Lara y los tres dramas

Aquella mañana Lara se presentó en la boda de su hermana de la mano de una escultura griega de rostro atezado y ojos verdes. A él toda la vida le habían dicho que era guapo, desde que apenas levantaba un metro del suelo y las vecinas le amasaban los mofletes en el ascensor. La adolescencia había guarnecido con anchos hombros y una mandíbula poderosa sus ojos esmeralda y semblante tostado, redondeando un porte por el que muchas mujeres, y algunos hombres, salivaban.

Lara lo había avistado en un bar por vez primera, cuando el grupo de amigas de ambas celebraban que la hermana de aquella, a quien su insustancial novio finalmente había pedido matrimonio, había fijado la fecha de la ceremonia. Pero en aquel momento Lara no le dijo apenas nada, ni siquiera tras abordarle mientras se cruzaba en su camino al salir del baño, para pedirle su número. Él, confiado por un monto de lances amorosos que rayaba en la ficción, se lo dictó mientras sus ojos resbalaban desde sus labios hacia su escote. Ella anotó el teléfono en el suyo propio y, al finalizar, zanjó el encuentro con una sonrisa y le plantó un beso, uno solo, en la comisura de los labios, y luego se volvió en un vaporoso remolino de aromas para irse. Mientras, él sentía todos sus caudales sanguíneos cambiar de sentido para comenzar a bombearle la entrepierna. En ese instante él quiso decirle algo para que no se le escapara pero ella, intuyéndolo, levantó la mano en un gesto de despedida. Él contaría luego a sus amigos que aquel había sido el episodio más extraño de toda la noche. Pero también el más intenso y embriagador.

Seis meses después de aquel fugaz encuentro y dos días antes de la boda, Lara lo llamó para pedirle que le acompañara. Él respondió algo que luego no recordaría, pero que a ella le hizo intuir que dudaba, tal vez por lo extraño de la propuesta. A pesar de que, en el fondo, se hubiera dejado cortar un brazo si en ese momento alguien le hubiera garantizado que acabarían compartiendo fluidos íntimos tras prodigarse tórridos prolegómenos. Por eso Lara le reveló entonces la secreta intimidad que la aquejaba, a saber, que su novio de toda la vida llevaba siéndole infiel, al menos desde hacía casi un año. Que desde aquel momento ella estaba sumida en un desconsuelo paroxístico, que no sabía qué hacer con su vida y que, alguna que otra vez, había incluso pensado en quitársela. Que en aquel encuentro con él hacía medio año, a la salida del baño, había visto en su rostro algo que de alguna forma la había equilibrado pero que, tras haberle pedido su número, no había encontrado valor para llamarle. Porque, a pesar de todos los todos, ella quería salvar lo que pensaba era el amor de su vida. Aunque no sabía cómo. Y que mientras lo pensaba, en medio de sus dudas, miedos y llantos de aquellos meses él, el infiel, se había ido finalmente con la otra. Y entonces Lara, desde el fondo del abismo, había recuperado aquel teléfono que en su día la había contagiado una chispa de esperanza, una vía para abandonar el marasmo. Y, sabiendo como sabía, que la llamada era quizá sorprendente o puede que intempestiva, comenzando por no saber si él estaba comprometido o enamorado, o si querría acompañarla, finalmente había acumulado arrojo para llamarle.

A él toda la vida le habían dicho que era guapo. Pero nunca nadie le había invitado a ser el acompañante de la hermana de una novia dos días antes de la boda. Y el vértigo de sumar una aventura más, esta vez realmente insólita, le hizo finalmente aceptar la propuesta, cancelando su primera cita con una guapa azafata de vuelo a la que había conocido apenas hacía una semana. Le entusiasmaba lo casi cinematográfico de aquel encuentro, sensación que se vio acrecentada cuando, al acabar la conversación, ella lo citó esa misma tarde en el centro de la ciudad para comprar la ropa que ambos llevarían.

Ella le condujo frenéticamente por calles y tiendas hasta que estuvo segura de los estilismos de ambos. Él, a quien jamás le había sido necesario aprender sobre combinaciones ni colores, simplemente disfrutaba exhibiéndose frente a Lara, sin ser consciente de la ropa que se ponía o quitaba. Aunque ese disfrute era mucho menor de lo que le fascinaba ver cómo, vestido tras vestido, iba sabiendo más sobre el cuerpo de ella.

El primero de los dramas aconteció cuando Lara y su recién cosechada pareja aparecieron en la boda de su hermana. El estupor fue generalizado. Ella resplandecía en un vestido que, aunque virado a boho, era tan blanco como la pureza que se supone manifiestan las novias en su día más feliz. Él lucía un traje ataviado con un remedo de levita que, aunque moderno y aterciopelado, de lejos se confundía con un chaqué. Tan sexy ella y tan apuesto él, resultaban tan maravillosos que los fotógrafos los confundieron durante largo rato con los novios, obsequiándoles con todo tipo de instantáneas y grabaciones hasta que la madre de Lara, que aquel día hubiera querido matarla, les indicó que el objeto de sus objetivos no debían ser ellos. Dos minutos más tarde su hija mayor saldría del coche nupcial para llevarse el mayor soponcio de su vida, al ver cómo su propia hermana le arrancaba el protagonismo en el que iba a ser el día más dichoso de su existencia.

El segundo drama vino cuando él, el bello acompañante, se dio cuenta de que estaba siendo utilizado como anzuelo para tan canallesca maniobra, y el tercer y último drama aconteció cuando, pidiendo explicaciones a Lara y entrando en viva y acalorada discusión con ella, se llevó además la propina de que el relato que le había contado sobre la infidelidad de su amor de toda la vida era rotundamente falso. Su larga historia de mil y una noches plagadas de conquistas fue entonces incapaz de compensar lo estúpido e impotente que se sintió al haber sido dos veces engañado.

La boda fue un desastre. El chico del porte griego abandonó la ceremonia tirando con despecho la medio levita al estanque que había frente a la iglesia. Los novios comenzaron a discutir a voz en grito porque él no entendía por qué ella se había llevado semejante disgusto por algo que él consideraba una nadería, y los padres de la novia se culpaban mutuamente con ensañamiento de no haber conseguido educar a su hija pequeña. Ante tal furibundo ambiente los invitados se consideraron autorizados para estallar en cotilleos y rumores de todo tipo sobre la boda, sobre las familias de ambos y, por supuesto, sobre Lara. Y mientras tanto ella, haciéndose la loca, posaba delante de los fotógrafos que, repasándola una y otra vez tras sus erguidos teleobjetivos, eran los únicos que parecían disfrutar.

 

© Jesús Alcoba 2019.
Publicado en “Amores Canallas”, obra coordinada por David Felipe Arranz y editada por Grupo Sial Pigmalión.