueldad en sus actos. Sin embargo, estos seres siempre van acompañados de un halo de fascinación cuando entran en escena. Si cualidades como la honestidad, la justicia, la integridad o la bondad son aspiraciones naturales del ser humano, entonces ¿por qué nos gustan los malos?

Uno de los comportamientos más significativos del ser humano es la imitación. Las personas lo copiamos y lo reproducimos todo: ropa, expresiones, gestos, comportamientos y hasta ideas. El fenómeno de la viralización de contenidos no tendría explicación alguna sin esa tendencia humana tan genuina, como no lo tendría el mundo de la moda. El motivo por el cual esto es así es desconocido y posiblemente su explicación sería compleja. Quizá con la evolución y el paso de los siglos el ser humano ha acabado entendiendo que la fuerza de un grupo es superior a la suma de sus miembros, y así, unificando las conductas de un colectivo, calcula que puede enfrentarse de manera más contundente a la realidad, de la misma manera que los lobos cazan en manadas o que los patos vuelan en bandadas.

El mayor problema es que esa concepción no tolera a los diferentes. En una manada todos son iguales, y en una bandada también. No se puede destacar. Argumentos tan ancestrales como el del cuento del Patito Feo de Andersen están grabados en el fondo de nuestra conciencia. Todos se reían del Patito Feo, e incluso su madre no lo quería cerca de ella. Y de ahí que el miedo a ser diferente, a destacar, esté tan instalado en nuestras anatomías. Intentamos ser uno más dentro de la colectividad, sin sobresalir, porque intuimos que el grupo nos mirará mal, nos criticará o, peor aún, nos excluirá. Tendríamos que repetirnos más a menudo ese bello texto quizá erróneamente atribuido a Nelson Mandela: «Empequeñecerse no ayuda al mundo. No hay nada inteligente en encogerse para que otros no se sientan inseguros a tu alrededor. Todos deberíamos brillar, como hacen los niños».

Por eso los malos y los rebeldes nos atraen tanto. Los malos no se empequeñecen, ni disimulan, ni quieren pasar desapercibidos. Se saltan a la torera ese ancestral aunque erróneo precepto de que hay que ser una pieza más del engranaje o un ladrillo más en el muro, como en la legendaria letra de Pink Floyd. Los malos rompen el guion, son diferentes y están orgullosos de ello. No siguen las normas establecidas, crean su propio camino, innovan a su manera y, lógicamente, resaltan entre la multitud. Evidentemente hay muchas personas que destacan y cuyo comportamiento es el correcto, pero ante ellas el riesgo de sentir envidia es demasiado alto. Los malos siempre nos gustarán porque en el fondo admiramos sus cualidades, pero no sentimos envidia hacia ellos porque nos sabemos moralmente superiores.

En un mundo donde la presión hacia la uniformidad y la conformidad es desproporcionada es un disparate pensar en ser diferente y en desatender los dictados de la moda o de la opinión pública mayoritaria. Sin embargo, es muy cierto que no hay nada inteligente en hacerse pequeño y disimular para que otros no se sientan inseguros. Encogerse no ayuda al mundo porque el mundo no fue hecho por personas que dieron un paso atrás y disimularon para que nadie se fijara en ellos. No lo hicieron personas grises que eran iguales a otras muchas personas grises. El mundo lo hicieron quienes rasgaron la tela del convencionalismo y los dictados de lo establecido para mirar al horizonte e innovar de verdad. El irresistible atractivo de los malos no está en su maldad, sino en que brillan con luz propia, como hacen los niños, y como cada uno de nosotros deberíamos también brillar.

Artículo originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com

Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, El Economista, Psicología del éxito / 23.07.2015

Las excusas son uno de los inventos del ser humano que resultan más dañinos para la productividad. Una excusa es básicamente una pirueta creativa que nos aleja de lo que es nuestro deber, disminuyendo así nuestro rendimiento y alejándonos de nuestros objetivos. Están directamente emparentadas con otra importante debilidad, que es dejar para mañana lo que tenemos que hacer hoy. Excusas y procrastinación son dos aliados perversos que deberíamos erradicar de nuestro mundo profesional.

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