2018
Le insistió tanto que finalmente dejó que entrara y lo viera por sí misma. Y al hacerlo, el vacío agazapado surgió de repente de todos los rincones de la estancia y se le echó encima, provocándole una conmoción. El portero notó que se tambaleaba y a punto estuvo de acercarse para sostenerla. No hizo falta, pues pronto recuperó la compostura. Por las retinas de sus ojos desfilaron entonces el suelo de madera vieja cepillado y mudado a mate, los ventanales enmarcados en acero pulido y la chimenea, tan sobria como exquisita. Una pelusa rodó por el suelo, llevada en volandas por alguna corriente traviesa.
Todo estaba vacío.
—¿Qué ha…?
—No lo veo desde hace días. Un camión vino ayer y se lo llevó todo.
—¡Ah! ¿A…?
—No sé a dónde.
Ella dejó caer al suelo la bolsa que llevaba como si, de repente, su mano derecha se hubiera muerto. Algo de cristal, parte de un suculento desayuno, se quebró dentro. El portero hizo un gesto temiendo que algún líquido pudiera derramarse. Ella no lo percibió, turbada por la vacuidad de aquel salón que, tan solo una semana antes, la había acogido en sus entrañas, preludiando una noche que ella etiquetó al día siguiente como inolvidable.
Sintió un estremecimiento y, después, rabia y tristeza al mismo tiempo. En un fogonazo visualizó sus años de búsqueda y espera en la distancia que, finalmente, la habían recompensado haciendo posible un encuentro con él. Y luego, la nada. El vacío. En esa ensoñación, los años en los que había seguido con infinita paciencia su trayectoria se comprimían en apenas un breve trecho, la noche que habían pasado juntos se antojaba de un fulgor radiante y, a su lado, la implacable ausencia que contemplaban sus ojos mostraba ahora una mueca con forma de hendidura absurda. Se sintió mareada.
Se giró para observar el ángulo que había quedado en sombra a su derecha y observó el pasamanos de la escalera, también en madera mate, que se retorcía como desperezándose, señalando el camino al piso superior. Y en lo alto, la soberbia claraboya redonda, con sus ocho radios de nogal que sostenían otros tantos cristales envejecidos y por ello translúcidos.
Fue inevitable que, de súbito, su conciencia saltara de golpe y retrocediera siete días, a la noche del jueves anterior, cuando había llegado allí en compañía de él. Su cuerpo experimentó entonces una transformación brusca y se vio invadida de un ardor benévolo y de una emoción itinerante que subía y bajaba entre su pecho y su abdomen.
Recordaba muy bien la sensación que había vivido al entrar por vez primera en aquella estancia. Le había maravillado la decoración. Pensó que, más que un hogar, parecía una reconstrucción museística que alguien hubiera hecho de la casa de un artista. El salón era amplio y un poco oscuro, quizá a propósito. Había un sofá enorme de piel sombría y un envejecido orejero color burdeos que observaba sereno, protegido por una biblioteca que cubría por completo tres de las cuatro paredes. En ella, centenares de volúmenes se repartían en hileras, a veces ordenadas y a veces en una estudiada anarquía que potenciaba su atractivo. Una mesa de comedor con un tosco tablero de veinte centímetros de grosor reposaba sobre un cubo central de metal oxidado. La rodeaban seis sillas de tamaños y formas diferentes, armónicas en su diferencia. Y en una de las paredes, como una cueva que agujereara un acantilado de libros, la seductora presencia emergente de la chimenea, en cuyo interior parpadeaba un falso fuego que, de tan real, parecía que contagiaba a la estancia un discreto olor a humo. Largos cortinones tintados de un rubí turbio y confeccionados con seda cruda y áspera caían sobre el suelo y serpenteaban sobre él.
Al igual que estaba haciendo ahora, en aquella ocasión también se había girado hacia su derecha para observar la escalera, hasta que sus ojos se habían topado con la claraboya.
—Buf, ¡esto es impresionante! ¿De verdad vives aquí? —había preguntado entonces.
—Ven —fue la respuesta.
Ella se le acercó y se quedó a una distancia intermedia, casi discreta y casi íntima, intentando mirarlo a los ojos, aunque sin conseguirlo del todo. Hacía apenas unas horas le había impactado la forma en la que él había llenado el escenario con sus gestos y palabras, y quizá por eso estar demasiado cerca de él le provocaba una impresión difícil de manejar. Se notó nerviosa, con el pulso acelerado y esa sensación viajera desde el esternón hasta el ombligo tomando protagonismo.
Entonces, él levantó su brazo derecho y, con el dorso de los dedos, rozó su mejilla. Luego abrió la mano y ella inclinó la cabeza para dejarla caer sobre su palma, abandonándose a su caricia. Un segundo más tarde le ofreció esa misma mano para que ella depositara la suya y así guiarla escaleras arriba, bajo la imponente presencia de la claraboya.
Retornó de su ensoñación y se volvió hacia el portero:
—¿Puedo subir?
El portero miró su reloj y la volvió a mirar a ella, que suplicaba con los ojos, como si ascender por aquellos peldaños fuera lo último que tuviera que hacer en la vida. Observó la bolsa que había quedado en el suelo con algo roto en su interior, le tranquilizó saber que ninguna sustancia difícil de limpiar había salido de ella, y volvió a mirar el reloj. Ella insistió.
—¡Por favor!
—Adelante. Pero, por favor, no tarde. No deberíamos estar aquí. A no ser que quiera alquilar el piso, claro. —Sonrió con ironía.
El mismo vacío se extendía por el piso superior. El dormitorio, el baño y aquella sala que en un tiempo había querido ser un despacho, aunque se había quedado en el intento. Le pareció que las marcas que los muebles habían dejado en el suelo se asemejaban a las siluetas que, tras los crímenes, marcan el lugar donde se ha desplomado un cuerpo sin vida.
Una casa sin vida.
Se estremeció.
Y, en ese momento, se arrepintió de no haberle dicho quién era.