Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 03.08.2016

La capacidad de ver lo que otros no ven es una cualidad tan escasa como necesaria, que sorprendentemente no aparece en ningún informe de competencias imprescindibles para el futuro. Es un hecho cierto que no sostenemos sino miradas parciales sobre la realidad, y que cada vez que miramos a nuestro alrededor teñimos todo de nuestros propios mapas conceptuales, de nuestra biografía y subjetividad. En lo que a menudo no reparamos es que algunas de esas subjetividades son las que hacen avanzar el mundo.

Es imposible ponernos de acuerdo siquiera sobre episodios históricos recientes o fenómenos socioeconómicos contemporáneos, porque en cada opinión hay más de nosotros mismos que de la realidad que pretendemos analizar. Por eso votamos a distintos programas políticos, decoramos nuestro espacio de trabajo de manera diferente y vestimos de manera distinta. Y por eso también existen los conflictos, porque cuando una de esas opiniones choca con otra que es diametralmente opuesta, y además hay una carga emocional implicada, aparece un abismo de desencuentro.

Es cierto que no hay una única verdad, y que cada uno no mantiene sino una mirada parcial y propia. Sin embargo, no todas esas miradas tienen exactamente la misma trascendencia. En algunos casos, los ojos del que mira conectan ideas o encuentran diamantes en bruto que otros simplemente no ven, por mucho que estén mirando en la dirección correcta. Al igual que la fotografía no se basa en la perfección tecnológica de una cámara, ni el diseño es fruto de la evolución de los microprocesadores, la creatividad y la innovación no son, de manera fundamental, el resultado de un proceso sistemático sino, sobre todo, de una manera de mirar.

Hay quien ha empujado sus barcos hacia la incertidumbre del horizonte persuadido de que más allá de lo que sus ojos podían ver había territorios por explorar, quien se ha empeñado en que un invento, suyo o ajeno, revolucionaría el mundo, y quien se ha desgastado durante años frente al microscopio buscando un virus, una bacteria, o una vacuna. Todos ellos han sido personas que miraban la realidad de modo alternativo y que veían lo que otros no vemos.

En un mundo caracterizado por la ubicuidad de los algoritmos de recomendación es crucial estimar si esos complejos cálculos que se realizan sobre las preferencias futuras de un consumidor no estarán generando una regresión al infinito que acabe por extinguir el pensamiento divergente. Es verdad que a cualquiera le agrada la oportunidad de saber más sobre lo que ya sabe, probar más de lo que le gusta y sentir más emociones con las que conecta. Sin embargo, el mundo en el que una persona vive, aún subjetivo, puede verse sensiblemente reducido si resbala constantemente por un embudo de recomendaciones sobre recomendaciones. En ese contexto no sería imposible que, con el tiempo, nadie viera ya lo que los demás no ven. Y eso sí que sería un problema de considerables proporciones.

Originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com

Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 16.06.2016

Tener razón es una aspiración aparentemente natural. En nuestros diálogos, mucho más en nuestras discusiones, queremos demostrar que conocemos un fragmento más amplio de la realidad que nuestro interlocutor, que nuestros razonamientos son más inteligentes o que estamos en posesión de más datos. Cuando tenemos razón sentimos que ganamos, y eso nos hace sentir bien. Sin embargo, querer tener razón es en realidad una herencia tan atávica como desfasada de nuestro pasado como animales irracionales, en el que ganar o perder significaba la vida o la muerte.

Hoy día, superado ya aquel oscuro pasado, es mucho mejor jugar a no tener razón, para así acceder a otros mundos que no son el nuestro y a verdades que de otro modo jamás descubriríamos. Cuando una discusión se cierra y nos alzamos como vencedores, porque la razón aparentemente nos asiste, en realidad hemos cerrado la puerta a ideas y pensamientos divergentes que, precisamente por la fricción que nos causan, son una vía para descubrir nuevos mundos. Aprendemos cuando nos enfrentamos a cosas que no conocemos, cuando intentamos explicar hechos desconcertantes y cuando buscamos las causas de fenómenos que se nos escapan. Aprendemos cuando a través del diálogo entramos en otras formas de explicar la realidad que son diferentes, en general formuladas por personas que, con las mismas preguntas, han encontrado otras respuestas. Aprendemos cuando aceptamos que podemos estar equivocados y que eso, en muchas ocasiones, es más bueno que malo. Por el contrario, cuando tenemos razón todo queda colocado en nuestro cerebro, y así evitamos la molesta disonancia que experimentamos cuando hay dos datos en nuestra mente que se contradicen. Pero entonces nada desafía nuestra mente, no aprendemos, no cambiamos, y no mejoramos.

Ese antiquísimo relato sufí en el que un grupo de invidentes intentaba definir lo que es un elefante, y en el que cada uno solamente tocaba una parte, es una representación ciertamente exacta de lo que nos ocurre cuando queremos tener razón. Si no nos escuchamos y nos empeñamos en que la única forma de definir la realidad es la nuestra, regresaremos constantemente a nuestra vida quizá satisfechos, quizá tranquilos, pero siempre un poco más ignorantes. Por eso, hemos de entender que el objeto de discutir no es alzarnos con la razón y manifestar que estamos en posesión de la verdad. Discutimos para comprender mejor por qué pensamos lo que pensamos, y por qué la otra persona piensa como piensa. Discutimos para intentar averiguar qué parte de aquel elefante del cuento antiguo puede estar tocando la otra persona, y para intentar inferir qué aspecto final puede tener la criatura que tenemos delante. Y por eso las discusiones nunca son, nunca deberían ser, personales. Porque no se discuten las personas, sino las ideas. Porque, como alguien sabio dijo, hay que discutir de manera desafectada, como cuando uno no está de acuerdo consigo mismo. Es la única manera de progresar en el siempre incierto camino de la búsqueda de la verdad.

Tener razón está pasado de moda. Es un vicio trasnochado que aún reverbera como un eco de un mundo antiguo en el que todo era más simple y existía la falsa creencia de que las cosas podían ser blancas o negras. Hoy sabemos que, en realidad, nunca fue así. Y, en nuestro mundo, lo es mucho menos. Liberémonos de la necesidad de vivir seguros en el confortable y minúsculo desván de nuestras certezas, donde siempre tenemos razón, y salgamos a la calle a inspirarnos con novedosas y divergentes verdades. Hay pocas vivencias más emocionantes.

Originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com

Cambio personal, Ciencia y Management, El Economista, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 01.12.2015

Entre los peores defectos que han inventado las personas está la mentira, sin duda. Pero también es una de las grandes tentaciones que surgen constantemente en nuestro camino. El ser humano, quizá por encima de todo, es un gran contador de historias, tal vez porque su cualidad más recurrentemente necesaria es la de dar sentido a su propia existencia. Por eso nos resulta tan fácil mentir. Y por eso una de las cualidades más dignas de valoración en un buen jefe es decir la verdad.

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