Filippa de mis veranos

Yo tenía trece años. Ella, diecinueve.

Nuestro verano se desenvolvía pesado y renqueante. Hasta las nubes parecían secas y daba la impresión de que jugaban a esquivar el sol. Por eso, hasta donde nuestros ojos alcanzaban, ninguna sombra ni rastro de ella humedecía la tierra. Sobre todo al mediodía. Pasábamos las mañanas desgranando alguna aventura insulsa, escuchando en el camino de ida o de vuelta cómo crepitaba bajo nuestros pies el secarral de tallos de trigo, la mitad de la tarde muertos de siesta entre atronadores zumbidos de grillo, y las noches comiendo pipas y chicles en los bancos de piedra del ayuntamiento, sobrepasando el límite de la irritación de nuestros labios y el dolor de nuestras mandíbulas. Mientras tanto, nuestras hermanas correteaban arriba y abajo en bulliciosos enjambres, protegiendo con las manos los secretos a voces que se revelaban al oído y urdiendo telas de araña sobre nosotros de las que nunca fuimos conscientes.

Y entonces llegó Filippa. Como un aguacero de verano.

Era alta para ser una chica. Velluda y muy delgada, casi plana. La sola ceja que portaba sobre sus ojos y una leve traza de pelusa oxigenada sobre el labio superior le daban un aspecto rudo y andrógino. Sin embargo, era maravillosa y moríamos por ella. Moríamos cuando se quedaba embobada regalando sus ojos verdes al horizonte, con la mano bajo el mentón y los gruesos labios entreabiertos, tras los que sus dos incisivos centrales, separados un eterno milímetro, aguardaban como refugiados en una trinchera. Moríamos por ella cuando la observábamos llegar de beber en la fuente. Con el agua resbalándole por el anémico escote, contoneándose sus pantalones mal recortados de lado a lado, mostrando su terso ombligo al levantar la mano para saludar y, sobre la axila, un vello pajizo que jamás hemos vuelto a ver. Moríamos por Filippa cuando, bajo la blusa y la tela siempre holgada de su sostén, atisbábamos las estribaciones de lo que, pensábamos, podría ser la cumbre enrojecida de uno de sus senos.

Había llegado al pueblo acompañando a su padre, un ingeniero escandinavo que tenía la misión de diagnosticar el estado de la vieja grieta del embalse que apuntaba a nuestro pueblo. Los técnicos hidrográficos habían registrado que las tardías tormentas de mayo y junio estaban llenando en exceso el pantano y vaticinaron que, cuando los ríos acabaran de verter el excedente de su caudal, la brecha no soportaría la presión. Llegado ese momento, el murallón que nos protegía de una avalancha bíblica se resquebrajaría, arrasando nuestro pueblo y anegando las tierras de labranza. Como la grieta estaba a media altura, el ingeniero se descolgaría en un enorme columpio en el que permanecería tres días con sus noches extrayendo muestras, midiendo y auscultando. Sorprendentemente, en lo que más insistió fue en que le fuera garantizado suficiente suministro de tabaco. Filippa, mientras tanto, sin ser demasiado consciente de que si la presa reventaba su padre sería el primero en abandonar este mundo, se relacionaba gesticulando como podía con los habitantes estables y vacacionales de nuestro pueblo.

Por supuesto, Filippa estaba fuera de nuestro alcance. A pesar de que cuando llegaba ella nos estirábamos todo lo que podíamos, bastardeando nuestra voz para hacerla parecer más grave, y a pesar de que la obsequiábamos con algún chicle o con el placer de inaugurar una nueva bolsa de pipas. Las chicas como Filippa, pensábamos, estaban destinadas a pertenecer a Desiderio y a todos los que eran como él. A los Desiderios de la nuestra y de otras comarcas, que nunca habían tenido que pelear con sus madres para abandonar para siempre el pantalón corto, a los que exhibían con orgullo el paquete de tabaco en la manga retorcida de la camiseta y a los que, por supuesto, tenían una moto. A los Desiderios de todos los tiempos que ya habían hecho la mili, que jugaban de delantero centro en el equipo del pueblo y a los que la naturaleza había dotado con anticuerpos contra los michelines. Y, evidentemente, al Desiderio de nuestro pueblo, de vaqueros cebados por la hombría, que siempre abandonaba las luces medio fundidas de las verbenas ciñendo el talle de sus víctimas, sintiéndose ellas siempre afortunadas. Y allí, lejos del escenario, donde la banda trituraba un pasodoble más, con la cómplice oscuridad del verano febril y húmedo, les metía mano y lengua, desvirgando a más de una y, a veces, hasta a sus primas y hermanas.

Como en una perfecta reacción en cadena de hormonas y feromonas nosotros moríamos por Filippa y ella por Desiderio. No tanto, quizá, porque realmente le resultara atractivo, sino porque la pálida ninfa boreal quería que, entre todas, la eligiera a ella. Quería ver sobresalientes sus suspiros, sus entusiasmos y sus devociones. Y quería ver al resto de las mozas atiesando los maseteros mientras él se rascaba el fondo del bolsillo para invitarla a un helado de corte.

Por lo que sé, ninguno de mis amigos tiene la suerte de recordar con nitidez el momento de su vida en el que dejaron de ser niños. Yo sí.

Aquella tarde Desiderio había propuesto a Filippa su testado plan, que consistía en un paseo en moto para ir a tomar un baño en la acequia, después de lo cual disfrutarían de una tarde de cine acompañados de unas Mirindas. El asunto fue que, mientras que para ella la acequia significaba una tarde de confidencias, besos y caricias, guarnicionadas con algún que otro chapuzón refrescante, Desiderio tenía como plan primordial descerrajarle sus convulsiones íntimas varias veces hasta quedar exhausto y luego, ya relajado, arrellanarse en las butacas de madera del cine a ver la reposición de la de Travolta, de quien él pensaba que podía considerarse un alter ego. Eso sí, las entradas las abonaría ella, pues Desiderio, exiguas excepciones aparte, siempre estaba a punto de cobrar su esmirriada nómina, a punto de que un amigo le devolviera un dinero prestado o a punto de que le tocara el cupón.

Ese día Desiderio comprendió que el hecho de que ella se bañara sin ropa no era un preludio que anticipara la hospitalidad de su entrepierna y aprendió, ya para siempre, que en los asuntos de la carne y el amor las nórdicas nos aventajaban tanto o más que en muchos otros asuntos menos vitales. Jamás volvió a sentir tanta impotencia como aquella tarde, en la que tuvo tan cerca y a la vez tan lejos aquel cuerpo lechoso, terso y aterido, con cientos de gotas de agua y motitas rubicundas elevando hasta el delirio su natural suculenta desnudez. Tardamos un año en volver a bañarnos en la acequia después de enterarnos de lo que hizo para aliviarse la frustración.

Le costó casi una hora, pero tras dejar a Desiderio furibundo y puntiagudo, Filippa cubrió caminando los cuatro accidentados kilómetros que había desde la acequia al punto donde yo me encontraba, haciendo papilla entre los molares el palo de un polo de limón, que hacía largo rato se había consumido. Yo no hacía nada allí, ni siquiera esperar. Simplemente me había quedado detenido tras haber sorbido la última gota de helado, como si aquella sustancia fuera el combustible que necesitaba para caminar.

No se necesitan muchas palabras para invitar a alguien al cine, menos aún para decir que sí. De esta manera supe que Filippa, pese al coraje que debía estar digiriendo, no estaba dispuesta a quedarse sin su tarde de cine. Y, por supuesto, muy lejos de su intención estaba ser vista entrando y saliendo de la sala de cine sola. Aunque ello significara acudir del brazo de un cuerpo, el mío, que no era el de un hombre. Si bien por alto y grueso, habría pensado ella, de lejos sí podía asemejarlo.

Filippa era hipermétrope. Eso lo sabíamos todos. Lo sabíamos porque su padre se lo había contado a la dueña de la pensión donde moraban y, básicamente, la dueña de la pensión se lo había ido chismorreando a todo el mundo. No porque la noticia en sí tuviera mucho interés, sino porque para aquella mujer ese tipo de rumores insustanciales e íntimos eran tan irresistibles como para la mayoría de la humanidad explotar las vesículas del papel de burbuja. Sin embargo, coqueta como era a pesar de ser hombruna, nadie había visto nunca sus gafas, como nadie había visto jamás su ropa interior. A excepción de Desiderio, y poco le había durado el deleite.

Entré en la intimidad de Filippa estando a muy pocos centímetros de su cuerpo. No quise mirarla directamente por no parecer descortés, pero el rabillo de mi ojo izquierdo me informó con calidad televisiva del supremo momento en el que ella extrajo aquellas pequeñas gafas de pasta color aguamarina de uno de sus bolsillos delanteros, atusándose después, como a cámara lenta, su largo cabello de color inverosímil sobre ambas orejas, para ajustarse finalmente las lentes sobre su naricilla de bebé. Ni en todos mis veranos de adolescente hubiera podido soñar con aquello. No solo con haberla acompañado al cine sino, sobre todo, con haberme hecho con uno de sus secretos más furtivos. Sin embargo, el premio gordo no llegaría hasta el final de la película.

Mientras los alumnos del instituto Rydell protagonizaban los últimos planos de la cinta revolucionados como peonzas, Filippa se quitó las gafas, las limpió con el borde elástico de su camiseta de tirantes, aquel día ciertamente ceñida, y se giró hacia mí. Yo me quedé tan inmóvil como si en ese momento la vida se me hubiera escapado por el espinazo abajo.

Y entonces sucedió.

Puso su mano sobre la cara interna de mi muslo y acercó su rostro a mi oído. Y el tiempo se detuvo. Tanto que pude oler con detenimiento su perfume, en el que se mezclaban el jazmín y la madreselva con el olor del agua cruda de la acequia. Tanto, que pude sentir el calor de sus mejillas. Tanto que pude escuchar el sereno ritmo de la respiración que movía imperceptiblemente sus escuálidos pechos. Luego, tras una eternidad, Filippa abrió la boca y pude sentir sobre mí el justo aliento tibio que necesitó para, en una sola palabra embriagadoramente mal pronunciada, darme las gracias por haberla acompañado. Me remató con un beso que, con el paso de los años, no he dejado de sentir sobre mi mejilla izquierda, quizá porque dejé de lavarme ese lado de la cara durante tantos días como me fue posible.

El efecto fue instantáneo.

Al tiempo que su cuerpo buscaba de nuevo el respaldo del asiento yo me mareé. De repente la pantalla se volvió borrosa y las manos se me quedaron frías. Y, en un acto automático, crucé una pierna sobre la otra y me eché hacia delante para ocultar el primer erguimiento de mi vida del que he sido plenamente consciente.

Filippa hizo entonces un gesto para incorporarse y salir de la sala ante el que yo, no sé por qué ni cómo, me atreví a hacer lo que de otro modo jamás me hubiera arriesgado a hacer: cogerla de la mano. No porque ansiara ni más ni menos que aquello que la suerte y mi generosa complexión me habían ya regalado, sino en un movimiento instintivo para retenerla y no quedarme allí solo, aguardando avergonzado a que me huyera el ardor. Yo sé que la intuición femenina existe porque Filippa pareció notarlo al instante, sonrió y se quedó conmigo, su mano bajo mi garra crispada, hasta que la última letra de los créditos se esfumó y alguien encendió la luz. Nunca, en toda mi vida, he vuelto a sentir lo que sentí durante aquel trance. Luego, ya más sereno yo por la costumbre recién adquirida de abrazar su piel, nos levantamos y caminamos fuera. Juntos. Y al recibir la luz madura del atardecer y sentirla a mi lado, con la rocambolesca convicción de haber cruzado una frontera aún sin haberme movido de mi pueblo, juro que, por primera vez en mi vida, me sentí un hombre.

 

© JESÚS ALCOBA 2020.
PUBLICADO EN “AMORES DE CINE”, OBRA COORDINADA POR DAVID FELIPE ARRANZ Y EDITADA POR GRUPO SIAL PIGMALIÓN.