Pensamiento crítico: la segunda competencia imprescindible en la 4ª Revolución Industrial
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Ningún debate ha sido tan longevo y acalorado como el que, hace siglos, nació entre aquellas personas que creían que la realidad es una y única, y que por tanto se puede medir, representar y enseñar, y las que pensaban que la única realidad que existe es la que habita en el interior de las personas. Desde entonces hay tantos adoradores de la objetividad como discípulos de la subjetividad. Por algún motivo, y tal vez como consecuencia de la revolución industrial, el siglo veinte fue dominado por el primer tipo de pensamiento. Y de ahí nace nuestra concepción actual de la empresa. Sin embargo, algo está cambiando.
En efecto, durante el pasado siglo imperó el paradigma de la industrialización, de la profesionalización y de la alta especialización, de la cultura de la calidad, de los procesos, las operaciones, la tecnología y, en general, del culto a la estructuración y la exactitud. Y de ahí nace nuestra idea de empresa, en la que se intenta que todo sea tan predecible como necesario es que lo sea. Sin darnos cuenta, hemos asumido una concepción fabril de las organizaciones que, pensamos, deben funcionar como engranajes perfectos y exactos que transformen automáticamente insumos en resultados positivos para el accionista, o en cualquier otro tipo de rentabilidad.
Con el cambio de siglo, sin embargo, se desencadenó una turbulencia sin precedentes, una disrupción económica de proporciones hasta aquel momento inconcebibles que colocó a muchas empresas, personas y países enteros, al borde del abismo. Y aproximadamente de forma paralela surgió la cultura de la innovación, que reivindicaba la necesidad de lanzar constantemente productos y servicios al mercado, como causa y consecuencia de la insistente necesidad de los clientes de vivir nuevas experiencias. Hasta ese momento, gran parte de la humanidad, y del mercado, pensaban que la subjetividad era un asunto de segunda categoría.
Hoy día, sin embargo, el panorama es muy diferente. Los clientes no quieren comprar productos estándar ni escuchar una voz que sea la misma para todos. El cliente de hoy quiere que se hable de él y que se le hable a él, con la máxima cercanía posible. Y, por supuesto, demanda productos personalizados. Por otro lado, las empresas deben moverse a una velocidad tal que sus procesos y procedimientos parecen anquilosados y torpes ante el vértigo del mercado. En el nuevo contexto, por ejemplo, las antiguamente veneradas formas de evaluar el desempeño o de describir puestos, hijas de una concepción fabril y estática de las organizaciones, hacen aguas mientras se necesitan profesionales con competencias cada vez más transversales y líquidas.
No es que no necesitemos exactitud, organización, eficiencia o eficacia. Y tampoco es que nos sobren la especialización o la cultura de la calidad. Simplemente es que el mercado y las organizaciones, como el mundo y la sociedad en general, están vivos y evolucionan. Y a una manera de hacer basada en la objetividad, hay que acompasar ahora una mentalidad que valore la subjetividad. Y sobre una concepción empresarial basada en la estrategia, hay que introducir ahora el diálogo con la disconformidad y el pensamiento diferente. Si el siglo pasado fue el de la objetividad, este siglo está llamado a ser el de la subjetividad. El siglo en que, verdaderamente, comprendamos que cada ser humano es único, y que uno de los mayores valores que tiene este mundo es la diversidad.
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Algunos de ellos son coaches que, como dicen que hacen los nuevos ricos, no dejan de ostentar sus nuevas adquisiciones, en este caso conceptuales. En otros casos son psicólogos, más o menos formados o más o menos frustrados. Y también hay maestros, docentes y pedagogos de toda índole, e incluso fisioterapeutas, economistas, abogados y un sinfín de tipos más. Todos ellos se autoproclaman gurús y comparten el uso indiscriminado, y muchas veces indebido, del “tienes”, “debes”, “haz” y, en fin, todo tipo de expresiones con las que acostumbran a decirnos a los demás lo que tenemos que hacer. Son los apóstoles del imperativo.
No representan una mayoría, ni respecto a sus profesiones ni respecto al resto de las personas, pero se les oye mucho. Cada vez más. Y nadie sabe de dónde viene esta inquietante y a veces impertinente costumbre de ametrallarnos desde sus posiciones en las redes sociales a base de frases redondas y rotundas, gráficas más o menos elaboradas o enlatadas e, incluso, vídeos aparentemente casuales en los que dictan los preceptos de sus particulares evangelios.
Hay de todo: desde cómo hacer una limpieza intestinal hasta cómo alcanzar la felicidad pasando, desde luego, por cómo conseguir el empleo soñado e incluso comprender el sentido de la vida. Y aunque aún no se comprenda del todo por qué se necesita limpiar un órgano que se está saneando constantemente, ni se sepa del todo qué es la felicidad y mucho menos el sentido de la vida, ellos continúan lanzando sus certeras sentencias como hacen los aspersores, indiscriminadamente, con la esperanza de que hagan blanco en alguna de esas personas que piensan que todo en la vida se puede resolver a golpe de manual.
Nadie duda de que se pueda sugerir, aconsejar o proponer. E incluso, si se está en posesión de alguna pequeña verdad (las verdades siempre son pequeñas y vienen en frascos solo medio llenos), tampoco nadie duda de que se pueda escribir con letras un poco más mayúsculas que el resto del mensaje. Pero de ahí a espetarle mandatos imperativos a todo el mundo desde un púlpito autofabricado hay un abismo.
Decía Katharine Withehorn que “se reconoce a quienes viven para otros por la expresión de angustia en la cara de esos otros”. Certero pensamiento que describe perfectamente el hartazgo que produce estar constantemente escuchando de otros lo que se supone que tendríamos que estar haciendo para conducirnos por la vida. Sobre todo, porque la vida de cada uno es de cada uno, y es imposible que una pauta, por buena que sea, produzca los mismos resultados en personas diferentes.
Nadie sabe de dónde han salido los apóstoles del imperativo. Tal vez son personas que gritan a los demás lo que les gustaría que ocurriera dentro de sí mismos. O puede que se trate simplemente de una conducta-meme, es decir, de un mecanismo de imitación, tan comunes en el ser humano. O quizá es que todo el mundo está últimamente más confuso y sea verdad que se requieren más pautas que nunca. Lo que sí parece claro es que hay muchos más tiempos verbales en el catálogo. Más amables, más interesantes y, desde luego, con muchas más probabilidades de éxito.
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Existe una natural tendencia del ser humano a polarizar las cosas, a ver la vida blanca o negra. Y, con ella, se da también la nativa querencia a imitar la conducta de los demás. Complementaria a estas dos hay una tercera fuerza, en este caso artificial, que es la presión comercial que empuja al consumidor a encapricharse de unos productos mientras desdeña otros, que se antojan entonces anacrónicos y fuera de sitio.
Sin embargo, y sobre todo en aquellos productos de cierta complejidad, la historia ha mostrado muchas veces que la vida no es blanca o negra, y que el cliente tiende a hacer lo que le parece bien, a pesar de todo.
“Video Killed the Radio Star”, aquella adhesiva canción de finales de los setenta era un lamento por la cultura radiofónica de hacía dos décadas. El vídeo triunfaba, la radio se perdía. También, dijeron, el vídeo iba a ser el culpable del final de las salas de cine, en aquellos años ochenta en los que disponer de toda la magia de las películas en el salón era objeto de culto. Hoy, que recordamos aquellos televisores de tubo con su pantalla curvada, cuesta creer que quisiéramos cambiar su baja definición y su sonido mediocre por la experiencia inmersiva de una pantalla de cine de cuarenta metros cuadrados con sonido Dolby Stereo.
Tiempo más tarde, los apóstoles de los libros electrónicos vaticinaron, una y otra vez, que los libros de papel tenían los días contados, que desaparecerían, que todo el mundo los repudiaría cuando tuviera un e-book en el bolsillo. Pues bien, han pasado algunos años, las ventas del libro electrónico parecen haberse estancado, y constantemente aparecen pequeñas editoriales de nicho que están devolviendo al mundo editorial parte de su dinamismo.
La historia no estaría completa sin los evangelistas de la robótica, que profetizan un mundo dominado por autómatas que privarán a los seres humanos de trabajo y, tal vez, de libertad. Otra vez el triunvirato entre la polarización en la que vive el cerebro humano, su tendencia a la imitación y la constante presión comercial de determinadas compañías.
Es verdad que la bombilla desplazó a la vela y que el automóvil acabó con los coches de caballos. Sin embargo, en otras ocasiones hemos visto cómo las tendencias que aparecen no son opuestas, sino complementarias. Muchas personas disfrutan hoy de sus películas favoritas en casa y también de la experiencia de ir a una sala de cine. Y hay quien lee libros en papel y también en dispositivos electrónicos. Y eso no es malo. Más bien todo lo contrario.
Las estrellas de la radio no murieron cuando apareció el vídeo. Más bien vieron su potencial incrementado por la imagen, tuvieron otra plataforma a través de la cual hacer llegar su talento y, lo que es quizá más interesante, pudieron disponer de un nuevo lenguaje creativo en el cual comunicarse. Tampoco la radio desapareció, siendo a día de hoy un medio que cautiva a millones de personas.
En general, cuanta más diversidad hay, más opciones tienen los clientes, y más sana competencia viven las empresas que habitan el mercado. Algunos se sorprenderán cuando constaten que, dentro de unas décadas, los robots y los seres humanos serán responsables, ambos, del crecimiento económico y la prosperidad. Pese a todo, las cosas no son o blancas o negras.
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Ahora que todos somos coaches y ya no tenemos a nadie a quien asesorar, parece que el nuevo objeto de deseo es convertirnos en influencers.
Influencer es una de las palabras de moda y, desde luego, la aspiración de legiones de personas, la mayoría de ellas post-millennials. Es un término relacionado con el brillo y la fama, con tener decenas o cientos de miles de seguidores, y desde luego con provocar admiración y cierta envidia. Los influencers se muestran ante nuestros ojos como personajes que parecen disfrutar de cada minuto de su existencia, tan felices como profundos, aparentando conocer todos los secretos de la vida. Por si eso fuera poco, se publican constantemente datos sobre las escalofriantes cantidades que reciben de las marcas por crear imágenes vinculadas a ellas. Los influencers parecen ser como el Rey Midas, que convertía en oro todo lo que tocaba.
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Pese a décadas de investigación la creatividad sigue siendo uno de los fenómenos más elusivos que conocemos. Y pese a que existen innumerables definiciones de esta singular habilidad, lo cierto es que una de las que ha ganado más aceptación en el imaginario popular es, precisamente, una de las más desafortunadas. Se trata de la famosa expresión «think out of the box», que podríamos traducir como «pensar fuera de la caja».
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Hace muchos, muchos años, era habitual encontrar cabinas telefónicas por la calle. Como no había smartphones, esa era la única manera de contactar con alguien estando fuera de casa. Formaban parte de la escena urbana de casi cualquier país y, en algunos sitios, sus diseños eran tan llamativos que llegaron a convertirse en símbolos patrios. Sin embargo, si bien hace tiempo hablar por teléfono desde una cabina era un gesto normal, hoy día en nuestro país casi nueve de cada diez personas jamás ha utilizado una, y están a punto de extinguirse.
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Pasa a menudo en esos momentos en los cuales no tienes nada que hacer, o simplemente buscas desconectar. Sacas el móvil y te pones a revisar tus perfiles de redes sociales, o simplemente a navegar para encontrar algo que te resulte entretenido. No buscas nada fijo, y desde luego nada sesudo o relevante, simplemente algo que te ayude a pasar el rato. Rápidamente, y sin tú apenas notarlo, tus ojos y tus clics acaban seleccionando una serie de vídeos tan divertidos como intrascendentes. O puede que comentarios sarcásticos, aunque poco elaborados, sobre los políticos que detestas. O quizá un puñado de memes igualmente hilarantes y burdos. Es posible que acabes esa breve sesión compartiendo algunos de estos contenidos con tus contactos.
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Una fotografía no es una única cosa. Hay tantos modos de sacar fotos como maneras de mirar, y hay tantas formas de mirar como personas. Y cada imagen revela, como es natural y esperable, la personalidad de quien la ha tomado. Aquí van algunos ejemplos ¿Con cuál te identificas?
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