Cambio personal, Ciencia y Management, El Economista, Psicología del éxito / 18.06.2015

Teniendo en cuenta que pasamos, al menos, un tercio de nuestra vida trabajando, y que es un deseo legítimo que todo ese tiempo sea lo más feliz posible, resulta interesante reflexionar sobre la manera en que el bienestar y el trabajo se relacionan. Como en muchas otras parcelas de nuestra vida, tendemos a pensar que si tuviéramos un trabajo mejor seríamos más felices, y sin embargo es posible que la relación sea la contraria.

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Ciencia y Management, El Economista, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 16.06.2015

La relación entre felicidad y éxito es una de las complejas cuestiones que la investigación está comenzando a esclarecer. A primera vista, daría la impresión de que cuando las personas tienen éxito, se sienten más felices. Y por tanto, en muchos casos, esperamos a que los acontecimientos se pongan de nuestra parte o a que las cosas nos salgan bien para sentirnos felices. Sin embargo, puede que el enfoque correcto sea justo el contrario.

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Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 12.05.2015

En el imaginario popular de muchos adultos que fueron jóvenes durante los años ochenta está una serie de televisión llamada “Fama” (spin-off de la de la película del mismo nombre, dirigida por Alan Parker en 1979), en la que una exigente profesora de baile de la New York City High School for the Performing Arts les recordaba a sus alumnos que la fama cuesta, y que allí era donde iban a empezar a pagar… con sudor.

Forman parte también de ese mismo acervo la película Rocky y todas sus secuelas, cuyo tema central “Eye of the tiger” se cuenta aún hoy día entre los temas motivacionales más poderosos de todos los tiempos, y por supuesto Karate Kid, cinta en la que un sabio maestro Miyagi obligaba a su pupilo a esforzarse hasta la extenuación para aprender el ancestral sistema de combate japonés.

De aquellas y otras producciones de ficción los jóvenes sacaban dos conclusiones: la primera, que es el esfuerzo lo que conduce al éxito. La segunda, que el esfuerzo, el coraje, la fuerza de voluntad, el sudor y las lágrimas, resultan en sí mismos heroicos y admirables. No fueron malos mensajes para una generación que, tan solo unos años después, a comienzos de los noventa, tuvo que enfrentar una crisis de considerables proporciones. Aunque seguramente incorrecto y desafortunado, resulta tentador hacer un paralelismo y fantasear sobre cómo pueden estar enfrentando la crisis actual algunos integrantes de la generación que creció con Harry Potter, el niño que lo conseguía todo a golpe de varita, sin siquiera despeinarse.

Durante años el paradigma de la sobreprotección ha campado a su aire, pretendiendo alejar a los niños del sufrimiento y la frustración. Tanto que se ha acuñado la expresión “padres helicóptero”, para nombrar a ese tipo de crianza en la que los progenitores sobrevuelan constantemente por encima de sus hijos con toda la artillería cargada, por si en algún momento tienen que entrar en combate para defenderlos. Pendientes en todo momento, estos padres no solo pretenden saber más que los profesores de sus hijos, sino que les matriculan en la universidad y les acompañan a las entrevistas de trabajo.

Por motivos que posiblemente tienen que ver con el funcionamiento del cerebro y de la necesidad de supervivencia, el ser humano sigue siendo una criatura resistente al cambio. Y por ello muchos de los objetivos que se plantean las personas fracasan. No porque sus planteamientos de base sean erróneos, sino porque para lograr resultados significativos en algunos de ellos, sobre todo en los importantes, hay que invertir meses o años, y por tanto ni la sobreprotección ni desde luego la magia resultan eficaces.

Al final, lograr nuestras metas es algo que depende de un único momento, aunque repetido muchas veces, en el que, después de anhelar un objetivo o un cambio, de buscar cómo lograrlo y de, al fin, trazar un plan, todo lo demás pasará a un segundo plano y, en el último momento, quedarán únicamente el individuo y su tarea: la persona enfrentada a aquello que debe hacer. Y en ese momento de soledad, en realidad, no hay nada que pueda contribuir más al éxito que el simple pero difícil trance volitivo de esforzarse, ese ancestral acto humano de movilización de la energía hacia un objetivo concreto. Sabemos que hay personas que poseen fuerza de voluntad y que hay quien no la tiene, e incluso conocemos algunos principios sobre cómo funciona y cómo desarrollarla. Sabemos muchas cosas. Sin embargo, ninguna de ellas oculta, ni ocultará nunca, el sencillo y descarnado hecho que siempre será cierto, y es que el éxito cuesta. Y que, por supuesto, en algún momento hay que empezar a pagar. Con sudor, sí.

Artículo originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com

 

El Economista, Jesus Alcoba / 30.04.2015

Desterrada como ha estado durante mucho tiempo por una sociedad del bienestar que tiende únicamente a pensar en lo sencillo y lo gratificante, la fuerza de voluntad es una capacidad que va poco a poco retomando su lugar en la cultura y en la investigación. Hoy día sabemos que es una de las cualidades ineludibles del éxito, y por eso es necesario reflexionar sobre tan potente recurso, porque oculta hechos sorprendentes.

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Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba / 21.04.2015

La productividad sigue siendo uno de los grandes retos de nuestra vida profesional. A veces sentimos que no abarcamos todo lo que nos gustaría, que la lista de tareas se descontrola, o que la bandeja de entrada se desborda. Con el advenimiento de una disrupción económica de extraordinarias proporciones, quizá equívocamente identificada al comienzo como una crisis más en el ciclo económico, nuestra vida se ha convertido en una montaña rusa de plazos, agendas, prioridades y prisas. En este contexto todos nos preguntamos cómo podemos ser más productivos y lograr nuestros objetivos.

Quizá fue el Renacimiento el primer momento en el cual la Humanidad volvió sus ojos al pasado para recobrar valores y concepciones de la vida que se consideraban olvidadas. Desde entonces encontramos siempre útil y provechoso retroceder décadas o siglos para buscar sabiduría en épocas pasadas. En el caso particular de la productividad, puede que lo que Miyamoto Musashi escribió a mediados del siglo XVII nos resulte inspirador.

Musashi fue uno de los samuráis más célebres, pues resultó vencedor en innumerables combates durante décadas. Pero, sobre todo, es conocido por el legado de su «Libro de los Cinco Anillos», un compendio de los conocimientos que deben caracterizar a un buen samurái. Entre ellos hay desde técnicas meramente instrumentales, como la manera correcta de empuñar un sable o la manera de ponerse en guardia, hasta cuestiones de corte más filosófico.

Una de las cualidades que para Musashi debía tener el buen samurái es tan simple como profunda, y encierra una competencia tan difícil de cultivar como provechosa para el éxito: no hacer nada inútil.

«No hacer nada inútil» es un pensamiento que encierra un concentrado de sabiduría y un claro potenciador de la productividad. Posiblemente si a lo largo de un día anotáramos todas y cada una de las ocupaciones en las que estamos involucrados, encontraríamos rápidamente que se pueden categorizar en tres tipos básicos: las tareas que están alineadas con nuestro rol y objetivos, y por tanto son útiles, las tareas en las que nos involucramos pero no tienen que ver con nuestra misión profesional o marca personal, y por último aquellas ocupaciones que son simplemente inútiles y nos hacen perder el tiempo. El pensamiento de Musashi viene a decir que lo que tendríamos que hacer es lograr que todas las tareas fueran del primer tipo. Es decir, intentar garantizar que en todos y cada uno de los minutos del día estamos haciendo algo que es útil, es decir, algo productivo y que tiene que ver con los objetivos últimos que pretendemos como profesionales.

Evidentemente verlo de esa manera puede inducir cierta presión porque parece deducirse que de lo que se trata es de dedicar todo el tiempo disponible a trabajar, pero en realidad la interpretación más sensata y útil no es esa, sino más bien prestar atención plena a lo que hacemos en cada momento y ver si está alineado con nuestros objetivos. Ese algo evidentemente puede ser trabajar, descansar, pensar o soñar. De lo que se trata es de que todos los movimientos de nuestra conducta sean intencionales y realmente estén conectados con lo que pretendemos en la vida o esperamos de ella.

 

Artículo originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com

Ciencia y Management, El Economista, Jesus Alcoba / 04.12.2014

Hoy que tanto nos empeñamos en señalar los valores de las redes sociales y en afirmar que, si no estamos presentes en ellas personalmente por gusto, tenemos que estar profesionalmente casi por obligación, hemos prácticamente olvidado el auténtico valor de mantener una red social sólida. Que, como salta a la vista, no es exactamente lo mismo que la presencia en las redes sociales. Los estudios de Christakis y Fowler muestran resultados tan imprescindibles como sorprendentes. Por ejemplo, una persona tiene en torno a un quince por ciento más de probabilidades de ser feliz si está conectada directamente con una persona que lo es.

Los estudios de Christakis y Fowler muestran resultados tan imprescindibles como sorprendentes, pues han demostrado que la felicidad, como otras muchas conductas humanas, se imita y se propaga a través de las conexiones sociales. Por ejemplo, una persona tiene en torno a un quince por ciento más de probabilidades de ser feliz si está conectada directamente con una persona que lo es. Y el efecto aumenta considerablemente con la cercanía: cuando una persona vive a menos de dos kilómetros de un amigo feliz, la probabilidad de que lo sea aumenta un veinticinco por ciento.

Pero lo que resulta impactante es efecto de la conexión sobre la misma vida. En un estudio que abarcaba un total de más de trescientas mil personas, los investigadores encontraron que aquellas personas que poseían una red social sólida mostraban un aumento del cincuenta por ciento en la probabilidad de supervivencia respecto a las personas con conexiones sociales más débiles.

Estar presentes en las redes sociales nos entretiene, aumenta nuestra autoestima, y desde luego es un recurso imprescindible del marketing actual. Sin embargo, mucho más importante, estar de verdad conectados con otras personas contribuye a nuestra felicidad e incrementa nuestra esperanza de vida, constituyendo una de las claves más significativas del éxito.

Estar presentes en las redes sociales es positivo, pero tener amigos es imprescindible.

Ciencia y Management, El Economista, Jesus Alcoba / 11.11.2014

Si la fuerza de voluntad nos permite lograr nuestros objetivos diarios, la constancia es lo que nos facilita conseguir nuestros objetivos a largo plazo. Si incluso un genio de talento incuestionable como Leonardo da Vinci tardó años en completar La Gioconda, los demás deberíamos abandonar la idea del éxito instantáneo y pensar que cualquier objetivo importante requiere perseverancia. Sobre todo porque aunque existan explosiones instantáneas de creatividad, de la idea a la realización, y aún más al éxito, el camino es abrumadoramente largo.

La constancia es una de esas habilidades de las que casi nadie se siente cerca. Miramos al futuro, y nos cuesta vernos haciendo las mismas cosas una y otra vez durante días, meses o años. No nos sentimos cómodos imaginándonos acumulando miles de horas de estudio, de entrenamiento o simplemente de concentración para lograr una misma meta. Y así es que objetivos como perder peso, escribir un libro, dominar un deporte, gestionar un proyecto de envergadura, y así sucesivamente, siempre se nos acaban escapando y nunca llegamos a completarlos. Sin embargo, otras personas sí lo hacen.

De la misma forma que la salud responde a una ecuación donde el peso fundamental está en lo que hacemos habitualmente, cada día, todos los días, cualquier otro objetivo de cierta relevancia está en función de conductas que también deben ser habituales. Es el poco a poco de cada día el que al final logra que consigamos lo que buscamos. Nunca nada grande se hizo de la noche a la mañana: ni los edificios más significativos de la historia, ni los grandes descubrimientos, ni desde luego las obras de arte más importantes.

Hay que dar muchos pequeños pasos para conseguir grandes cosas.

Ciencia y Management, El Economista, Jesus Alcoba / 28.10.2014

Por impactante que pueda parecer, se calcula que la lista de tareas a realizar de cualquier profesional en un momento dado es de ciento cincuenta, y que el número de impactos informativos diarios que recibe una persona en un país desarrollado es de en torno a diez mil. Con todo ello ocupando nuestra mente, no es extraño que la capacidad de estar enfocados en lo que realmente está alineado con nuestra misión personal sea un bien tan preciado y escaso.

Cuenta Nicholas Carr en Superficiales, que a mediados de los años setenta, en Palo Alto, en la corporación Xerox, reunieron a un grupo de programadores para presentarles un descubrimiento sin precedentes. Se trataba de un sistema operativo que trabajaba en multitarea, de forma que cuando uno de ellos estaba programando, si alguien le enviaba un email el sistema abriría una ventana para mostrárselo. Pese al entusiasmo general, uno de los ingenieros que estaba presenciando la demostración, dijo: “¿por qué demonios iba uno a querer que le interrumpa y distraiga un email mientras está ocupado programando?”. Claro, nadie le escuchó. Y de alguna forma, aquello fue el principio del fin. O, menos dramáticamente, el no escuchar las voces críticas que han ido surgiendo en contra de este tipo de avances nos llevó a confiar en que el cerebro humano es multitarea, cosa que no es cierta, ni para los hombres ni para las mujeres: nuestra mente puede mantener una única cosa en la conciencia, y nunca más de una a la vez.

El enfoque consiste en controlar voluntariamente el contenido de la conciencia, objetivo que han pretendido todos los movimientos espirituales desde el principio de los tiempos. Proyectar voluntariamente en el lienzo de nuestra conciencia aquello que está alineado con nuestros objetivos en la vida, dejando a un lado distracciones, pensamientos negativos, ideas menores y razonamientos estériles o contraproductivos, es una clave irrenunciable del éxito.

Tenemos que dedicarnos a pensar en lo que tenemos que pensar. Así de simple.

Ciencia y Management, El Economista, Jesus Alcoba / 23.10.2014

Bruce lee escribió: “créeme que en cada gran reto siempre hay obstáculos, grandes o pequeños, y la reacción que uno muestra ante esos obstáculos es lo que cuenta, no el obstáculo en sí. No existe la derrota hasta que tú la admitas”. Que la vida que vivimos es una sucesión de altibajos es tan cierto como que tiene un principio y un final. Por eso, pongamos la energía que pongamos en esquivar los golpes, al final llegarán. Por tanto lo mejor es estar preparados desarrollando nuestra capacidad de regeneración.

En un estudio destinado a analizar los impactos que los seres humanos experimentamos, se encontró que la media de acontecimientos adversos serios que vivimos es de unos ocho a lo largo de nuestra vida. Lo sorprendente del caso es que mientras que unas personas tienen serias dificultades para recuperarse, o no se recuperan nunca, otras muchas salen más o menos airosas de los trances que se les plantean. Dice la investigación que aproximadamente un tercio de las personas son naturalmente resilientes, y por tanto los otros dos tercios deben aprender a serlo, si quieren evitar que los contratiempos estorben o impidan su camino hacia el éxito.

Tanto la capacidad de encajar golpes como la de aprender de ellos son facultades que se aprenden. Aunque resulte difícil de creer, las personas pueden elegir la manera en que quieren interactuar con lo que les pasa, y por eso tras una situación difícil pueden tender o bien barreras, o bien puentes hacia un futuro mejor. Es una cuestión de actitud, de voluntad, y afortunadamente de práctica, por lo que cuanto más obstáculos se han superado es más fácil recuperarse de los que van surgiendo. Quizá el problema de fondo no está tanto en saber que las adversidades se pueden superar y que se puede aprender de ellas, sino en el inmenso esfuerzo que conlleva, tanto más cuando más grande es el problema.

La regeneración es una cualidad que hay que entrenar. Aunque cueste.

Ciencia y Management, El Economista, Jesus Alcoba / 16.10.2014

Lo más importante en la navegación es saber a dónde queremos ir. Todo lo demás se ajusta en función de ese parámetro. Por simple que pueda parecer, a veces se nos olvida que ese mismo principio se cumple en la vida, tanto en la personal como en la profesional. Decía Gene Kranz, antiguo director de vuelo de la NASA, y el hombre que trajo de vuelta a los astronautas del Apolo 13, que lo malo no es no cumplir un objetivo, lo malo es no tenerlo.

Una de las claves indiscutibles del éxito es tener un rumbo, una meta, una misión que cumplir. A menudo los seres humanos nos conducimos por la vida reactivamente, respondiendo a las demandas que el entorno nos plantea. Otras veces, seguimos sin más un guión preestablecido que la sociedad ha fijado, y así intentamos rellenar todas las casillas que lo forman: trabajo, casa, coche, familia, vacaciones, y así sucesivamente. Muchas personas llegan a esa situación no por fértil menos desagradable que se llama la crisis de la mediana edad, para descubrir que aquello que un día quisieron ser está tan alejado de lo que son que la vida parece no tener sentido.

La ciencia ya ha demostrado que una de las claves de la felicidad es tener un propósito en la vida: un rumbo. Escogerlo cuidadosamente, meditar sobre él, dedicarle tiempo y recursos, evaluar a qué distancia nos encontramos y, tal vez, modificarlo de cuando en cuando, son tareas indispensables para conseguir dotar a nuestra existencia de verdadero significado.

La gestión de la vida solo tiene sentido si hay un rumbo.