Gabriela miró otra vez al celacanto mientras se hundía en el jersey de Mario. Aspiraba intensamente su perfume mientras pensaba que las cosas que se creen olvidadas pueden volver a resurgir, del mismo modo que puede ser encontrado en el mar un pez que se creía extinguido hace millones de años.
El celacanto era grande, de más de un metro de longitud, y debía pesar en torno a los cincuenta kilos. Varado en el Museo de Ciencias Naturales nadaba inmóvil en el vacío, sostenido por tres casi invisibles varillas de metacrilato. Sus ojos de plástico miraban hacia el infinito, representado por el neón de la salida de la sala ocho, donde se respiraba una atmósfera cargada de química y sequedad. Gabriela buscaba el olor del cuerpo de Mario mientras acariciaba la lana de su jersey blanco con las yemas de los dedos.
Tenía una viva fe en que aquello iba a funcionar. Recordaba la noche en que decidió llamarle. Estaba acurrucada en el sofá de su casa leyendo una novela de una autora portuguesa. En ella, la protagonista, una mujer de treinta y pocos años llamada Érica, volvía a su Évora natal después de haber puesto un amargo final a sus años de matrimonio con un español en Lisboa. Y allí, en Évora, había reencontrado a Adriano, un amigo del instituto. Fue leyendo estas líneas cuando Gabriela entendió que tenía que buscar a Mario:
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La novela era una historia de descubrimientos, de encuentros y de desencuentros. Adriano visitaba la casa de Érica, a veces durante más tiempo y a veces durante menos, pero al final siempre acababa yéndose. Como las olas del mar sobrevuelan la arena de la playa en un constante ir y venir, en ocasiones llegando más lejos que otras, pero siempre entre creciente y vaciante, Adriano también se había enganchado a un ir y venir entrando en el alma y en el cuerpo de Érica pero al final siempre saliendo de ellos, de su casa y de su vida. Fueran como fueran, esos días y esas noches acababan insistentemente de la misma forma, con el eco de las suelas de los zapatos de Adriano rebotando por las callejas blancoamarillas de Évora. Y no porque ella le echara ni porque él exactamente quisiera irse, sino porque ambos experimentaban una suerte de alejamiento ancestral, como si fueran dos árboles de raíces y troncos separados cuyas copas estuvieran entrelazadas. En el instituto se habían sentido atraídos pero nunca habían llegado más allá. Sus miradas se cruzaban en los pasillos, en el comedor, en el patio o en la calle, y al mirarse se gustaban y se preguntaban qué habría después del simple contemplarse. Ninguno de los dos había hecho nada por aproximarse más al otro, y luego la vida les había arrastrado hacia otras miradas y otros cuerpos hasta que, como un ciclón, se llevó a Érica lejos, hasta el borde mismo de la tierra, donde el agua iba y venía sobre la costa golpeando la vetusta Lisboa, como ahora Adriano iba y venía de su corazón. Les había faltado el comienzo, la raíz común, y no sabían si en la persona que tenían delante reconocían al chico y la chica que fueron. O quizá lo que les ocurría es que se habían imaginado de un modo que no correspondía del todo con lo que ahora veían y escuchaban.
“El viaje interior de Érica” era un libro en clave de detalles, texturas y olores. Una novela parecida al saloncito de una casa tradicional, con su olor a intimidad y sus tapizados de algodón, con sus barnices brillantes y su suelo de madera vieja. Maria João Proença no relataba las cosas directamente, sino que se detenía en las cosas pequeñas, que al final siempre acababan evidenciando las grandes cosas. Sus descripciones se entretenían en las migas del pan, en los charquitos que el agua formaba en el empedrado de las calles, en el tacto de los granos del café, en el vapor dulce del té o en los pasos de Adriano perdiéndose por las calles de Évora.
Y fueron esos detalles los que a Gabriela le palparon el corazón aquella noche de sofá y lectura en la que pudo ser consciente de los que en ese momento vestían su vida: se dio cuenta del jersey lavado mil veces, del vaso de leche sobre la mesa, del brillo de luna rodando dentro de la diminuta estancia, del color amarillento de la bombilla, de las cortinas color hueso con flores bordadas, de sus piececitos navegando bajo la manta de viaje. Algo se hinchó dentro de su pecho cuando fue finalmente consciente de que ella también había sentido lo mismo por Mario, que también a ella un tifón la había arrastrado fuera de su ciudad natal para colocarla al borde de un abismo, que ella también había tenido que sudar lágrimas para arrancarse de sí misma aquel matrimonio que la estaba consumiendo, y que también ella quería poner el contador a cero y buscar a aquel novio que nunca tuvo, a aquel Mario que ahora apretaba contra sí en la sala ocho del Museo de Ciencias Naturales. Todas aquellas constataciones le hicieron sentir al final miedo, el miedo a ser Érica, el miedo a ser una playa que se llenase al fin de Mario una noche, pero que cualquier día se quedara desnuda y vacía al rolar el océano hacia la bajamar.
Y por eso estaba hipnotizada por los ojos del celacanto, porque creía ver en él la promesa de que nada de aquello ocurriría como en la novela. Las cosas que se piensan olvidadas pueden volver a resurgir, se repetía fervorosamente mientras miraba aquel pez prodigioso que era una metáfora de su propia vida, aquella criatura a la que habían encontrado al sur de África cuando se la creía extinguida hacía ochenta millones de años.
Pero en esa oración obsesiva olvidaba lo esencial: su metáfora estaba muerta y disecada, y se quedaría allí, detenida en el aire con su mirada bovina sobre el neón de la salida de la sala ocho, mientras ella y Mario salían del museo al igual que, semanas más tarde, saldría cada uno de la vida del otro.