Pudo haber sido el modo en que se levantó un poco de viento, o quizá algún extraño brillo sobre el agua. Él estaba tumbado, en paz consigo mismo. Había conducido más de setecientos kilómetros aquel día y estaba contento de haber llegado a su destino, o más bien, al destino que él mismo se había fijado, a medio camino entre su lugar de partida y el de llegada. Hacía calor, mucho calor. El aire acondicionado del coche se había averiado y en el termómetro que medía la temperatura exterior había llegado a ver la nada despreciable cifra de cuarenta y dos grados.
Cuarenta y dos grados a la sombra y él sin aire acondicionado. Setecientos kilómetros con el sol a la espalda, con el sol delante de él, encima de él, a ambos lados de su coche. Con el sol abrasador que arrasaba la llanura dejando a los mortales muy poco espacio para refugiarse. Algunas casas, menos árboles, y luego… nada. Sólo la carretera, el asfalto gris, setecientos kilómetros de un obstinado calor que encendía los neumáticos, que le empapaba la espalda y las sienes y que le hacía sentir un sudor incómodo hasta entre los dedos de los pies.
Pudo haber sido un escalofrío que recorrió su anatomía, desde los talones hasta la coronilla. Se había dado una ducha antes de tumbarse a descansar en la tumbona con una cerveza en la mano y el viento del anochecer acariciaba su cuerpo.
O también pudo haber sido ser la luz del crepúsculo, que lo pintaba todo de un color entre amarillo y sepia, con matices de foto vieja.
Quedaba poco tiempo hasta que cerrasen la piscina. Recordó que tenía que devolver la toalla que el socorrista le había entregado en apenas media hora. Se entregaba a la música que le entraba en el cráneo desde los minúsculos auriculares que llevaba empotrados en los oídos. Sonaba una pieza de Solomon Tucker. Triste y espesa. Y él disfrutaba de la distensión de sus músculos, de los escalofríos que le provocaban las gotas de agua sobre su piel, refrescadas por el ocaso.
Pero no, no había sido nada de todo aquello. Ni el viento, ni el brillo sobre el agua, ni el escalofrío que sintió en la superficie de su cuerpo, ni la luz del sol al tumbarse sobre el horizonte: fue la mirada de aquellas personas al cruzarse con la suya. Sobre todo la de la niña.
Eran tres: el padre, la madre y su hija. El padre tendría unos cincuenta años, y la madre quizá algo más de los cuarenta. La niña no pasaría de los ocho.
Al principio fue el padre el que más le llamó la atención. Vestía un bañador tatuado de palmeras y una camiseta lisa color crema desgastada y amplia, que dejaba al descubierto un largo y estrecho cuello de jirafa, sobre el que la cabeza se balanceaba cadenciosamente hacia delante y hacia atrás. Tenía el pelo ondulado, pegado al cuero cabelludo, medio negro, medio blanco, por momentos gris. Patillas amplias, flequillo combado sobre las cejas, nariz egipcia y barba de dos días. Su piel era un curtido seco untado sobre los huesos, que se articulaban rítmicamente al compás del conjunto de cabeza y cuello, como si todo él fuera una atracción de feria: plim plam, plim plam. Los movimientos de sus caderas parecían los de un avestruz, subiendo y bajando mecánicamente. Llevaba una toalla enrollada bajo su brazo izquierdo y un neceser en su mano derecha, contrapesando ambos como si su capacidad de moverse se basase en el adecuado balanceo de ambas extremidades. El hombre caminaba como si fuera un autómata, un conjunto de piel y huesos artificiales, un mecanismo torpe ideado por un científico absurdo cuya única misión en la vida fuera perder el tiempo perdiendo el tiempo.
La niña le había mirado fijamente.
Era pequeña, y vestía su cuerpo menudo con la parte de abajo de un minúsculo bikini. Tenía el pelo muy largo, tanto que casi le llegaba a la cintura. Caminaba como a saltitos por el césped de la piscina, agarrada al codo derecho de su padre, el avestruz mecánico y cetrino. Tenía la piel oscura y unos ojos enormes y rasgados que evidenciaban que era adoptada. Era difícil dejar de mirar aquellos ojos: dos esferas oscuras anormalmente intensas, de un modo que las pupilas apenas dejaban ver la zona blanca del globo ocular. Los ojos de la niña eran, sobre todo, negros. Fundamentalmente negros, abisalmente negros.
Le había mirado.
Y fue en aquél preciso momento, un segundo después de mirar a la niña y dos segundos después de mirar a su padre, cuando tuvo primero la sospecha, luego el temor, y finalmente la certeza de que aquellos tres seres estaban muertos.
La familia abandonaba la piscina del hotel sorteando al resto de colonos accidentales de aquella superficie verde plástico, yendo de un lado a otro pero siempre hacia la salida, sonriendo, agarrados unos a otros, con sus toallas, con sus gorros para protegerse de un sol que casi ya no brillaba, felices y vivos … pero sin embargo muertos.
La angustia se le enroscó a la parte baja de su tráquea, mientras no podía dejar de mirar los ojos de la niña, la nariz y las patillas de su padre, la unidad de los tres miembros de aquella familia oscura casi vestida de colores brillantes pero sin embargo oscura.
Se estremeció.
Observó al resto de bañistas: aquí otro trío, esta vez de padre, madre y bebé, allí una chica adolescente cubriendo sus pechos con una escueta toalla completando un minuto más de cháchara telefónica con su remoto novio, allá cuatro quinceañeros desafiándose mutuamente para comprobar cuál de ellos era capaz de hacer la cabriola más espectacular sobre el agua. Uno de ellos, el más delgado, de pelo largo y ensortijado, enfundado en un bañador azul con costuras blancas, corrió hasta el borde de la piscina, saltó sobre los muelles que eran sus rodillas, hizo un medio mortal y se zambulló en el agua, que lo arropó entre sus entrañas.
Todo parecía normal, pero sin embargo no lo era. Buscó con los ojos a la familia, que ya desaparecía para ser engullida por el edificio del hotel. La niña se giró en el último momento y volvió a mirarle, esta vez de un modo que a él se le cortó la respiración durante un eterno minuto.
Quizá estaba presenciando una escena que había ocurrido hacía ya tiempo. Quizá ahora ya nadie poblaba el hotel, tal vez era un edificio abandonado cuyas cortinas raídas azotaba el viento del sur.
Imaginó la piscina sin agua, cubierta de hojas podridas, de residuos abandonados. Imaginó el hotel vestido de una pintura descascarillada, tapizado de ventanas con cristales rotos y paredes mohosas.
En esa ensoñación se veía a sí mismo recostado en una tumbona desfondada, siendo el único bañista en una piscina vacía, sin agua, sin personas, sin vida. La luz adoptaba en su imaginación un tinte verdoso y el cielo estaba cubierto de nubes, como si estuviera a punto de descargarse una horrible tormenta. Y él estaba solo allí, muerto de frío sin saberlo.
Presa de la angustia obsesiva constató se estaba quedando sin aire. Pensó que el mejor modo de poner punto final a aquella locura era levantarse y lanzarse al agua, para así comprobar todo lo que había imaginado era falso, que todas aquellas personas eran reales, que el sol estaba brillando y que la piscina estaba llena, de agua y de vida.
Se levantó decidido, caminó hasta el borde de la piscina y se arrojó.
—Lo que no comprendo – dijo el forense al policía – es porqué se quitó la vida. El rastro de sangre nos llevó desde el coche destrozado hasta esa vieja tumbona, así que tenemos que suponer que se recostó allí. Nuestros análisis muestran que en ese momento aún estaba vivo. Pero no entendemos porqué se tiró. Hace falta mucha sangre fría para descalabrarse contra el fondo vacío de una piscina abandonada”
—Otra muerte más causada por esa curva maldita —replicó el policía—. Los primeros fueron aquella pareja que viajaba con la niña adoptada, ¿verdad?