Cambio personal, Ciencia y Management, Conferencia, Dirigentes, Inspiración, Jesus Alcoba, Originalidad, Ultraconciencia / 01.05.2019

Vivimos tiempos extraños. Tiempos en los que hay que justificar lo evidente y en los que lo obvio brilla por su ausencia. Tiempos en los que muchos profesionales sanitarios no miran a los ojos de sus pacientes, absortos por lo que quiera que ocurra en sus pantallas, con las que sí se relacionan. Tiempos en los que en las salas de espera, cada vez más desamparadas e impersonales, se exhiben impunemente esos monitores impávidos que otorgan turnos, a veces peor diseñados que los que se encuentran en muchas carnicerías. Tiempos en los que casi cualquier teléfono de un hospital o compañía de seguros repite, en atormentador bucle, una sintonía tan insustancial como finalmente desquiciante.

El disparate de estos tiempos nuestros, tan aparentemente digitales y ultramodernos, está en que nos vemos obligados a añadir la palabra humanización al concepto de cuidado de la salud. Que es como hablar de humanización de la fe o de la educación. Nadie se imagina un mundo en el que haya que pedir turno para asistir a una celebración religiosa. Y quizá sea ese uno de los pocos reductos donde la vida aún sigue siendo de verdad humana. Porque la educación, al menos la universidad, está muy cerca, si es que no ha llegado ya, de generar más documentos en procesos de acreditación y aseguramiento de la calidad que en artículos de investigación. Quizá algún día topemos con el absurdo de que también hay que humanizar la universidad.

Hablar de humanización de la salud es como hablar de transparencia política o de rigor científico. La ciencia debe ser rigurosa. Si no, no es ciencia. De la misma manera que la política debe ser transparente. Y si no, tampoco es política. Es un disparate. Exactamente igual que lo que ocurre en la prestación de muchos servicios de salud hoy día.

¿En qué momento dejamos de ser personas para ser denominados siempre pacientes? ¿En qué momento la marea de recetas, volantes y autorizaciones comenzó a ocultar a las dolencias? ¿Y en qué momento las dolencias comenzaron a ocultar a las personas?

Es verdad que enfermamos menos y vivimos más. Y se dirá que esto es a cambio de aquello. Nada más falso. Porque el precio de una mejor salud no puede ser la deshumanización de la sanidad. Sobre todo si es para llenar bolsillos o escatimar presupuestos. O, aún más grave, si se hace con la ceguera de la torpe eficiencia, que es la que finalmente acaba produciendo más dolor que el que intenta aliviar. La industrialización inteligente, cuando hablamos de personas, debería ir siempre acompañada de una extraordinaria vocación de servicio y de una memorable experiencia de paciente.

Hoy día hablamos de humanización de la salud. Y no deja de ser irónico, o lamentable, que esto ocurra en medio de una flamante cuarta revolución industrial que nos promete día a día la verdadera y buena vida, en otro espejismo provocado por una nueva escalada, aún más vertiginosa y acelerada que la anterior, por la curva ascendente del ciclo de sobreexpectación. Si no frenamos a tiempo llegará un día en que tendremos que hablar de humanizar la familia, de humanizar la amistad o de humanizar la vida. Nuevos disparates para tiempos nuevos. Extraños tiempos.

 

Originalmente publicado en www.dirigentesdigital.com

Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito, Ultraconciencia / 07.06.2017

En 1817 el joven escritor Henri Beyle visitaba Florencia cuando entró en la basílica de la Santa Cruz. La sensación que le produjo la belleza que allí contempló probablemente se acumuló a la que venía experimentando a lo largo de su paseo por la ciudad, y simplemente no pudo más. De repente, sintió palpitaciones, vértigo y confusión. “Me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme», escribió. Desde entonces, estos síntomas se conocen con el nombre de “Síndrome de Stendhal”, el seudónimo con el que Beyle escribía.

Muchas personas que visitan Florencia en particular, y la Toscana en general, coinciden en afirmar que es un lugar mágico, una rara estrella en el firmamento de la creación, donde la belleza puede llegar a conmocionar. Por eso es interesante preguntarse qué pudo provocar el desencadenamiento de una fuerza creativa tan arrolladora, de hecho la única manifestación de belleza que es capaz de provocar psicopatología.

Un análisis ciertamente superficial seguramente diría que el genio creativo se desarrolló debido a la financiación que proporcionaban los mecenas. Sin embargo, esto solo explica la condición, no la causa, pues es muy evidente que los recursos económicos, por sí mismos, no necesariamente fomentan la creatividad.

Una hipótesis mucho más interesante es que el talento creativo surgió por lo que conocemos como el “efecto Medici”, que nos dice que las ideas innovadoras surgen en la intersección entre distintas esferas del conocimiento y el arte. Según esta visión, lo que realmente potenció la creatividad durante el Renacimiento fue la fricción entre distintas disciplinas, como la filosofía, la ciencia o la arquitectura. De la misma manera que, mucho tiempo más tarde, la gastronomía molecular surgió entre la cocina, la física y la química, que la biomimética apareció entre el diseño y la observación de la naturaleza o que el psicodrama nació en la intersección entre el arte dramático y la psicología.

Desde el ideal renacentista del genio que sabía de todo hasta el paradigma de la superespecialización que acampó entre nosotros a finales del siglo XX se extienden casi quinientos años de evolución, en los que la ciencia ha ido creciendo de un modo abrumador. Tanto que en un momento casi llegamos a creer que el éxito profesional solo podía venir del dominio profundo de un área del conocimiento. Así apareció la idea de que los profesionales tenían que cavar en sus respectivas áreas de conocimiento todo lo profundo que pudieran, hasta obtener un altísimo grado de maestría. Sin embargo, hoy día observamos fenómenos que parecen querer acabar con ese paradigma, o al menos cuestionarlo.

El primero de ellos deriva precisamente de la idea de que existan profesionales en la empresa que han cavado tan profundo en sus áreas de especialización que son incapaces de comunicarse con otros, que viven en otras cuevas: profesionales de las finanzas que no entienden el marketing, especialistas en marketing que no entienden la tecnología, y expertos en tecnología que no saben hablar el lenguaje de las finanzas.

El segundo tiene que ver con el trepidante dinamismo de la economía y su influencia sobre los perfiles profesionales. Incluso la más superficial mirada sobre el mercado de trabajo nos devuelve la rotunda conclusión de que muchos de los empleos que son hoy tendencia hace algunos años ni siquiera existían: desarrollador de apps, wedding planner, bloguero, personal shopper, community manager, monitor de zumba, personal trainer o especialista en SEO. Todas ellas son profesiones que no se han encontrado al final de una larga trayectoria de especialización, sino que simplemente han surgido de manera paralela, de ideas e iniciativas nuevas.

La única manera en que los profesionales que viven en silos pueden comunicarse entre sí, y también la única forma en que otros pueden dar el salto a profesiones diferentes es el conocimiento transversal. Hace no tanto un estudio demostraba que los científicos poseedores del Nobel muestran una afición al arte y a las manualidades superior al de otros científicos. Si incluso en el mundo de la ciencia, único reducto donde la superespecialización parece ya posible, el conocimiento transversal potencia las habilidades de investigadores de primera línea, cuánto más no ayudará a cualquier otro tipo de profesional.

Tal vez el paradigma de la superespecialización haya muerto. O al menos tal y como lo conocemos. Tal vez, quinientos años después, tengamos que volver a mirar y a admirar a aquellos genios renacentistas y pensar que ni la ciencia ni el progreso pueden evolucionar desde silos donde no es posible el diálogo con otros ámbitos ni la reinvención profesional. Tal vez estemos en la era del necesario regreso de Da Vinci.

 

Originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com

Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 25.05.2016

Aunque pueda parecer un disparate, hay quienes parecen valorar más a las máquinas que a las personas. Es un hecho sorprendente cómo hay quien se fascina por la nueva pirueta, en general pueril, que es capaz de hacer el último gadget, sin reparar en que los seres humanos somos siempre criaturas mucho más fascinantes. Esas mismas personas, quizá, son quienes también se empeñan en mecanizar el mundo de las organizaciones, acaso como un intento de controlarlo, o al menos de mitigar la ansiedad que, acaso, les produce la incertidumbre del comportamiento humano.

El fenómeno de la industrialización y el enfoque de profesionales con visión miope trajo como resultado que comenzáramos a utilizar ciertos términos que equiparaban al ser humano con el resto de objetos y fenómenos que habitan las organizaciones. El primero en ser mencionado debe ser sin duda ese que nos habla de los «recursos» humanos, como si las personas pudieran gestionarse al igual que los recursos materiales, tecnológicos o financieros. Los objetos son objetos, la tecnología es tecnología, y el dinero es dinero. Y no se parecen en nada a las personas. Ninguno de ellos. En nada.

También se habla de «cadenas» de valor, como si realmente la producción de algo valioso para el cliente pudiera igualarse en todos los sectores al funcionamiento de una planta embotelladora, de «ingeniería» organizacional, igualando así las fuerzas y dinámicas humanas a las del resto de los materiales o fenómenos y, al referirse a intervenciones destinadas a que los profesionales evolucionen, algunos enfoques del desarrollo humano en las organizaciones hablan de «herramientas». No deja de ser llamativo porque, en general, las herramientas, debido a su simplicidad y al alto grado de adaptación al dispositivo donde se aplican, funcionan siempre. Sin embargo, las técnicas y procedimientos de desarrollo personal no son sino sugerencias, pistas y aproximaciones. Y por supuesto no funcionan siempre. Porque las personas se parecen poco a los tornillos, a las tuercas y a los engranajes.

Estas concepciones mecanicistas de las personas y de las empresas seguramente tranquilizan a los que las usan, quienes posiblemente imaginan en sus mentes engranajes, conductos, circuitos o conexiones que dibujan entornos organizacionales asépticos, limpios y perfectos. Sin embargo, como todo el mundo debiera ya saber, esos enfoques reduccionistas propugnados por personas que pretenden el disparate de reducir a los seres humanos a esas máquinas que quizá tanto admiran, no son sino visiones limitadas de la complejidad y grandeza del ser humano, que siempre será más inteligente que cualquier máquina y más impredecible que cualquier resorte. Afortunadamente.

Tras años de ingeniería organizacional, de reingeniería de procesos y de hablar de cadenas de valor y de herramientas de desarrollo personal, un conflicto familiar sigue pudiendo arruinar la semana de un directivo, de la misma manera que una mala noticia recibida por un comercial en un mal momento puede hacer que acabe enfadando a un cliente, perdiéndolo para siempre.

Quienes no puedan aceptar que trabajar con personas es lo más difícil que existe, que las personas deben ser la primera y la última preocupación de cualquier directivo y, por tanto, el motivo por el que todo funciona o falla, quienes insistan en hablar de engranajes dentro de las organizaciones que son ciertamente inexistentes y quienes, en definitiva, pretendan controlar la complejidad humana a base de concepciones mecanicistas de la realidad están, con toda probabilidad, abocados al fracaso en la gestión de sus equipos y objetivos y, quizá peor, a desconocer el motivo de su fracaso.

Originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com