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Cuando se marchiten las plantas que compramos juntos

Hasta que, un día, Julio habló.

Miró a los ojos de Casandra con sus ojos, que permanecían detrás de una película de cristal brillante. Parecían los ojos de un loco. Y lo que dijo parecía también la obra interior de alguien a quien la cordura le hubiera abandonado.

Mucho tiempo más tarde ella paseaba por fin tranquila, abandonada en la acolchada suavidad de su vestido de tirantes y flores. Si pensaba, o solo sentía, o si permitía que las emociones y pensamientos entrelazaran su mente y su corazón, ese no era el caso. El caso era lo que había dejado atrás desde el día en que había escuchado de Julio aquello por primera vez.

Y, sobre todo, lo que ahora tenía delante, lo que prometía ser su vida a partir de este otro momento, tan diferente en todo. Mientras deambulaba encontraba sentido en el futuro que iba desgranando semilla a semilla, en los planes que iba sembrando en el mar de sus pensamientos. Planes que para ella eran mucho más que una ensoñación producida por el efecto combinado de la luz y el color, en ese tipo de días en los que todo es disfrute y todo parece posible.

Casandra paseaba serena frente al lago del Retiro de Madrid. Con las manos en los bolsillos y acariciándose los muslos, sintiendo el calor templado de la tarde sobre su escote y agradeciendo haberse puesto sandalias por primera vez desde que la primavera huyera hacia el norte, inaugurando lo que allí llaman verano.

Las plantas que habían comprado juntos se habían marchitado. Y aquella misma mañana se había acabado el último caramelo del paquete que habían comprado en el village neoyorkino hacía casi un año o, quizá, algo más de un año. Es curioso, pensaba, cómo unos seres vivos acompañan a otros. Cómo las familias se amplían con otros organismos vivos, extendiendo así el círculo de seres queridos. Todas las parejas, en algunos casos incluso además de los obvios hijos, tienen plantas, o perros, o peces, o una tortuga. Todas las parejas, obvios hijos o no, alimentan la necesidad de alumbrar o, al menos, de cuidar de otras vidas, perpetuándose de esta manera a sí mismas y haciendo más viva su existencia, más intenso su compromiso, más plena su relación. Siempre hay plantas. O perros. O peces. O una tortuga.

Sin embargo, reflexionaba, cuando las plantas que se compran en común terminan secándose y muriendo es que las relaciones se acaban para siempre. Porque un día, es un hecho, hay relaciones que empiezan a acabarse. Y mucho tiempo después, poco a poco, y como resultado de un fenómeno natural, las plantas que en su día se compraron entre dos van también pereciendo una tras otra. Y hay un momento en que muere la última. Y ese momento marcaba para Casandra el instante preciso en que las cosas se terminaban: «Presiento que mi corazón estará vivo por él hasta ese momento —había pensado—. Pero cuando se marchiten las plantas que compramos juntos ya seré otra, y él también será otro para mí. Y entonces todo habrá acabado para siempre», había concluido.

Así que al comienzo continuó la inercia de cuidar de aquellas plantitas, obsequiándolas con un rato de esmero todos los días, como en otro tiempo había cuidado de su amor. Las mimaba, las regaba, incluso las acariciaba. Sin embargo, con el paso de los días y de las semanas esa atención se había ido desvaneciendo. No porque ella lo provocara, sino porque el devenir de la vida discurría según sus propias normas. Es ley de vida que lo que en un momento aparece como esencial y céntrico, en otros casos resbala hacia lo periférico y secundario. Por eso al comienzo el riego era continuo, luego pasó a ser suficiente, a continuación, algo escaso, y, por último, les proporcionaba agua solo cuando lo recordaba.

Hasta que un día el momento anunciado llegó y la última de las plantas pereció. Y ahora, algunas semanas después de aquello, Casandra paseaba junto al lago del Retiro acariciando desde los bolsillos de su vestido la ropa interior que había comprado hacía poco, en una renovación de vestuario que también había conllevado un generoso corte de pelo. Una mujer que se corta el pelo está a punto de cambiar su vida, había leído en alguna parte. Y así quería ella que fuera. Un nuevo corte de pelo. Una nueva vida.

Casandra había muerto y había resucitado.

Había entrado en un agujero negro plagado de llanto y de rabia, se había ahogado un millón de veces en la indiferencia de su almohada y había cumplido, como en un guion, todas y cada una de las fases de una separación: desde los lánguidos cafés entre amigas a la entrega vehemente y convulsa al sexo sin miramientos una noche de copa-tras-copa, pasando por fértiles tardes de té blanco frente a una empática psicóloga. Y, al final del canal de aquel tortuoso parto, había renacido. Y la primavera le estaba sentando bien. El imán que llevaba dentro se había vuelto a cargar. Y aunque no buscaba, en el fondo de sí misma anhelaba encontrar.

Recordó una vez más cómo había ocurrido todo, aunque ahora aquello le sonaba a una historia de otra vida. Fue en esa parte de Madrid que es a la vez añeja y novedosa, la que se enmarca tan bohemia como serena entre calles empedradas y olor a cimientos viejos. Habían entrado en un cafetín cuco y vanguardista, un lugar de esos que cuelgan de sus paredes cuadros de un artista cada vez diferente que busca darse a conocer. De repente, Julio se sobresaltó al mirarlos. Ella le preguntó que qué le ocurría y él se echó a temblar, palideció y quedó mudo, de asombro o de congoja.

Y así, sin más, permaneció durante días, ante la atónita mirada de ella, que no sabía qué hacer, cómo tratarlo.

Así comenzó todo.

Así comenzó el calvario.

Por las mañanas, Julio se quedaba de pie, apoyando el costado de su frente en el cristal de la ventana de la cocina, mirando en dirección a la calle o al cielo, aunque siempre al vacío. Vestido con el pantalón del pijama y una camiseta blanca, haciendo un cuenco con su mano derecha se acariciaba apesadumbrado la mejilla y el mentón. Y a media tarde se zambullía desmayado entre las sábanas de la cama, hecho un revoltijo, abrazándose y encogiendo las piernas como si temiera que el techo se le derrumbara encima.

Casandra pasó muchos días sin saber qué hacer, cómo acompañarlo, cómo solucionar aquello. El hombre que Julio había sido, y aún no sabía si seguía siendo, estaba encerrado en un pellejo mortecino y pálido vestido de angustia y melancolía. Estaba enterrado en el cuerpo de un fantasma torpe y miedoso que no podía ni salir a la calle ni balbucear palabra alguna.

Hasta que, aquel día, Julio habló.

Volvió a caballo de sus palabras a la semana anterior, a aquella cafetería donde alguien, tal vez el propio artista, había comisariado una serie de cuadros gigantes pintados por un tal Christian D’Alessio. Dijo, mientras su rostro mudaba de la certeza al miedo —y de vuelta otra vez del miedo a la certeza—, que aquellos cuadros hablaban de él. Que contaban su vida.

Poco a poco, mientras su café se enfriaba —nunca llegó a terminarlo—, fue escudriñando cada detalle de aquellos lienzos: la puerta Bab Al-Yemen en Sana’a, la vista del Hotel Internacional desde el elevador de Santa Justa en Lisboa, el ático del Arco de Adriano en Atenas, la sideral playa de Xlendi, el interminable malecón de La Habana, la descomunal torre de la mezquita de Casablanca y, por encima de todos ellos, lo que no le dejó ningún lugar para la duda, fue aquella escena de la casa donde naciera Leonardo da Vinci, bajo un sol huido que presagiaba una tormenta de lagrimones en la embriagadora Toscana.

Aquellos cuadros retrataban sus viajes, relataban su vida. No solo porque él había estado en todos aquellos sitios, sino por las perspectivas, por los colores, por la forma en que transmitían lo que él había sentido. Aquel café constituía una Capilla Sixtina que hablaba de él. Él era la figura central de un retablo que hablaba de su existencia, de lo que había visto, de lo que había vivido, de lo que había sentido.

Aquellos cuadros eran él.

Casandra le habló durante horas de que las casualidades existen, de que no podía dejar que todo aquello le afectara de aquella manera y, sobre todo, de que en el supuesto caso de que aquello significara algo, jamás podría averiguar el qué.

Le recordó entonces que en el último viaje que habían hecho había perdido su teléfono móvil. Que quizá alguien lo había robado o encontrado, que había localizado las fotos, que con ellas habían hecho los cuadros y que con ellos habían montado la exposición. La verdad es que era una explicación rocambolesca. De hecho, ella ni siquiera lo creía y se le notaba al desenvolverla, pero lo más importante no era eso. Lo más importante es que ninguna de sus palabras, sensatas o no, era fértil en la mente de Julio. Parecía que rebotaban contra ella o que resbalaban por su superficie, como el agua resbala sobre las piedras del fondo de un río.

Y, a partir de ese día, comenzó la pesadilla.

Para él y para ella.

Para él, porque su obsesión por aquellos cuadros fue a más. Comenzó por comprarlos todos —se gastó una pequeña fortuna— y por querer conocer al artista a toda costa. Quería entrar en contacto con aquella persona que de manera tan íntima estaba relacionada con él. Pero en el café le dijeron que Christian D’Alessio prefería permanecer en el anonimato y que puede que ese no fuera su verdadero nombre. Que ellos no lo conocían en persona, y que las transacciones se habían hecho a través de llamadas telefónicas y mensajeros. En suma, que les resultaba imposible localizar al pintor. Para su desolación, en Internet no había ni rastro de él. Ni una mención. Como si jamás hubiera existido.

Por descontado, era imposible saber si aquella conexión con los cuadros era cierta sin localizar al pintor y, aun así, quizá tampoco fuera posible. Así que Julio comenzó entonces a pasar horas en aquel café esperando encontrar en él una respuesta a no sabía qué pregunta. Cuando su presencia empezó a ser incómoda, el dueño del café le tuvo que pedir que no volviera por allí.

Entonces comenzó a pasar las horas en un banco que se encontraba enfrente, cual espía improvisado, atendiendo concentrado a las personas que entraban y salían. En el fondo esperaba encontrarse con el pintor. Y aunque era consciente de que no sabía qué apariencia tenía, ello no lo ayudaba a escapar del embrujo magnético de aquel lugar. Se sentaba y observaba a las parejas, a los grupos de personas, a las personas solas. Incluso sentado en el banco, en ocasiones los camareros tenían que salir a llamarle la atención porque los clientes se sentían invadidos por su presencia. A veces se sujetaba la cabeza con las manos y observaba con atención el cristal que separaba el local de la calle, que le devolvía su misma imagen como en un reflejo acuoso. Se miraba entonces a los ojos intentando descubrir algo, sin acabar de saber el qué.

Para Casandra lo más grave, lo más doloroso, no fue acompañarlo a lo largo de aquel camino hacia la soledad y la locura. Para ella lo angustioso fue descubrir que no lo quería. O, lo que es peor, constatar que no era que ya no lo quisiera, sino que nunca lo había querido. Le causó un sufrimiento atroz llegar a la conclusión de que, si ya no sentía nada por él, no era por el hecho de que hubiera comenzado a trastornarse, sino que jamás lo había amado de verdad.

Y nada hay más trágico que la nuda conciencia de que jamás se ha conocido el amor.

Y así fue cómo, por cada hora que pasó secándole la frente empapada de sudor cuando él se despertaba envuelto en pesadillas, invirtió dos en convencerse a sí misma de que si lo abandonaba no era porque se hubiera vuelto un lunático, sino porque no sentía nada por él.

Porque, en realidad, nunca lo había sentido.

Cuando relató estos hechos a sus amigas, al comienzo ellas le devolvieron una mirada de incredulidad, casi juzgándola y condenándola en el mismo acto. Era como si estuviera cometiendo un crimen contra la Sagrada Institución del Amor Verdadero, abandonando al ser amado cuando él estaba iniciando un descenso a los infiernos. Entonces ella se esforzaba en explicar que no era así, sino que todo lo que había pasado, lo que estaba pasando, le había abierto los ojos. Que era cierto que lo había descubierto a consecuencia de su trastorno, pero que presentía que la causa de ese hallazgo no era el trastorno mismo, sino lo que había dejado al descubierto. Sin embargo, la mayoría de las veces concluía confusa que le estaba resultando muy doloroso discernirlo, dado el estado en que ambos se encontraban.

Todo cobró sentido una madrugada de martes, estando ella en la cocina de la casa que compartían, sentada ante una taza con una tila después de haberlo acostado, tras uno de sus habituales terrores nocturnos. En ese momento, una intuición vestida de imagen trepó por su estómago hasta situarse en su garganta.

Se dio cuenta de que ella vivía encerrada en un puño de Julio.

Se habían conocido años atrás, apenas ella había acabado la universidad. Había sido un encuentro desapasionado, como la mayoría de los encuentros que, en general y pese a lo que el cine suele hacer creer, unen a las parejas. Era un junio luminoso, como tantos otros que en Madrid huelen a verano y a piscinas recién abiertas. Como Casandra no solo había finalizado las clases en la facultad, sino que también había finalizado una intermitente, aunque larga, relación con un novio que se le había enquistado tras la pubertad, sus amigas la invitaban una y otra vez a fiestas y encuentros de toda índole. No tanto porque quisieran que rehiciera su vida, sino porque, en el fondo, les daba pena verla así, tan guapa y tan sola.

Aquella tarde, casi noche, acababan de llegar a la fiesta de cumpleaños de una amiga de una amiga de una amiga, que daba una fiesta en el local comunitario de una de esas urbanizaciones que salpican, con sus formas geométricas, la periferia de cualquier gran ciudad. Como a veces solía ser, el propio grupo organizador se había ocupado de comprar la comida, poca, y la bebida, poca también y, además, mala. Por ello habían pedido a todos los invitados que acudiesen con una botella de algo bebible, a fin de garantizar el suministro más allá de la zona de seguridad que traza la sensatez. Casandra y sus amigas no solo habían hecho eso, sino que, además, habían comprado un detallito para la amiga en tercer grado, a quien no conocían, y que por tanto era más bien anodino. De hecho, se lo entregaron nada más entrar a una amiga de una órbita diferente para que se lo diera cuando tuviera ocasión.

Desde el momento en que los presentaron, Casandra sintió que Julio no le gustaba del todo. O que casi le gustaba, o que podía llegar a gustarle. La pieza clave fue que, mientras lo decidía, Julio mostraba un aparente desinterés por ella.  Algo con lo que se sentía cómoda, porque así disponía de tiempo ilimitado para clarificar sus sentimientos.

Después de aquella noche quedaron para tomar un café, un ritual que no abandonarían ya durante el devenir de toda su relación, y luego para ir al cine. Y después, junto con otras constelaciones de amigos que orbitaban a diferentes distancias, acudieron también a algunos planes variados y escapadas de fin de semana.

De todo aquel vaivén, Casandra recordaba tres cosas: una, el día en que por primera vez le hizo ilusión verlo; la segunda, que la atracción que sentía por él iba en aumento, y que eso ya no se debía a la maltrecha situación en que la había dejado la ruptura con su novio quístico, y la tercera, que el día en que por fin se acostaron a ella le pareció que habían esperado demasiado. Al fin y al cabo, pensaba —y sus amigas corroboraron—, cuando una persona sale con otra tienen sexo. Es parte de la liturgia.

Y así empezó su relación. Como todas. O como casi todas.

Quizá lo diferente fue que, mientras fueron atravesando las primeras Navidades, el primer viaje juntos, la primera discusión, el primer susto con un preservativo roto, y así hasta que empezaron a vivir juntos y más allá, Casandra se iba metiendo cada vez más en Julio. Como contestación a ello, la sustancia de la mente de Julio iba impregnando de manera creciente la mente de Casandra. Por cada duda de Casandra, Julio tenía media docena de opciones, frases y soluciones que hacían que se esfumara. Todos los miedos de Casandra acababan en seguridades de Julio y, hasta cuando ella lloraba, lo hacía hacia él, hacia sus entrañas, donde sus lágrimas se vaporizaban como el perfume que sale de un espray. Julio tenía el don de tranquilizarla, de contenerla, de planificarla, de organizarla, de estabilizarla. Dentro de Julio, Casandra funcionaba como un reloj.

Y la cuestión fue que, cuando él comenzó su descenso al averno, sus frases y sus pensamientos empezaron a quedarse colgados de las lámparas, como hilos de tela de araña, sin comienzo y sin final. De repente, la seguridad que Julio siempre había mostrado, esa especie de solidez elemental que eran los ladrillos con los que parecía que estaba hecho, comenzó a romperse, luego a granularse y por fin a atomizarse en un polvo fino que volaba a lomos del viento de la ciudad. Y con ello Casandra se dio cuenta, de repente, de que el cascarón que la rodeaba, que la protegía, comenzaba a disolverse dejándola desnuda, pero, sobre todo, mostrándola débil. Como si hubiera estado escayolada de cuerpo entero y, al retirar el yeso, no hubiera sido incapaz de mantenerse en pie por la debilidad de los músculos no ejercitados. Ahora su alma se venía abajo como gelatina, sin el andamiaje que él le había proporcionado.

Y con cada frase que mostraba la debilidad de Julio, se ponía en evidencia la fragilidad de Casandra. Se dio cuenta de que ya no sabía qué ponerse, qué comprar, qué comer o si ir o no al médico cuando le dolía algo. No recordaba dónde estaban sus papeles importantes, las contraseñas de las cuentas bancarias y casi se había olvidado hasta de conducir. Así pues, su drama no solo consistía en presenciar cómo su pareja se desmoronaba, sino en asistir a su propio descenso, que se antojaba irrevocable.

Y a ello se sumó la incertidumbre de no saber qué estaba pasando con su amor por Julio, o con lo que ella pensaba que era amor, o con la falta de este. Cuestión que se zanjó tras mucho dolor, concluyendo que no lo quería. Que pensaba que lo había querido, que hubiera querido quererlo, pero que no lo quería. Porque, en realidad, lo que había hecho había sido vender su fortaleza al bajo precio de la seguridad. Había puesto su vida en manos de otra persona. Su vida entera en manos de otra persona. Y eso, como le habían dicho sus mejores amigas, las que en realidad habían comprendido la verdadera magnitud del problema, no era amor. Era una forma de dependencia que la había mantenido conectada a una unidad de soporte vital, haciéndole vivir una existencia tan irreal como vacía.

Casandra abandonó a Julio un día triste de noviembre. Triste porque hacía frío y llovía, y triste porque todas las rupturas lo son. Ambos tenían el alma húmeda y cruda, y las lágrimas que derramaron, ambos por igual, tiñeron la escena de un color miserable.

«Cuando se marchiten las últimas plantas que compramos juntos —había pensado—, lo habré olvidado». La frase ocultaba su deseo de que todo fuera diferente: la despedida, aquella tarde, su debilitante dependencia, la locura de él y, sin duda, los turbios meses por los que habían navegado juntos. Ella hubiera querido que todo hubiera sido distinto: él, ella y la relación entre los dos. Sin embargo, nunca se abandonaba del todo a ese deseo, porque una vida en la que todo es distinto nunca es la vida que uno vive. Así que la ruptura no tenía marcha atrás. Pero ese pensamiento era asimismo demasiado pesado como para llevárselo arrastrándolo por las calles de una ciudad lluviosa, así que lo mantenía también en las galeras de su corazón. Aunque en lo más hondo de su alma deseaba que las plantas no se marchitaran nunca, que ella nunca dejara de quererlo y que él se reconstruyera; y ella, también. Que él se estabilizara y ella se hiciera fuerte, y que no volviera a depender de nadie, pero sobre todo de él. Así podría volver a quererlo, ambos ya reconstruidos. Sin embargo, si lo hubiera pensado fríamente se hubiera reconocido que esa idea, que alimentan muchas otras parejas tras el fin, es en realidad tan falsa como improbable, porque implica que dos personas ya diferentes pueden volver a enamorarse como ocurrió cuando ambas eran otras.

De ese modo, secundarias ya para entonces en su vida, aquellas plantas murieron al fin una primavera, en la estación en la que todo florece.

Lejos, muy lejos en la memoria, quedaban ya para ella las noches en las que aquel desconocido casi le había salvado la vida. Al menos la vida anímica. Pensó en él un instante, paseó la mirada por el parque, suspiró y aquel recuerdo se esfumó en un latido.

 

Fragmento de la novela «Amarena», disponible en Amazon.

 

© JESÚS ALCOBA 2006-2022.