Cambio personal, Ciencia y Management, Conferencia, El Economista, Inspiración, Jesus Alcoba, Originalidad, Psicología del éxito, Ultraconciencia / 02.06.2021

Es imposible que no se nos vayan los ojos cuando vemos por la carretera uno de esos coches míticos que han hecho historia. Un Ford Mustang de los 50 (posiblemente el coche que más veces ha aparecido en el cine), un Porsche 911 original o un Aston Martin DB5 (el primer automóvil que tuvo James Bond). Y no digamos ya si tenemos la suerte de ver circulando un DeLorean DMC-12 (el coche de Regreso al Futuro). Sin embargo, de un tiempo a esta parte esto pasa más bien poco, no solo porque esos modelos han ido envejeciendo y desapareciendo sino, sobre todo, porque cada vez hay menos sustitutos. ¿Cuál es el motivo?

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Cambio personal, Ciencia y Management, Conferencia, El Economista, Jesus Alcoba, Originalidad, Psicología del éxito, Ultraconciencia / 10.06.2020

Los cantos de sirena de la tercera revolución industrial comenzaron mucho antes, pero no fue hasta los años 2007-2008 cuando realmente irrumpió en nuestras vidas el irresistible fulgor de la ubicuidad tecnológica. Cuando comenzaron a convencernos a todos de que la verdadera y buena vida estaba en las redes sociales, en compartirlo todo y en desnudarse por completo en el torrente público y efímero de la vanidad digital. Cuando se persuadió casi a cada ciudadano para que creara su audiencia, muchas veces más imaginaria que real, y se pasara más horas que menos haciéndose selfis. O, peor, exhibiendo irresponsablemente al mundo la vida de sus hijos. Cuando, en fin, los apóstoles de la falsa democratización de la tecnología nos colaron el concepto de vida digital. Anzuelo que tanto la generación Y como la Z, y algún ya talludito early adopter, engulleron con la boca llena, a grandes mordiscos y casi con ansia. Al menos al principio.

Antes de que el pandémico coronavirus nos obligase a digitalizar nuestras interacciones hasta límites antes insospechados, aquella vida digital en un inicio reverenciada y ansiada comenzaba a mostrar síntomas de agotamiento…

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Inspiración, Jesus Alcoba, Psicología del éxito, Ultraconciencia / 20.06.2018

Desde hace apenas unos años, el movimiento de experiencia de cliente se ha revelado como una de las grandes tendencias en la arena empresarial. Sus claros beneficios, como generador de crecimiento y hoja de ruta en la transformación digital, hacen que sea el único enfoque que realmente hace tangible una cultura centrada en el cliente. A pesar de esas enormes ventajas, y como en toda tendencia, se corre el riesgo de que haya quien interprete que se trata simplemente de una moda pasajera. Nada más lejos de la realidad.

La economía se explica por un principio muy simple, y es que los clientes entregan dinero, tiempo o esfuerzo a cambio de aquello que consideran valioso. El asunto es que eso, lo que el cliente considera valioso, va cambiando conforme la sociedad evoluciona y el mundo se hace más complejo. Y hoy día es evidente que lo que los clientes quieren es vivir experiencias. Lo que es necesario explicar es qué es lo que hace que determinados clientes se unan a sus marcas, a través de esas experiencias, de una manera que, en ocasiones, llega a superar lo racional. Y para ello es preciso hablar de una extraordinaria coincidencia, un alineamiento inesperado de dos ideas que jamás habían tenido nada que ver. Hasta ahora.

Una tiene que ver con lo que conocemos como brand storytelling, o narrativa de marca. Y es la manera en la que las marcas intentan conectar con los clientes a través de un relato. Es decir, la forma en que intentan explicar quiénes son y qué es lo que ofrecen a partir de una historia con la que los clientes se puedan identificar. Evidentemente, en una narrativa de marca van incorporados aspectos críticos de la esencia misma de la organización, como son su propósito y sus valores. Es decir, una narrativa de marca intenta desplegar su identidad a través de un relato emocionante y coherente. La cuestión es que el brand storytelling es una idea que, fundamentalmente, está vinculada al mundo del pensamiento empresarial, en áreas como marketing o estrategia.

La otra idea pertenece a una línea de investigación hasta ahora muy alejada del mundo del marketing, y se conoce con el nombre de life stories. Las historias de vida tienen que ver fundamentalmente con el mundo de la Psicología, e intentan explicar que los seres humanos tendemos a definirnos a nosotros mismos, y a explicar quiénes somos, a través de aspectos como episodios biográficos y mitos personales que ordenamos en un guion vital ordenado y también coherente. Ese guion es la historia de nuestra vida, de la que somos protagonistas.

Nunca, hasta el momento en el que apareció la experiencia de cliente, el brand storytelling y el enfoque de life stories habían formado parte del mismo mapa explicativo. Por primera vez observamos que, cuando el cliente vive una experiencia que le resulta memorable, lo que en realidad hace es sincronizar el relato de la marca con el suyo propio. Dicho de otra manera: se establece una conexión profunda a través de la experiencia vivida que vincula al cliente a su marca, de una manera que puede llegar a superar lo racional, porque se trata de un vínculo de identidad. Y no de identidad teórica, sino de identidad vivida.

Un aspecto derivado de esta inesperada coincidencia es que, conforme las necesidades de los clientes se hacen más complejas y el mercado avanza, cada vez va siendo más necesario incorporar ideas de más áreas del conocimiento para interpretar el comportamiento del consumidor y, sobre todo, para explicar cómo crear valor para él.

 

Originalmente publicado en www.dirigentesdigital.com

Cambio personal, Ciencia y Management, El Economista, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 28.04.2016

Los seres humanos poseemos una identidad que es esencialmente narrativa. Como hubiera dicho Oliver Sacks, la narración interna que para cada uno relata su biografía conforma su identidad. Así pues, cuando vivimos experiencias, desarrollamos sobre ellas narraciones internas que nos definen. Y aquí se encuentra una de las vertientes más interesantes del storytelling.

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Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 23.02.2016

Hoy día a duras penas toleramos fallos en los servicios, retrasos en los pedidos, defectos de fábrica o simplemente una atención que no sea excelente. El efecto combinado de la cultura del bienestar, a nivel social, y de la cultura centrada en el cliente, a nivel empresarial, ha dado como resultado un tipo de consumidor hiperexigente que espera siempre lo mejor, con relativa independencia del precio que pague por ello. Un consumidor que, en ocasiones, puede convertirse en un cliente feroz.

El día a día en los países desarrollados se basa en el concepto de bienestar. Con independencia de si es ética o moralmente recomendable un concepto de sociedad que busca siempre el confort, lo cierto es que el esfuerzo, la fuerza de la voluntad o la incomodidad han ido poco a poco siendo arrinconados por una colectividad que tiende a lo sencillo, a lo cómodo y al desahogo. Por otro lado, esa misma sociedad está apoyada por productos y servicios que cada vez son más complejos. Los suministros, las comunicaciones, los transportes, e incluso las vacaciones se han convertido en auténticos laberintos que requieren conocimiento y dedicación. En definitiva, gozamos de un bienestar cada vez mayor a costa de una complejidad también en aumento. El resultado es que a duras penas toleramos fallos. Un viaje que ha costado meses de ahorro y muchas horas frente al ordenador espera ser disfrutado sin el mínimo error posible, de la misma manera que el largo proceso de decisión que normalmente precede a la compra de un automóvil hace que el cliente pueda vivir como un auténtico drama un retraso en la entrega o un defecto de fábrica.

Por otro lado, la evolución de la empresa y de los mercados ha dado como resultado una cultura basada en ubicar al cliente en el centro del proceso productivo. Hoy día se le escucha más que nunca, se le tiene en cuenta más que nunca, y se le intenta agradar más que nunca. La consecuencia de ese proceso es que, al igual que hoy los niños se han convertido en auténticos emperadores domésticos como resultado de la cultura de la hiperprotección familiar, los clientes sienten el poder que tienen en sus manos y tienden a transfigurarse, en ocasiones, en auténticos tiranos que ordenan y mandan lo que desean y se enfadan cuando no lo consiguen. Hoy día da igual lo que se pague por un producto o servicio, que si no funciona a la perfección, la reacción natural del cliente es quejarse del modo más inmediato y rotundo posible.

Hace tiempo que Porter ya nos dijo que una de las fuerzas competitivas que regulan las empresas y los mercados es el poder de negociación de los compradores, que es la presión que estos ejercen para lograr productos y servicios mejores o más baratos. Hoy día, sin duda, en la gran mayoría de los sectores, el poder de negociación de los compradores es muy alto. Estamos ante un consumidor hiperexigente, un cliente en ocasiones feroz, que está dispuesto a hacer valer la abundante información de que dispone (muchas veces superior a la que posee el propio vendedor) y el poder que le confieren los medios sociales para presionar a las marcas hasta límites que van, algunas veces, más allá de lo sensato.

Es difícil aventurar cómo gestionar a este tipo de clientes y mucho más predecir cuál será su evolución. En primer lugar, porque en muchas ocasiones expresiones como calidad total o excelencia son más deseos que realidades, toda vez que cualquier sistema es, por definición, imperfecto. En segundo lugar, porque antes se contrarrestaban las pequeñas anomalías e incorrecciones a base de gestionar las expectativas con información amplia y veraz, pero hoy esto parece ya no ser suficiente. Y en tercer lugar, porque puede que estemos ante el advenimiento de un nuevo tipo de cliente que vive en la insatisfacción crónica, que vuelca en su relación con las marcas sus propias frustraciones, y cuyo estado no se explica simplemente a través de las leyes que regulan las transacciones comerciales, sino tomando en seria consideración un tipo de sociedad que ha convertido la abundancia en norma y que, en consecuencia, no sabe ya lo que quiere ni mucho menos a dónde va.

 

Originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com

Cambio personal, Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba, Psicología del éxito / 05.11.2015

Con la llegada de la economía de las experiencias algo cambió definitivamente en el mercado y consecuentemente en la arena empresarial. Los clientes pasaron de utilizar bienes a comprar productos, y de ahí a utilizar servicios. Y hoy día lo que buscan son experiencias. Por ello, los criterios de disponibilidad o calidad ya están superados, y la autenticidad es la palabra que define el criterio de compra, porque solo lo auténtico es potencialmente memorable. Los consumidores ya no compran productos o servicios por su valor económico o funcional, sino por cómo les hacen sentir.

En muchos restaurantes orientales al final de la comida es tradicional ofrecer a los clientes unas galletitas que tienen dentro un pequeño papel en el que supuestamente se les vaticina su futuro. La inmensa mayoría de las personas que acuden a estos restaurantes abren la galletita y leen lo que pone el papel. Estas galletas no son especiales ni por su valor nutricional ni por su sabor. Es más, es probable que muchas de las personas que las comen no las consideren particularmente interesantes. Es evidente que quien lo hace es debido al mensaje que contienen, a pesar de que nadie se cree que lo que pone realmente prediga el futuro. Pero el juego de la intriga y el hecho de compartir los mensajes crea un momento emocionante, diferente y divertido. Es en ese momento en el que aparece la experiencia que entrega el producto. Por eso la idea de que los clientes seleccionan las vivencias por cómo les hacen sentir se conoce con el nombre del principio de la galletita de la suerte. La cuestión es que esas experiencias guían el proceso a través del cual una marca pasa a formar parte del imaginario biográfico de los clientes, pasando a formar parte así de su identidad.

Los seres humanos describimos las experiencias verbalmente y, por tanto tras vivir una de ellas en una interacción con una marca, el cliente desarrolla una narración, una serie de palabras que utiliza tanto para explicarse a si mismo lo que ha ocurrido, como para explicárselo a los demás. Esa narración puede o no encajar con la trayectoria conceptual narrativa propia y previa del cliente, y por tanto tendrá o no un sentido para él. Los clientes tienden a utilizar productos o servicios que tienen que ver con su concepción del mundo y a rechazar los que no tienen que ver o son contrarios. No se trata de una cuestión de valor económico o funcional, y desde luego no se trata de un asunto de marketing o de calidad, sino de creación de sentido. Las vivencias que completan la forma en la que el cliente ve el mundo, es decir, las que tienen sentido para él, pasan a formar parte de su biografía. Por último, en la medida en que las experiencias generan suficiente intensidad emocional, acaban formando parte de su identidad. En suma, la trayectoria pasa por la vivencia de una experiencia que despierta una narración que crea o no sentido, y en la medida en que lo hace pasa a formar parte de la biografía y de la identidad del cliente, si es que posee suficiente carga emocional. Para que se ese proceso se lleve a cabo es necesario que las empresas comprendan que el diseño de experiencias es un terreno nuevo, caracterizado por la creación de vivencias dinámicas en las cuales están presentes los componentes cognitivo, sensorial y emocional.

Una disciplina orientada a crear puntos de contacto entre una marca y su cliente, puntos que definen la relación que existe entre ambos y que hacen que la experiencia sea auténtica, emocionante y memorable.

Artículo originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com

Ciencia y Management, Dirigentes, Jesus Alcoba / 01.06.2012

Hace mucho tiempo las personas compraban objetos que encajaban con mayor o menor fortuna en las vidas cotidianas de sus poseedores en función de lo útiles que resultaban. Pero en algún momento de la historia los objetos dejaron de ser simples cosas y dejaron de ser valoradas por su utilidad. Hoy casi nadie compra ya simples objetos.

Una de las mayores fuerzas de la naturaleza es la búsqueda de sentido. Los seres humanos necesitan dotar de significado a todo aquello que viven y a todo aquello que incorporan a sus vidas, y nada va bien si no lo tiene. Por eso nos cuesta encajar las malas noticias, y por eso cuando algo malo nos ocurre pasamos días intentando colocarlo en nuestra mente. Lo repensamos una y otra vez hasta que encontramos las palabras con las que poder explicarlo, a nosotros mismos y a los demás. Quien atraviesa una situación difícil y habla constantemente de ello a sus convecinos no es a ellos a quienes se lo está contando, sino a sí mismo.

Los objetos que adquirimos no son una excepción. Los seres humanos tejemos un argumento vital del que somos protagonistas y en el que todos los componentes tienen que encajar. Como en el cine, todo tiene su porqué. Y por eso, de la misma manera que la ropa y los complementos contribuyen a crear al personaje, los objetos y experiencias que incorporamos a nuestras vidas son un complemento a nuestra identidad. Nos definimos por la ropa que usamos, por el coche que conducimos, por el lugar que escogemos para nuestras vacaciones y hasta por nuestro refresco favorito. Y, de la misma manera, nos definimos también por aquellas cosas que no queremos tener ni usar, y por los lugares a los que no queremos ir.

Es muy posible que todos esos pequeños significados contribuyan a formar lo que para cada persona es el sentido de la vida. Así, los amantes de la naturaleza preferirán utilizar vehículos poco contaminantes o aptos para su uso en el campo, ropa cómoda de colores que recuerden los del campo y la montaña, y tenderán a comprar objetos relacionados con los espacios abiertos, tales como brújulas o mochilas. Y al contrario, rechazarán los coches de alto consumo, la ropa incómoda u objetos que denoten superficialidad. Es muy probable que para estas personas todo esto esté relacionado con valores más elevados, como la ecología o el desarrollo sostenible.

Lemley escribió que los clientes se posicionan en torno a los productos que adoran como en el comienzo de los tiempos las tribus adoraban a sus ídolos. La elección de un terminal móvil no solo tiene que ver con la utilidad en sí del aparato o con su precio, sino también con asuntos como el enfrentamiento aparentemente irreconciliable entre los sistemas propietarios y los de código abierto. De la misma forma, hay supermercados que tienen una larga colección de fanáticos, mientras que hay quien lleva a gala que jamás ha puesto un pie en uno de ellos. Y al preguntar a unos y otros las primeras explicaciones giran en torno al precio o a la variedad de productos, pero más allá de eso aparecen conceptos como justicia, seguridad o nacionalidad. Así, para algunos consumidores ciertos comercios pueden ser acusados de enriquecimiento poco ético, mientras que otros afirmarán que en tal o cual sitio la higiene es deficiente. Y otros cantarán las virtudes de entregar su dinero a empresas nacionales antes que a cadenas extranjeras. Y todo eso tiene que ver con el significado que cada uno atribuye a las cosas, con la película en la que cada uno vive, con el argumento vital del que cada uno es protagonista. Y por eso existe una relación entre los supermercados y el sentido de la vida.

Artículo originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com