Cuando yo era niña mi padre construyó para nosotros una pequeña villa cerca del mar. Allí pasé muchos de los veranos de mi vida. Con el tiempo he aprendido que esa palabra, villa, es una palabra excesiva para muchas de las propiedades que tiene la gente por aquí. Aquí llamamos villa casi a cualquier vivienda que está cerca de la playa, ya se trate de un chalet independiente, de un adosado e incluso de un bajo con jardín. De hecho, en nuestro caso ni siquiera era nada de eso, sino más bien un agregado de bloques de hormigón enyesado. Eso sí, mi padre la había levantado sobre cuatro columnas, lo que le daba ese aspecto inequívoco de las cosas cuya esencia es aspirar a lo inalcanzable.
Nosotros nunca hubiéramos tenido una villa para veranear, ni siquiera esa, si no hubiera sido porque mi padre era albañil, aunque mediocre, y porque había heredado un fragmento de tierra infértil para los naranjos, las higueras, los ciruelos y, en general, para toda vida que no fuera mala hierba.
A la pequeña villa se accedía por una escalera también de hormigón, pero desnudo, al final de la cual había una cancela que mi padre cerraba con llave todas las noches. Esa puerta era parte de una verja que rodeaba la casa elevada dejando entre ella y la construcción un pasillo rectangular que mi padre llamaba terraza. Tras la cancela estaba la verdadera puerta de la casa y, al atravesarla, se veía un saloncito con una encimera en su parte izquierda, sobre la que mi padre había instalado un fregadero y un camping gas. Lo llamaba cocina americana, pero hasta él se trastabillaba al decirlo por lo desmedido del apelativo. El salón tenía cuatro puertas de obra: una para el baño, dos para las habitaciones y una para un almacenillo que, no tardando mucho, se llenó de trastos y se volvió impracticable.
Mi madre había muerto al nacer mi hermano pequeño, cuando yo tenía seis años. Y quizá por eso nunca fui niña. No lo fui porque entre los seis y los doce años no pude ser nada y a partir de entonces lo que quise hacer es olvidarme de todo lo que había pasado hasta entonces. Algo que tampoco sé si he conseguido. El tiempo que medió entre la pérdida de mi madre y mi primer anhelo de dejar de ser la niña que no era está plagado de oscuridades y confusiones. Pero en casi todas mis memorias aparece la villita, de un modo u otro. Porque nos mudábamos a ella llegando el verano, porque la abandonábamos cuando finalizaba, por las goteras o por el calor sofocante que nos dejaba sin aliento los días de poniente. Pero sobre todo por mis escapadas nocturnas. No sé por qué, pero mi primer impulso cuando mi padre nos llevó a estrenar aquella estrafalaria construcción fue escapar de ella. Quizá de lo que quería escapar era de la esencia de mi padre, al contrario de lo que la mayoría de las niñas desean.
Salir de una casa que descansa a dos metros treinta del suelo sobre cuatro pilares de hormigón no es una tarea fácil para nadie. Menos lo era para mí, que no levantaba del suelo mucho más de un metro la primera vez que lo intenté.
Mi padre andaba por la vida desprotegido desde que le faltó mi madre y eso le convirtió en un ser miedoso e inquieto. Buscó refugio en el bar, como si tuviera que seguir un guion predefinido, además de en el orfidal y en el fútbol. Y también se aislaba en nuestro cobijo solariego, construido con sus propias manos, al que no se podía acceder de otra manera que a través de la puerta cancela, de la que salían pinchos en todas direcciones a modo de rayos ondulados. Supongo que esos relámpagos de forja, que él decía que eran para salvaguardarnos a nosotros, en realidad le ayudaban a él a dormir más tranquilo. Lo que no imaginaba era que la primera que querría burlar esa protección sería yo.
La primera vez que salí de la villita de noche lo hice por el procedimiento de dejar en la parte de atrás una escalera vieja de trabajo que rescaté del pequeño almacén. La coloqué en una esquina, de manera que desde el frente de la casa no se veía, al estar tras una de las columnas. No se me ocurrió, claro, que al igual que podía yo bajar por ella alguien podría subir a hacernos daño. Algo que afortunadamente no ocurrió ni aquella noche ni las muchas otras que vinieron después. Durante el día dejaba la escalera oculta entre la hierba seca y al llegar la tarde, cuando mi padre comenzaba su liturgia de vino, pastillas y fútbol, salía con cualquier excusa y la apoyaba con cuidado en la columna. Y más tarde, mientras él y mi hermano dormían, me levantaba, salía por la ventana y descendía por la escalera. Hasta que un día mi padre, examinando no sé qué cosa alrededor de la casa, tropezó con la escalera oculta entre la hierba y se cayó de bruces sobre ella. Pobrecillo. Hasta puntos le dieron en la frente. Pero en aquel entonces yo tenía once años y ya era capaz de fabricar una escala con cuerdas y palos. Una noche mi hermano se despertó y me sorprendió saliendo por la ventana, supongo que era inevitable. Le dije que volviera a dormir tranquilo, que iba a salir a vigilar la finca para que no nos pasara nada malo. Es asombroso lo que se puede llegar a creer un niño medio dormido de cinco años.
Sería imposible calcular cuántas veces salí por la noche a sentirme abrigada por el aliento del mar. Tanto como averiguar por qué ese impulso no cesaba. Muchas veces, cuando regresábamos a nuestra casa del pueblo tras el verano, me despertaba a medianoche, sintiendo que aún estaba en la villa y queriendo salir de allí a reencontrarme con la arena tibia, con la luna, con las olas rompientes y el viento acariciándome la piel.
Quizá algún día alguien me pueda explicar cómo funcionan las mareas. Y cómo es posible que algo que se arroja al mar pueda regresar mucho tiempo después, muchos años después. El episodio más significativo de mi vida ocurrió el año en el que fabriqué la escala. Yo había salido, como era mi costumbre, y estaba sentada en la playa sin hacer nada más que fijarme en la traza de plata que dejaba la luna sobre el mar en calma. Y entonces lo vi moviéndose sobre el borde del agua, dejándose mecer por el menguado restante de las olas. Era negro. Al principio pensé que era un animal muerto. Un gato o algún tipo de pájaro. Entornando los ojos, sin embargo, me di cuenta de que se parecía más a un trapo. Con la curiosidad revolviéndome las venas me levanté y lo arrastré fuera del agua.
Cuando no llevaba el mono mi padre solía vestir con un pantalón de tergal y una camisa azul. Si el día refrescaba se ponía una chaqueta de punto gris, siempre la misma. Y para los días en que la temperatura bajaba mucho tenía un grueso gabán que había heredado de mi abuelo y una bufanda recia de color ya indefinido. Que yo supiera solo se había puesto un traje dos veces: cuando se casó y en el funeral de mi madre. Y para mi desconcierto lo que yo tenía delante era la chaqueta de ese traje.
Desconozco cuándo la arrojó al mar, o por qué motivo. Quizá la pena, el alcohol y la rabia, por este orden, le hicieron despojarse de un atuendo que no pensaba llevar nunca más y que le hacía sentir incómodo. También puede ser que aquel día buscara refugio en el mar, como yo misma hacía, y se la dejara olvidada en la playa a merced de la marea. Salvo preguntándole a él, algo que no pensaba hacer, era imposible saberlo. Tanto como deducir qué inverosímil coreografía marina había depositado en mis manos aquella prenda tantos años después.
Sé que era su americana porque en el bolsillo interior había una cartera. Y sé que era suya porque el taller mecánico al que llevaba la furgoneta solía hacer ese tipo de regalos personalizados a sus mejores clientes. Y allí estaban, en dorado sobre plástico púrpura, su nombre y su primer apellido. El botón del bolsillo había mantenido la cartera dentro de la americana, protegiéndola y, además, los organizadores internos habían ayudado a salvaguardar su contenido. Excepto algo que debió ser un documento, que había quedado en una serie de fragmentos de papilla gris, y el carnet de conducir, que era ahora una pasta rosada. El carnet del video-club, sin embargo, estaba intacto.
Me retiré hasta una de las zonas de rocas que abrazan la cala y, con mucho cuidado y la luz de mi linterna seguí examinando su contenido. Nunca en toda mi vida he vuelto a sentir lo que me recorrió el cuerpo cuando, de uno de los bolsillos internos, extraje una fotografía de carnet. Era una mujer, pero no era mi madre.
Se me revolvió el estómago y tiré la cartera, que rebotó contra el suelo dejando caer una pequeña llave de metal plana, del tipo que se suele usar para abrir cajas pequeñas. Estaba bastante deteriorada, pero parecía que no lo suficiente como para cumplir con su cometido. Volví a coger la cartera y observé el carnet de identidad de mi padre, el que tenía en aquel momento. Incluso en aquella foto, hecha años atrás, tenía cara de susto. Sus ojos muy abiertos miraban detrás de sus gafas de montura metálica y ya se le notaba una incipiente calvicie, que progresaría a la par que su desmoronamiento.
Me pregunté si, de haber querido deshacerse de la americana, mi padre era consciente de que su cartera estaba dentro. O quizá lo hizo a propósito, como una forma de librarse de un pasado que habitaba su mente y del que los demás no éramos conscientes. Tal vez en ese pasado estaban aquella mujer y la llave. Si así fuera quedaría la duda de por qué en el mismo gesto se desprendió de su documentación. Acaso ocurrió algo que le hizo imposible reconocerse en aquellas fotografías de carnet. Quizá no quería verse tan débil y acobardado como parecía, tan desvaído.
Aquel fue el único año de mi infancia que deseé con todas mis fuerzas que se acabaran las vacaciones. Quería volver a nuestra casa del pueblo y registrarla para encontrar la caja que abría la llave que acababa de encontrar. Al mismo tiempo, comencé a convivir con una realidad molesta, y es que yo no conocía la verdadera vida de mi padre.
Todas las esperas finalizan siempre. Las buenas, las malas, las inciertas. Y en mi caso el día que tanto aguardaba llegó por fin. Me recuerdo ayudando a mi padre a cargar la furgoneta la primera vez y pidiéndole quedarme en la casa del pueblo por un repentino dolor de barriga, mientras él regresaba a la villita tres veces más para acabar de traerlo todo. Y recuerdo también haberle pedido que en el primer viaje cargara el televisor, para que mi hermano estuviera entretenido mientras yo permanecía en nuestro cuarto esperando recuperarme.
Cuando oí que la puerta se cerraba salté de la cama y, tras comprobar que mi hermano estaba ya frente a la pantalla, comencé a registrar la casa. No logré mi objetivo al primer intento y cuando mi padre regresó con más cosas volví a mi sitio fingiendo que el dolor no había cesado. Mi padre lo atribuyó a que me había atiborrado de golosinas, me dio un beso apresurado y volvió a salir.
Fue al tercer intento, el último, cuando lo encontré. Y no era una cajita, sino un diario. Mi padre lo había guardado dentro de un pequeño baúl que estaba sobre el armario de su dormitorio, antes conyugal. Era negro y con el canto de las páginas dorado, un detalle extravagante que pretendía añadir solemnidad a una factura de plástico tosco en la que las letras habían ya comenzado a despintarse. Ni siquiera en la noche de reyes el corazón me había palpitado tan rápido y con tanta intensidad que cuando por primera vez lo tuve en las manos. Quizá fue en aquella ocasión cuando aprendí que las más grandes emociones, las que hacen que los latidos del corazón se desboquen, no son solo las buenas sino también las que anticipan desastres.
En los días que vinieron a continuación aproveché cada momento en que mi padre no estaba en casa para volver a su cuarto, coger el diario y leer un poco más. Y esa historia, la verdadera historia de mi padre, alteró mi identidad y mi existencia para siempre. Fueron aquellas palabras garabateadas por él las que me arrancaron a tirones de aquella infancia que no había acabado de tener. Sobre todo cuando leí con espanto que mi madre no había muerto al nacer mi hermano. Que no era verdad que la vida se le había ido alumbrándole. Que murió mucho más tarde. Que durante unos años yo hubiera podido seguir abrazándola, escuchándola, impregnándome de su perfume de limón y cedro.