Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Huffington Post, Jesus Alcoba, Psicología del éxito, Ultraconciencia / 15.03.2017

A comienzos de los setenta el brillante Eric Berne publicó ¿Qué dice usted después de decir hola?, un libro ya clásico en el que explicaba la importancia de los guiones vitales. En él decía que esa sencilla pregunta encerraba todas las cuestiones esenciales de la vida humana, quizá como una manera de poner en valor la gran importancia que tiene en nuestra vida la forma en la que conducimos nuestras relaciones sociales.

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito, Ultraconciencia / 08.03.2017

Asistimos atónitos a la cantidad de instituciones y empresas que todavía no se han enterado, o no han asumido, que las reglas del juego entre las organizaciones y los consumidores han cambiado. Encontramos administraciones que insisten en que el ciudadano es perverso porque rechaza la burocracia, instituciones educativas que repiten que el alumno es malo porque no valora lo que dicen sus profesores, y médicos que desaprueban al paciente porque tiene malos hábitos, porque no se toma las pastillas o porque no ha traído el volante. Aunque quizá menos, muchas empresas muestran aún la misma trasnochada mentalidad.

La globalización, la digitalización y la crisis económica han creado un nuevo contexto del que surge un consumidor informado, conectado y activo que comienza a tener un enorme poder. A menudo los clientes tienen más información del producto que van a adquirir que quien se lo está vendiendo, se dan cuenta perfectamente cuándo una oferta es engañosa, y juegan sus cartas en las redes sociales para salirse con la suya y obtener lo que quieren.

Hoy día la línea que une a las marcas con sus clientes ya no es unidireccional, sino que tiene lugar un balance entre ambas del que se espera que surja la creación de valor. En consecuencia, éste no es simplemente creado por las empresas y consumido por los clientes, sino que aquellas elaboran una propuesta que puede ser aceptada, rechazada o simplemente ignorada por el consumidor, que es quien decide. Cada vez es más cierto que el cliente siempre, siempre, tiene la razón.

Y el cliente de hoy quiere ver cómo puede integrar en su biografía las propuestas de valor que le llegan, buscando siempre lo interesante, lo emocionante, lo fascinante. Quiere historias que poder contar, vivencias con las que completar su vida y, por encima de todo, quiere vivir experiencias memorables.

Y mientras que esta es la tendencia generalizada, en el otro extremo están las organizaciones que no se enteran, las que piensan que pueden seguir dictando las normas, creando necesidades, utilizando normativas incomprensibles e innecesarias, o tácticas de ese tipo de marketing pasado de moda que ya no convence a nadie. En muchos casos el cliente parece ser simplemente un estorbo que hay que apartar para llegar al dinero, que es lo que de verdad importa, y por supuesto lo que hay que intentar conseguir sin contemplaciones. Tarde o temprano, los que no se enteran acabarán enterándose, o bien acabarán fuera del mercado, preguntándose qué fue lo que ocurrió.

 

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito, Ultraconciencia / 18.01.2017

El éxito es una aspiración universal porque, aunque la definición más extendida se centra en la posesión de lo que la sociedad valora, como por ejemplo el dinero o la fama, en realidad la mejor manera de definirlo es decir que es la obtención de aquello que cada persona busca en la vida. Sea en la profesional o en la personal. Así, para algunas personas el éxito está en dejar de fumar, para otras tiene que ver con lograr un determinado puesto de trabajo, mientras que para otras llegará cuando por fin concluyan ese proyecto tan importante que les quita el sueño.

En general, una característica común a cualquier búsqueda del éxito es que implica, en mayor o menor medida, la necesidad de superarse. Y no prestar atención a ese hecho es precisamente el motivo por el cual muchas personas no logran lo que se proponen.

Situada en el panorama del conocimiento por Ericsson y su equipo y popularizada por Malcom Gladwell en Outliers, está ampliamente difundida y aceptada la idea de que para lograr algo verdaderamente significativo en cualquier ámbito son necesarias al menos diez mil horas de práctica deliberada. Decía Michael Phelps que cualquier cosa es posible si estamos dispuestos a realizar los sacrificios que ello implica. Y esta es precisamente la omisión que hace que muchas personas no lleguen a conseguir aquello que se proponen.

El camino hacia el éxito, cualquier éxito, implica superación y sacrificio. Y lo que aleja a muchas personas de conseguir lo que se proponen es lo que podríamos llamar la percepción de singularidad, es decir, la creencia errónea de que esa superación y ese sacrificio sólo les es requerido a ellas, y no a los demás.

Para correr largas distancias hay que entrenar mucho, y eso significa sufrir y en muchos casos madrugar. Crear una empresa conlleva preocupaciones y desvelos. Y concluir una tesis doctoral, en la mayoría de las ocasiones, implica estar trabajando mientras otros están de vacaciones. Quienes piensan que los madrugones, los desvelos o la privación de las, seguramente, muy merecidas vacaciones, son requerimientos que solo les afectan a ellos, caen en el error de singularizar o personalizar lo que en realidad es general, y es que éxitos importantes conllevan esfuerzos importantes.

Son incontables las personas que piensan que no están dotadas para los idiomas, o que su constitución física les aleja de conseguir metas importantes en el deporte. Posiblemente tantos como los que se autoconvencen creyendo que en realidad fumar les gusta, para alejar así los malos espíritus del sufrimiento que les provocaría dejarlo. En el otro lado están quienes, como Phelps y muchos otros, están dispuestos a entregarlo todo a cambio de una victoria, quienes no ven rivales sino en sí mismos, y quienes han hecho de la superación su estilo de vida. Personas que no dramatizan ni singularizan los sacrificios, y que no se sienten especiales por sufrir sus efectos durante el camino. Aunque sí por haberlos dominado y dejado atrás cuando por fin llegan a la meta.

 

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito, Ultraconciencia / 14.12.2016

Resulta extraño que haya quien se impresiona por la facilidad que tienen los niños para manejar una tablet pero no se asombra de lo rápido que aprenden a hablar. Tan insólito como que haya a quien impacta más la fascinación de los niños por la tecnología que el embrujo que les producen las personas. Es verdad que un niño puede pasar horas jugando con un videojuego, pero también hace décadas podía hacerlo con un trompo y nadie escribía titulares sobre ello.

Hoy, los oráculos pregonan en cada esquina la supremacía de la informática para educar, los adictos no tienen reparos en sumergir en tecnología hasta las pestañas a sus hijos, y algunas empresas sin escrúpulos no ven en los niños sino clientes digitales. Por eso acaso deberíamos recordarnos que no existen estudios longitudinales definitivos sobre el uso de la tecnología en la educación, por el mero y simple hecho de que esta cambia constantemente. Así pues, en la cada vez más desbocada carrera impulsada por la fascinación que inocula la digitalización, tal vez deberíamos detenernos un segundo, y plantearnos luchar por apartar a los niños de intereses puramente comerciales y de las peregrinas ambiciones de quienes sienten más atracción por las máquinas que por las personas. Nadie duda de la potencial bondad de la tecnología en el aprendizaje, ni de la nueva ni de ninguna otra. Sin embargo, un asunto muy diferente es cuál es la influencia de la digitalización en la infancia y la adolescencia. Entre otras cosas porque el término tecnología no es necesariamente sinónimo de educación, como información no lo es de saber.

En realidad, ni los niños son nativos digitales ni los adultos son inmigrantes digitales. Para todos ellos hubo un primer momento en el que la tecnología apareció en sus vidas, de la misma manera en que el cine y el teléfono también lo hicieron en otras épocas. Pero nunca nadie ha utilizado estos hechos para trazar una línea que separe de manera irreconciliable a unas generaciones de otras. Son incontables las ocasiones en que los mismos niños y adolescentes que han nacido en la era digital, y a los que no se sabe quién ha investido de una comprensión suprema de la tecnología, muestran un raquítico conocimiento sobre sus principios y una rotunda falta de capacidad crítica sobre sus contenidos y riesgos, evidenciando ese fenómeno que ya se empieza a llamar la falacia de los nativos digitales.

Décadas de investigación sobre la inteligencia parecen demostrar que las nuevas generaciones son más inteligentes, pero no necesariamente más sabias. La inteligencia que se basa en procesos psicológicos básicos, que tienen que ver de manera directa con fenómenos neuronales, es obviamente mayor en las primeras etapas de la vida. Así se explica la naturalidad con la que los niños se relacionan con la tecnología, así como la vertiginosa capacidad con la que aprenden cualquier otra cosa. Pero la sabiduría, lo que queda cuando se ha olvidado todo, sigue, y seguirá siendo siempre, patrimonio de los que, inmigrantes digitales o no, han caminado muchos senderos, se han equivocado muchas veces, y han comenzado a comprender al fin qué es la vida y cuál es el sentido de la existencia.

Alguien sabio dijo que ningún mundo merece la pena si los niños no están a salvo. Es cierto que el hecho digital constituye una disrupción sin precedentes. Precisamente por ello deberíamos contemplarlo con juicio crítico, manipularlo con solvencia científica, y posicionarnos siempre a favor de lo más valioso que tiene cualquier sociedad, que son sus generaciones más jóvenes.

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito, Ultraconciencia / 15.11.2016

La alargada sombra de la Revolución Industrial extendió su efecto hasta bien entrado el siglo XX, mientras reinaba la economía de los productos, basada en el paradigma de la profesionalización especializada y en los procesos fabriles. Como consecuencia, apareció la etiqueta made in seguida del país de origen en cada bien que se introducía en el mercado, como una forma de diferenciar los buenos productos. Con el cambio de siglo el panorama ha cambiado sustancialmente.

Hace casi dos décadas que abandonamos el siglo XX, y la transformación que han sufrido los mercados tras el arranque del siglo XXI ha sido de proporciones extraordinarias. El vértigo introducido por la digitalización y la revolución copernicana que ha generado la cultura centrada en el cliente han redibujado todos los mapas. Hoy día la manufactura como proceso clave del mercado y la cultura de la calidad como garantía de bondad de un producto han dado paso a un escenario muy distinto, en el que el made in es cada vez menos importante.

Gracias a la globalización hoy día se fabrica en prácticamente cualquier lugar del mundo, porque prácticamente en cualquier lugar del mundo se puede disponer de mano de obra bien entrenada y de máquinas eficientes. La fabricación y la calidad se han comoditizado y hoy lo que realmente es importante es quién es el autor de una idea. Empresas como Apple hoy escriben en sus dispositivos no solo dónde están fabricados, sino dónde están diseñados. Hemos pasado del made in al designed by.

En un contexto donde la innovación es un valor ya irrenunciable sin el cual no se puede competir en el mercado, la importancia de las buenas y nuevas ideas es mayor que nunca. El diseño, no solo como una manera de crear belleza sino, sobre todo, como dinamismo que aúna lo artístico con lo funcional, se revela como pieza clave en la generación de nuevos procesos, productos y, sobre todo, servicios.

Y aún veremos más. Hoy día se repite el mantra del design thinking en muchas empresas, pero lo que en la mayoría de los casos significa este término es simplemente una metodología empaquetada que, a través de pasos guiados y con muchos post-its, intenta arrancar procesos de ideación en los miembros de un equipo, a veces con más fortuna que otras. Aún queda mucho por hacer hasta que realmente esa expresión, design thinking, pueda traducirse literalmente y se consiga que más y más personas tengan mente de diseñador.  Porque los diseñadores no necesitan, nunca han necesitado, ni canvas ni post-its para alumbrar sus creaciones. Simplemente un lápiz y, por encima de todo, una manera de pensar abierta y diferente. Por eso la era del designed by no ha hecho más que empezar: la era del nuevo talento.

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 21.09.2016

Es sorprendente la cantidad de frases rotundas que últimamente aparecen en las redes sociales y que se atribuyen a Einstein. Tantas que da la impresión, seguramente falsa, de que una de estas dos cosas es cierta: o bien hay un alto porcentaje de la población que ha leído sus obras, o bien el sabio dedicó una gran parte de su vida a escribir frases geniales.

Se desconoce a ciencia cierta cómo le hubiera gustado ser recordado, pero casi seguro que no como una fuente de conocimiento enlatado que, junto a su fotografía, con la lengua fuera o no, sirviera de decoración fugaz que apenas durase un minuto en la vida de los consumidores de la era de los smartphones.

Al menos, mal de muchos, comparte destino con otro de los damnificados por esta tendencia a poner en boca de los líderes de pensamiento frases estupendas para que resulten más convincentes, que es Steve Jobs. Si uno u otro hubieran escrito todas las frases célebres que se les atribuyen, quizá ni el primero hubiera descubierto la Teoría de la Relatividad, ni el segundo hubiera lanzado el iPhone, porque no les hubiera dado tiempo.

El contenido en snack es el signo de los tiempos de una época en la cual todo es tan repentino y efímero que no da ni tiempo a citar cuál es la fuente de una determinada frase. Es más, a menudo la fuente no importa o es de solvencia dudosa. La velocidad a la que vuelan las ideas frente a nuestros ojos es creciente, y es inversamente proporcional a nuestra capacidad crítica. Hoy casi nadie pone en duda que una frase que aparece en Twitter sea de Einstein o de Jobs, de la misma manera que hay quien sigue pensando, ante la frustración de los psicólogos, que solo usamos un diez por ciento de nuestro cerebro o, ante la impotencia de muchos médicos, que es cierto el mito de que hay que beber dos litros de agua al día. Nada menos.

El juicio crítico, esa capacidad que junto con la creatividad es la única que no podrá jamás ser imitada por las máquinas, y de la que, también junto con la creatividad, dependen la evolución de la cultura y la sociedad, así como la riqueza de las regiones en el futuro próximo, está tambaleándose, víctima de la velocidad apresurada de los que dan más valor a consumir contenido que a meditar sobre él.

Einstein y Jobs fueron dos personas profundas. Cada una a su manera revolucionaron su mundo, y con ello revolucionaron el mundo. Abrazaron la complejidad y la dificultad, y de ese abrazo íntimo salieron algunas de las ideas más importantes que iluminan el firmamento de nuestro tiempo. Cuesta creer que su legado se convierta en un puñado de frases que, falsamente atribuidas a ellos o no, atraviesan veloces las redes sociales junto con anuncios de rebajas en los grandes almacenes, cupones de descuento o, peor aún, selfies que evidencian la supremacía del culto al narcisismo por encima de la lectura, la reflexión y el juicio crítico.

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 03.08.2016

La capacidad de ver lo que otros no ven es una cualidad tan escasa como necesaria, que sorprendentemente no aparece en ningún informe de competencias imprescindibles para el futuro. Es un hecho cierto que no sostenemos sino miradas parciales sobre la realidad, y que cada vez que miramos a nuestro alrededor teñimos todo de nuestros propios mapas conceptuales, de nuestra biografía y subjetividad. En lo que a menudo no reparamos es que algunas de esas subjetividades son las que hacen avanzar el mundo.

Es imposible ponernos de acuerdo siquiera sobre episodios históricos recientes o fenómenos socioeconómicos contemporáneos, porque en cada opinión hay más de nosotros mismos que de la realidad que pretendemos analizar. Por eso votamos a distintos programas políticos, decoramos nuestro espacio de trabajo de manera diferente y vestimos de manera distinta. Y por eso también existen los conflictos, porque cuando una de esas opiniones choca con otra que es diametralmente opuesta, y además hay una carga emocional implicada, aparece un abismo de desencuentro.

Es cierto que no hay una única verdad, y que cada uno no mantiene sino una mirada parcial y propia. Sin embargo, no todas esas miradas tienen exactamente la misma trascendencia. En algunos casos, los ojos del que mira conectan ideas o encuentran diamantes en bruto que otros simplemente no ven, por mucho que estén mirando en la dirección correcta. Al igual que la fotografía no se basa en la perfección tecnológica de una cámara, ni el diseño es fruto de la evolución de los microprocesadores, la creatividad y la innovación no son, de manera fundamental, el resultado de un proceso sistemático sino, sobre todo, de una manera de mirar.

Hay quien ha empujado sus barcos hacia la incertidumbre del horizonte persuadido de que más allá de lo que sus ojos podían ver había territorios por explorar, quien se ha empeñado en que un invento, suyo o ajeno, revolucionaría el mundo, y quien se ha desgastado durante años frente al microscopio buscando un virus, una bacteria, o una vacuna. Todos ellos han sido personas que miraban la realidad de modo alternativo y que veían lo que otros no vemos.

En un mundo caracterizado por la ubicuidad de los algoritmos de recomendación es crucial estimar si esos complejos cálculos que se realizan sobre las preferencias futuras de un consumidor no estarán generando una regresión al infinito que acabe por extinguir el pensamiento divergente. Es verdad que a cualquiera le agrada la oportunidad de saber más sobre lo que ya sabe, probar más de lo que le gusta y sentir más emociones con las que conecta. Sin embargo, el mundo en el que una persona vive, aún subjetivo, puede verse sensiblemente reducido si resbala constantemente por un embudo de recomendaciones sobre recomendaciones. En ese contexto no sería imposible que, con el tiempo, nadie viera ya lo que los demás no ven. Y eso sí que sería un problema de considerables proporciones.

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 16.06.2016

Tener razón es una aspiración aparentemente natural. En nuestros diálogos, mucho más en nuestras discusiones, queremos demostrar que conocemos un fragmento más amplio de la realidad que nuestro interlocutor, que nuestros razonamientos son más inteligentes o que estamos en posesión de más datos. Cuando tenemos razón sentimos que ganamos, y eso nos hace sentir bien. Sin embargo, querer tener razón es en realidad una herencia tan atávica como desfasada de nuestro pasado como animales irracionales, en el que ganar o perder significaba la vida o la muerte.

Hoy día, superado ya aquel oscuro pasado, es mucho mejor jugar a no tener razón, para así acceder a otros mundos que no son el nuestro y a verdades que de otro modo jamás descubriríamos. Cuando una discusión se cierra y nos alzamos como vencedores, porque la razón aparentemente nos asiste, en realidad hemos cerrado la puerta a ideas y pensamientos divergentes que, precisamente por la fricción que nos causan, son una vía para descubrir nuevos mundos. Aprendemos cuando nos enfrentamos a cosas que no conocemos, cuando intentamos explicar hechos desconcertantes y cuando buscamos las causas de fenómenos que se nos escapan. Aprendemos cuando a través del diálogo entramos en otras formas de explicar la realidad que son diferentes, en general formuladas por personas que, con las mismas preguntas, han encontrado otras respuestas. Aprendemos cuando aceptamos que podemos estar equivocados y que eso, en muchas ocasiones, es más bueno que malo. Por el contrario, cuando tenemos razón todo queda colocado en nuestro cerebro, y así evitamos la molesta disonancia que experimentamos cuando hay dos datos en nuestra mente que se contradicen. Pero entonces nada desafía nuestra mente, no aprendemos, no cambiamos, y no mejoramos.

Ese antiquísimo relato sufí en el que un grupo de invidentes intentaba definir lo que es un elefante, y en el que cada uno solamente tocaba una parte, es una representación ciertamente exacta de lo que nos ocurre cuando queremos tener razón. Si no nos escuchamos y nos empeñamos en que la única forma de definir la realidad es la nuestra, regresaremos constantemente a nuestra vida quizá satisfechos, quizá tranquilos, pero siempre un poco más ignorantes. Por eso, hemos de entender que el objeto de discutir no es alzarnos con la razón y manifestar que estamos en posesión de la verdad. Discutimos para comprender mejor por qué pensamos lo que pensamos, y por qué la otra persona piensa como piensa. Discutimos para intentar averiguar qué parte de aquel elefante del cuento antiguo puede estar tocando la otra persona, y para intentar inferir qué aspecto final puede tener la criatura que tenemos delante. Y por eso las discusiones nunca son, nunca deberían ser, personales. Porque no se discuten las personas, sino las ideas. Porque, como alguien sabio dijo, hay que discutir de manera desafectada, como cuando uno no está de acuerdo consigo mismo. Es la única manera de progresar en el siempre incierto camino de la búsqueda de la verdad.

Tener razón está pasado de moda. Es un vicio trasnochado que aún reverbera como un eco de un mundo antiguo en el que todo era más simple y existía la falsa creencia de que las cosas podían ser blancas o negras. Hoy sabemos que, en realidad, nunca fue así. Y, en nuestro mundo, lo es mucho menos. Liberémonos de la necesidad de vivir seguros en el confortable y minúsculo desván de nuestras certezas, donde siempre tenemos razón, y salgamos a la calle a inspirarnos con novedosas y divergentes verdades. Hay pocas vivencias más emocionantes.

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, El Economista, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 07.06.2016

Los seres humanos tenemos la capacidad de soñar. Soñamos un futuro mejor para nosotros, para las empresas en las que trabajamos y para nuestras familias. Mientras que es muy evidente el valor de supervivencia que tiene para el ser humano ser capaz de prever lo que va a ocurrir en el futuro inmediato, resulta menos obvio explicar el motivo de su capacidad para imaginar un mejor porvenir. Y lo que para algunas personas parece permanecer en una constante zona de sombra es el invisible hilo que une el presente con ese futuro mejor.

Que el logro de grandes objetivos es algo que no ocurre de la noche a la mañana es un hecho tan obvio como a menudo olvidado. A menudo expresamos lo que nos gustaría que ocurriera en términos profesionales, personales o familiares. Desearíamos acaso un trabajo que nos llenara más, sufrir menos las dentelladas del estrés o ser capaces de conciliar más nuestro desempeño laboral con la vida en nuestro hogar. Sin embargo, ninguna de esas situaciones ocurrirá si no incorporamos a nuestra vida de manera práctica un hecho simple pero importante, y es que a diario debemos agregar algo, aunque sea poco, a ese objetivo que pretendemos lograr.

Con el logro de objetivos importantes ocurre que, estén lo lejos que estén, mientras que cada día avancemos un poco más, todo va bien. Lo que verdaderamente dificulta que logremos lo que queremos es estar siempre en el mismo sitio, tan solo expresando un deseo o entreteniéndonos en la simple ensoñación de uno de esos futuros en los que nos gusta vernos.

Por eso una de las preguntas más importantes que nos podemos hacer es esta: ¿qué he hecho hoy que me ayude a estar donde quiero estar mañana? Si la respuesta es nada, aun así no tiene por qué ser grave. Pero si día a día nos hacemos la misma pregunta y la respuesta es invariablemente la misma, inevitablemente podremos concluir que jamás lograremos lo que nos proponemos. Porque nada verdaderamente importante ocurre de repente. Más bien la consecución de metas realmente relevantes depende de la suma de cientos, a veces miles, de acciones cuya contribución individual, en ocasiones modesta, genera finalmente una onda expansiva que logra catapultar a la persona hacia ese mejor porvenir que busca.

De ahí que habilidades como la construcción de hábitos o valores como la constancia sean determinantes en el éxito. Si es cierto que todos los grandes viajes comienzan con un primer paso, no es menos verdadero que finalizar un trayecto depende de no detenerse, de seguir caminando con un movimiento perpetuo hacia delante que finalmente lleve nuestros pies hasta la meta. En un proyecto personal, como en cualquier otro, todo va bien mientras que se siga avanzando. Es posible que luego haya que gestionar retrasos, falta de componentes, incluso críticos, o inconvenientes de cualquier otro tipo. Pero mientras que el proyecto se siga moviendo hacia delante la posibilidad de éxito permanece.

Hay un hilo invisible que une el presente con el futuro, literalmente como un cordón umbilical que, desde el hoy, alimenta los proyectos que queremos que vean la luz mañana. El éxito siempre es acumulativo, y depende de saber alinear una larga serie de pequeñas contribuciones hacia la consecución de un objetivo final.

En este mundo de ritmo cada vez más vertiginoso existe siempre el riesgo de que nuestra mirada caiga siempre en el hoy, y de que acabemos considerando que nuestra vida es únicamente lo que ocurre entre el amanecer y el anochecer. Si eso aconteciera, se rompería el invisible hilo que une el presente con el futuro, y el mañana que soñamos jamás llegaría.

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 25.05.2016

Aunque pueda parecer un disparate, hay quienes parecen valorar más a las máquinas que a las personas. Es un hecho sorprendente cómo hay quien se fascina por la nueva pirueta, en general pueril, que es capaz de hacer el último gadget, sin reparar en que los seres humanos somos siempre criaturas mucho más fascinantes. Esas mismas personas, quizá, son quienes también se empeñan en mecanizar el mundo de las organizaciones, acaso como un intento de controlarlo, o al menos de mitigar la ansiedad que, acaso, les produce la incertidumbre del comportamiento humano.

El fenómeno de la industrialización y el enfoque de profesionales con visión miope trajo como resultado que comenzáramos a utilizar ciertos términos que equiparaban al ser humano con el resto de objetos y fenómenos que habitan las organizaciones. El primero en ser mencionado debe ser sin duda ese que nos habla de los «recursos» humanos, como si las personas pudieran gestionarse al igual que los recursos materiales, tecnológicos o financieros. Los objetos son objetos, la tecnología es tecnología, y el dinero es dinero. Y no se parecen en nada a las personas. Ninguno de ellos. En nada.

También se habla de «cadenas» de valor, como si realmente la producción de algo valioso para el cliente pudiera igualarse en todos los sectores al funcionamiento de una planta embotelladora, de «ingeniería» organizacional, igualando así las fuerzas y dinámicas humanas a las del resto de los materiales o fenómenos y, al referirse a intervenciones destinadas a que los profesionales evolucionen, algunos enfoques del desarrollo humano en las organizaciones hablan de «herramientas». No deja de ser llamativo porque, en general, las herramientas, debido a su simplicidad y al alto grado de adaptación al dispositivo donde se aplican, funcionan siempre. Sin embargo, las técnicas y procedimientos de desarrollo personal no son sino sugerencias, pistas y aproximaciones. Y por supuesto no funcionan siempre. Porque las personas se parecen poco a los tornillos, a las tuercas y a los engranajes.

Estas concepciones mecanicistas de las personas y de las empresas seguramente tranquilizan a los que las usan, quienes posiblemente imaginan en sus mentes engranajes, conductos, circuitos o conexiones que dibujan entornos organizacionales asépticos, limpios y perfectos. Sin embargo, como todo el mundo debiera ya saber, esos enfoques reduccionistas propugnados por personas que pretenden el disparate de reducir a los seres humanos a esas máquinas que quizá tanto admiran, no son sino visiones limitadas de la complejidad y grandeza del ser humano, que siempre será más inteligente que cualquier máquina y más impredecible que cualquier resorte. Afortunadamente.

Tras años de ingeniería organizacional, de reingeniería de procesos y de hablar de cadenas de valor y de herramientas de desarrollo personal, un conflicto familiar sigue pudiendo arruinar la semana de un directivo, de la misma manera que una mala noticia recibida por un comercial en un mal momento puede hacer que acabe enfadando a un cliente, perdiéndolo para siempre.

Quienes no puedan aceptar que trabajar con personas es lo más difícil que existe, que las personas deben ser la primera y la última preocupación de cualquier directivo y, por tanto, el motivo por el que todo funciona o falla, quienes insistan en hablar de engranajes dentro de las organizaciones que son ciertamente inexistentes y quienes, en definitiva, pretendan controlar la complejidad humana a base de concepciones mecanicistas de la realidad están, con toda probabilidad, abocados al fracaso en la gestión de sus equipos y objetivos y, quizá peor, a desconocer el motivo de su fracaso.

Originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com