Mas allá del sermón de la montaña

Conforme nuestra vida profesional va pasando vamos aprendiendo cosas, y los nuevos conocimientos se van apilando unos sobre otros. Debido a la natural tendencia de la mente humana hacia la creación de sentido las nuevas ideas han ido en general validando las anteriores en lugar de cuestionarlas, y con el paso de los años se ha formado un núcleo de conocimiento que es el que utilizamos para conducirnos por la vida. Es un núcleo bastante duro porque es el resultado de muchos años de sedimentación.

Las nuevas ideas tienen escasa penetración en este conglomerado y por tanto resulta difícil su transformación o sustitución. Invariablemente los abogados se fijan en las implicaciones legales de los acontecimientos, mientras que los economistas tienden a traducir la realidad a números. Los ingenieros normalmente se sienten cómodos descomponiendo la realidad en fragmentos, y los médicos tienden a conectarlo todo con la salud.

Es muy posible que la función fundamental de la mente humana sea la predicción del futuro, así que en la medida en que nuestro conocimiento predice con fiabilidad, nuestra supervivencia es más probable. Como estamos vivos el cerebro presiente que acierta, y por eso nos cuesta cuestionarnos lo que sabemos. Además, las predicciones se hacen a partir del registro de lo ocurrido, por lo que en general cuando imaginamos el futuro lo anclamos al pasado. Para el cerebro el cambio es poco más que el sueño de un soldadito de plomo.

Este es uno de los grandes retos de la formación. A diferencia de los niños, los adultos aprenden por transformación de lo que saben, y por eso resulta alarmante cómo buena parte de la formación de profesionales aún reposa sobre la metáfora de la comunicación. Porque no es cierto que el conocimiento se pueda transmitir ni transferir, de la misma forma que un curso no se da. Es imposible que una persona, por mucha sabiduría y experiencia que tenga, traslade sin más lo que sabe de su mente a otra. Con altísima frecuencia las ideas que se lanzan de una mente a otra rebotan como lo hacen los meteoritos que llegan con una trazada excesivamente tangencial a la atmósfera. Otras veces corren peor fortuna y se estrellan contra ella desintegrándose como los que llegan con una trayectoria demasiado vertical. Ya decía Skinner que a pesar de que la evidencia dice claramente lo contrario, se sigue pensando que por el mero hecho de decirle algo a una persona, esta ya lo sabe.

Solo las experiencias intensas generan aprendizaje en los adultos. Bien porque son impactantes o bien porque se extienden en el tiempo, pero en todos los casos porque suponen implicación y esfuerzo. Por tanto para conmover el núcleo básico de conocimiento de una persona y provocar un cambio hace falta mucho más que un relato. Si el mero hecho de hablar a una persona pudiera transformarla, decía Elton, todos tendríamos un comportamiento moral. Al menos desde que existe el sermón de la montaña en sus diferentes versiones y derivaciones. Sin embargo después de escuchar este o cualquier otro discurso, quien más y quien menos ha seguido caminando por la vida como si nada hubiera pasado. Si incluso cuando somos nosotros mismos los que nos exigimos un aprendizaje a menudo vemos con frustración cómo tropezamos una y otra vez con la misma piedra, cuánto más no nos va a pasar esto si el mensaje viene de fuera. El verdadero aprendizaje supone un cambio, y está más allá de la tiza y la pizarra. Y desde luego mucho más allá del sermón de la montaña.

Artículo originalmente publicado en: http://www.dirigentesdigital.com