Los aviones detenidos

En los alrededores de muchos aeropuertos se encuentran aviones detenidos, viejos aeroplanos que permanecen a la vista de todos como recuerdo de un pasado que fue pero que ya no es. Es difícil percibir en ellos la gloria que en su día tuvieron, porque son estáticos y porque están anclados a la tierra. Un avión no está hecho para estar detenido, sino para volar. E inevitablemente, mientras el tiempo pasa a su alrededor y todo se renueva, estos aparatos se deterioran lentamente, y a veces se oscurecen ligeramente sus cristales, a veces se pierde el brillo de su pintura y a veces, las más terribles, se desinflan los neumáticos de sus trenes de aterrizaje. No hay imagen que refleje más la contundente decadencia que provoca el paso del tiempo que un neumático desinflado.

Pero esto pasa con muchas otras cosas: las casas cerradas dejan rápidamente de poder llamarse hogares para tener que necesariamente denominarse eso: casas, ni siquiera viviendas, a veces caserones. Enseguida las maderas se deslucen, los espejos se opacan, las cortinas cogen polvo y las paredes se oscurecen. Sin embargo, lo más importante de todo es que la atmósfera se enrarece. Uno entra en una casa cerrada y enseguida capta ese olor quieto y rancio de las estancias que no han contenido vida durante largo tiempo. Nadie tiene el deseo de acurrucarse en el sofá de una casa abandonada, ni de soñar en una de sus camas. Incluso imaginar tener que desnudarse para asearse en uno de esos sitios provoca inquietud, como si en esa situación algo, no sabemos muy bien qué, fuera a pasarnos.

Los objetos que se detienen en un momento dado de su biografía rápidamente extienden un arco temporal con el presente, un puente de una sola dirección que es imposible transitar en la otra, hacia el pasado. Con el paso del tiempo se convierten en anacrónicos porque todo lo que hay a su alrededor evoluciona y cambia, se actualiza, mientras ellos se quedan en lo remoto, en lo que fue pero no es, entre las sombras de la memoria.

A menudo pienso si eso nos puede pasar a las personas. Si nosotros también, cuando por no saber o por no querer, por falta de madurez o por exceso de ella, nos negamos o nos oponemos, o no podemos evolucionar, crecer. Cuando un día nos damos cuenta de que vestimos la misma ropa que hace años, de que vivimos en el mismo sitio la misma vida. En ese momento, mientras el mundo previsiblemente ha cambiado ya y se ha renovado, las células epiteliales de nuestra autobiografía permanecen idénticas como queriendo definir lo que somos, cuando en verdad no es así. Porque la ropa no es la piel, de la misma forma que nuestras características vitales no son nuestra vida. Sin embargo a veces nos confundimos y perdemos la perspectiva quedándonos detenidos, estáticos, como los aviones pegados a la tierra que se encuentran alrededor de los aeropuertos, como los animales disecados que permanecen varados en los museos, como las casas cerradas inhabitadas y como todos esos objetos que fueron pero no son.

A veces pienso que deberíamos despojarnos de lo anacrónico y dejar que el frío y el viento de la vida sacuda nuestra piel desnuda, sumergirnos de nuevo en el torrente que es el tiempo y nadar con todas nuestras fuerzas hacia un futuro hecho presente, hacia un nuevo nosotros que, siempre siendo los mismos, sea lo que siempre quisimos ser.

Artículo originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com