Hoy, desde la perfección y el brillo del mundo digital, vemos con ternura o con desdén la imperfección de la tecnología audiovisual analógica, el tosco acabado de los atuendos de los artistas de aquella época y casi nos da vergüenza ajena ver a cantantes que sudaban en televisión. Hoy pensamos que sudar ante la audiencia es antiestético. Hoy ningún artista suda ni se despeina. Y ninguna voz se sale de tono. Todo es perfecto.
Sin embargo, de aquel entorno imperfecto, de alguna manera, brotó el mundo actual. ¿Cabe pensar que en esta, aparentemente mejor, versión del mundo en que vivimos hoy se podrá engendrar uno aún más evolucionado? No parece probable. Porque, con independencia de la influencia que tuvieran todas las constelaciones de movimientos alternativos que, a partir de mediados del siglo pasado, hicieron del no militar en las filas de lo oficial y establecido la base de sus creencias, hay dos hechos ciertos.
ese es nuestro tiempo, esa es nuestra era: la de las recomendaciones y las resucitaciones
El primero es que los jóvenes de aquella época no recibían una cantidad tan abrumadora de contenido diario. Hoy día, el concepto de ubicuidad tecnológica no representa ya tanto la idea de poder tenerla a mano cuando se necesita, como la ininterrumpida presencia de un flujo de estimulación. Por otro lado, los jóvenes de aquellas generaciones tampoco eran enfrentados constantemente a productos y servicios colocados frente a su mirada por quienes sabían a ciencia cierta lo que les gustaba. Nuestra era es la de un mercado acosado por la necesidad de crecimiento, en el que el cortoplacismo de muchas organizaciones repite con fervor un peligroso mantra: solo sale al mercado lo que se sabe que funcionará. Y eso solamente permite dos vías: o una recomendación sobre algo similar a lo que gusta o la resucitación de algo que se sabe que ha gustado. Y ese es nuestro tiempo, esa es nuestra era: la de las recomendaciones y las resucitaciones.
los algoritmos parecen tratar con el mismo triste automatismo todos los elementos de nuestra vida: hay pocas cosas menos eróticas que un algoritmo
La cara oculta de estas ideas es tan rotunda como obvia: si lo que vemos delante de nosotros ocupa todo nuestro campo consciente y, además, está basado en nuestros deseos, cada vez nos sorprenderá menos y cada vez nos daremos menos cuenta de ello. Por definición, nos embruja lo nuevo y lo diferente, lo que se sale del guion, lo que lleva a nuestra mente a la curiosidad y la interrogación. La diferencia entre la pornografía y el erotismo es que la primera lo muestra todo, mientras que la segunda solo lo sugiere, dejando tras de sí un espacio infinito para la imaginación.
Lejos de esa idea, hoy día el insistente bucle de las recomendaciones y las resucitaciones deja poco lugar para lo diferente y lo disruptivo. Para lo sorprendente. Hoy nos recomiendan de todo: desde películas hasta amigos, pasando por aspiradoras y un montón de objetos que, reconozcámoslo, muchas veces adquirimos antes de saber si realmente los necesitamos. Hasta posibles parejas nos recomiendan. Y es que los algoritmos parecen tratar con el mismo triste automatismo todos los elementos de nuestra vida. Son eficientes, pero no seductores. Hay pocas cosas menos eróticas que un algoritmo.
hay quien se lamenta de que haya hoy día tanto talento desperdiciado en conseguir que una marca aparezca en los primeros resultados de un buscador
En el otro extremo, el de las resucitaciones, observamos con pasmo como el panorama ante nuestros ojos se satura de muertos vivientes, de personajes, objetos y modas que vuelven a resucitar como zombies. Seres en cuya mirada de ojos inyectados a veces parecemos percibir su necesidad de descanso eterno. Algo que no lograrán mientras no haya quien produzca ideas realmente nuevas.
Quizá por eso cada vez más cosas nos interesan menos. Y quizá por eso rápidamente buscamos con ansiedad un reemplazo para mitigar el síndrome de abstinencia que padecemos ante la falta de estímulos verdaderamente fascinantes. Y es que el embrujo más seductor que existe es que ejerce sobre nosotros una idea realmente original. Ya hay quien se lamenta de que, frente a aquello en lo que se ocupaban las mentes de generaciones anteriores, que soñaban con que el hombre podría volar, haya hoy día tanto talento desperdiciado en conseguir que una marca aparezca en los primeros resultados de un buscador, o en ganar reputación a base de mensajes de doscientos ochenta caracteres. Para muchos, la escasez de sueños verdaderamente extraordinarios para la humanidad es el resultado de una malversación del talento.
debemos pensar cómo vamos a hacer para ayudar a los jóvenes de hoy a inventar ese mañana con el que todos soñamos
Los creadores de nuestro mundo no vivían inundados por falsas novedades que, de tan obvias, aún dejan ver el repintado que se ha hecho sobre la capa anterior, que también es un frito de un refrito. Tampoco estaban sometidos a una dieta de ideas, productos o servicios basada exclusivamente en consumir exacta y solamente aquello que adoraban.
¿Es este mundo de hoy el de aquellos que engendraron el nuestro? Sin duda no. El desafío más importante para cualquier generación es cómo inventar el futuro. Por eso, debemos pensar cómo vamos a hacer para ayudar a los jóvenes de hoy a inventar ese mañana con el que todos soñamos. Ese mañana que no brotará de la fría asepsia de un algoritmo de recomendación, ni de arrancar de su sepultura a una moda ya muerta y enterrada. Un mañana que solo puede nacer de la genuina capacidad humana para provocar una ruptura y hacer nacer algo que realmente fascine y entusiasme: algo verdaderamente nuevo.